—¡Tiene que haber una manera! —respondió Richard—. ¡Tiene que haber una manera de hacerles frente a todos! Ellos nos necesitan,
mon père
, no pueden darnos la espalda después de tantos años de fieles servicios por nuestra parte. Tiene que haber una manera.
Rudolphe movió la cabeza.
—Richard, compadezco con todo mi corazón a esa muchacha. ¡Ha cometido un tremendo error! Es evidente que la condujo a ello esa miserable de Lisette, y que Marie jamás imaginó lo que le iba a pasar. Pero además agravó ese error, en su sufrimiento y en su confusión, al buscar refugio en casa de Dolly. Ya está hecho,
mon fils
, ya está hecho.
—No,
mon père
. Escúchame. Sé lo mucho que has trabajado, sé lo mucho que trabajó Jean Baptiste. Yo no levantaba dos palmos del suelo cuando el
grand-père
me contó cómo había comprado su libertad y la de su esposa. Durante toda mi vida he estado oyendo cómo trabajó el
grand-père
en la taberna de Tchoupitoulas, ahorrando hasta el último centavo, y cómo aprendió él solo a leer y a escribir de noche junto al fuego. Estoy orgulloso de esa herencia,
mon père
, siempre lo he estado. Pero te aseguro que si no me ayudas a encontrar la forma de casarme con Marie, me habrás convertido en la víctima de esa herencia, en la víctima de todo aquello por lo que tú has trabajado, en víctima y no en heredero. No lo hagas,
mon père
, no me condenes a una vida de voces bajas en el salón y tazas de café en mis rodillas. ¿Por quién has trabajado tanto sino por Gis elle y por mí?
Rudolphe se reclinó en el sillón, soltando un suspiro que era casi un gemido.
Richard miraba la pistola en su mano izquierda.
—Los Lermontant siempre han sido trabajadores,
mon père
, luchadores. Siempre han tenido la fuerza para lograr lo imposible.
Se oyó entonces un crujido tras ellos desde la oscuridad de la escalera.
Los dos estaban sumidos en sus pensamientos, Richard mirando el arma, su padre el fuego.
—Tiene que haber una manera de que esa fuerza prevalezca ahora —susurró Richard.
Rudolphe movió la cabeza.
Pero en la oscuridad del pasillo sonó otra voz que dijo con calma:
—Hay una manera. Se puede hacer.
Richard se sobresaltó. Rudolphe se incorporó, mirando las puertas abiertas.
Era el
grand-père
, que entró despacio en la habitación, arrastrando los pies a cada paso. Llevaba dos veces envuelta al cuello su larga bufanda de lana, y sus pequeños anteojos se tornaban de opacos a brillantes según reflejaran la luz del fuego.
—Podría haber una manera… —Le hizo un gesto a Richard para que se apartara de su camino y se aproximó a una silla. Richard lo cogió del brazo mientras el anciano se sentaba muy despacio y con evidente dolor.
Rudolphe miraba sorprendido a su padre.
—Siempre había jurado —comenzó el
grand-père
— que jamás consentiría que este muchacho fuera a Francia, después de lo que pasó con sus hermanos, que jamás daría mi bendición a ese viaje hasta que estuviera establecido, casado y con niños en la casa. Pues bien, estoy dispuesto a cambiar de opinión. Él y la niña Ste. Marie deberían irse juntos, en cuanto se celebrara el matrimonio, y deberían quedarse en el extranjero hasta que se acallaran las lenguas del Quarter. Supongo que un ario sería suficiente, y luego volverían a casa. Marie Ste. Marie será la esposa de un Lermontant, y ya me gustaría ver quién se atreverá a insultarla entonces. —Se interrumpió y levantó la mano—. Ven aquí, Richard, que te vea.
Richard le cogió con fuerza la mano. Le martilleaba el corazón.
—Sí,
grand-père
.
—¡Después de un año volverás a casa!
—
Grand-père
, yo pasaré toda mi vida en esta casa, mis hijos nacerán aquí y yo viviré aquí hasta el día de mi muerte.
Pero el anciano le apretó la mano como si no terminara de creerlo.
—
Mon fils
… —dijo, pero no prosiguió.
Rudolphe le hizo una seña a su hijo para que guardara silencio, y Richard pensó que
grand-père
se estaba acordando de sus hermanos, a quienes él nunca había visto, de esos nietos a quienes enviaron con tantas esperanzas a educarse en ultramar.
—
Grand-père
—susurró—, eres un ángel.
—¿Y la niña? —preguntó el viejo—. ¿Cómo te propones…?
—Hace dos horas que la saqué de la casa de Dolly Rose. Ahora está en su casa con Marcel.
—Bueno… —comenzó Rudolphe enfadado.
Pero esta vez fue el
grand-père
quien lo hizo callar.
—Ve a por ella —dijo—. No reuniremos a la familia, porque para ella sería demasiado duro. Vete, yo se lo diré a tu madre.
Pero en cuanto Richard salió, el anciano se hundió en la silla taciturno hasta que casi pareció que se había quedado dormido. Rudolphe lo miraba, sabiendo que había llegado el momento de despertar a Suzette y preparar una habitación. Pero una vaga ansiedad lo tenía allí clavado junto a su padre, una sensación más fuerte, al parecer, que la suma total de todas las dificultades a las que ahora se enfrentaban.
—
Mon père
—dijo finalmente, inclinándose para tocar a su padre en la rodilla—. Si tú crees que se puede hacer, es que se puede hacer.
El anciano no se movió. Sus párpados temblaron un instante tras los cristales de sus anteojos.
—Richard estará en esta casa después de un año,
mon père
, eso nada podrá impedirlo.
—Ya lo sé —suspiró el anciano con voz apenas audible—. Jamás lo he dudado. Soy yo el que tal vez ya no estaré aquí. —Se levantó de pronto, sacudiendo la cabeza, y echó a andar hacia la puerta.
Rudolphe quería hablar con él, quería decirle que no hablara de esas cosas, pero sentía una puñalada de miedo. Todavía estaba sentado en su sillón cuando entraron en la casa Richard y Marie. Rudolphe se quedó un momento confuso, sorprendido, porque le parecía que sólo había pasado un instante. Miró fijamente a la muchacha que se aferraba a Richard con los ojos de un animal herido y el pelo suelto agitado por el viento. Rudolphe se levantó de inmediato, sin pensarlo, y para su gran sorpresa abrazó a la niña. Un penetrante aroma a flores se alzó de su pelo al besarla, y Rudolphe se dio cuenta de que le había invadido un fuerte instinto de protección. Se apartó, sin quitarle la mano del hombro, como tal vez fuera la prerrogativa de un suegro, y se dio cuenta de que ya la consideraba una más de la familia. Marie estaba asustada y triste, pero cuando miraba a su hijo los ojos se le llenaban de amor.
C
hristophe no fue a ver a Dolly después de la boda, tal como había prometido. Sabía sin embargo que tenía que ir porque Dolly no se encontraba con buen estado de ánimo. Dijo hallarse muy contenta por Marie y Richard, pero la aparición y desaparición de Marie había agitado en ella un profundo pozo de emociones, y en los últimos días había mostrado los mismos signos de depresión que había mostrado tras la muerte de su hija. No se arreglaba ni se peinaba, no salía de su habitación y dejaba solas a sus chicas. Puesto que no daba ninguna orden a la cocinera, a la doncella ni al mayordomo, la casa no funcionaba por sí sola, estallaban las peleas y pronto se dieron cuenta todos de que Dolly estaba dispuesta a dejar marchar a quien asilo decidiera. La puerta de la Rue Dumaine estaba ahora cerrada.
Pero la estancia de Marie en aquella casa había vuelto a unir a Dolly y Christophe, como los había unido en otra ocasión el dolor por la pequeña Lisa Rose, y Christophe sabía, al salir de la catedral, que tenía que ir a verla, que iría a asegurarle que la boda se había realizado, efectivamente (Dolly tenía sus dudas,
eh bien
, con esos Lermontant tan correctos). Pero en ese momento no podía.
No sabía muy bien por qué. Sólo sabía que la tranquila ceremonia en la sacristía le había afectado mucho más de lo que imaginaba. Ahora, mientras paseaba por la ribera, engullido por la multitud de siempre, sentía en parte la desesperación que había experimentado los últimos días en París, y tenía miedo. Antes de las cinco ya se había detenido en una docena de cantinas. El rápido anochecer invernal cayó rápida mente junto con una pesada niebla, y Christophe tenía la impresión de que podía estar en cualquiera de las grandes ciudades que había visitado: los sinuosos y sucios callejones de El Cairo, la majestuosa y bella decadencia de Roma. Todo le resultaba extraño, se sentía desconectado de todo y no comprendía la razón.
La escuela iba bien, mejor que nunca. Escribía con regularidad, aunque nada de verdadera importancia, y una revista de París le acababa de pedir más poemas. Sin embargo aquella angustiosa sensación se había agudizado desde que salió de la iglesia, y su mente no le daba descanso, sumida en una inclemente introspección. Christophe seguía caminando, resbalando a menudo en la calle mojada, aterrorizado ante la posibilidad de encontrarse a algún conocido, incluso a su propia madre, y verse atenazado por la sensación que una vez experimentó en París con Michael, la de no saber quién era esa persona, por qué estaba con ella ni qué hacían en aquel lugar.
Claro que se alegraba por Richard y Marie, se alegraba muchísimo.
En general la gente respetable nunca le había interesado gran cosa, y rara vez había invertido la menor emoción en lo que parecía el curso inevitable de sus vidas. Entre sus alumnos había preferido a los indómitos, a los impredecibles y muy a menudo a los pobres en lugar de aquellos robustos hijos de buena familia que tendían a desquiciarle los nervios. Nunca en su vida, ni siquiera en la infancia, había abrigado la idea de que Juliet era respetable, y ella misma había elegido siempre a los hombres más temerarios y extravagantes. De hecho era como si ella exigiera invariablemente una monstruosa violación del decoro como precio a sus favores. Seguro que a Marcel le había exigido algo así, y ahora se lo exigía Apere de Augustin Dumanoir, que acudía a verla con más frecuencia de la que le convendría a su plantación y que incluso le hacía insinuaciones a Christophe sobre el matrimonio, como si fuera posible hacer de Juliet la señora de su casa. Juliet dirigiendo la mansión de una plantación, la cocina, la multitud de esclavas y niños, las eternas sesiones de costura, las distracciones… ¡Qué despropósito!
Pero la gran excepción a su callado desdén hacia los respetables había sido siempre la
famille
Lermontant, que para Christophe no eran tanto la burguesía exasperantemente conformista, como la genuina encarnación de la distinción de la clase media, poseedora de cuanta nobleza pudiera permitir sus propiedades duramente conseguidas. Además le había llegado al corazón el convencimiento de Rudolphe de que la familia podía absorber la tragedia y el escándalo que habían destruido a Marie Ste. Marie, así como el valor de Richard al casarse con ella. Su amor y su alivio por Marie y Marcel no conocía límites.
¿A qué venía entonces aquella tremenda emoción que en la boda lo cogió tan de sorpresa?
¿Acaso no esperaba un torrente de sentimentalismo colectivo en la atestada sacristía? La novia estaba radiante como nunca, el novio con los ojos llenos de un amor inocente. Cuando Marie pronunció sus votos con voz trémula, a Christophe se le nubló la vista y, aunque desde su exilio en París se burlaba de todo lo romántico, le pareció que hasta el edificio de la catedral temblaba cuando los novios se abrazaron.
Ahora Christophe podía decirse que había sido un momento excepcional en el que se había exaltado el mismo concepto de matrimonio, y que el acto de fe colectivo que había tenido lugar en aquel recinto había trascendido la suma de todas las esperanzas individuales. Se habían casado a pesar de todo, y hasta las lánguidas primitas de Richard, que habían tenido la valentía de acudir desde tan lejos para mirar temerosas a la resplandeciente novia, habían quedado afectad as por la oleada de sentimientos, en la misma medida que Anna Bell a, Marcel y Juliet.
Así pues, ¿a qué venía esa infelicidad? ¿Por qué estaba Christophe al borde del pánico, en ese momento en que la oscuridad caía sobre las trémulas farolas de gas y la luz de las tabernas abiertas se derramaba sobre la niebla? Tal vez se sentía excluido. Pero se dijo que no, que no podía ser. Se acercó a empujones a una barra atestada de gente y se bebió otro trago de ron barato.
Su imaginación lo llevaba de vuelta una y otra vez a la puerta de la sacristía, donde tuvo que enfrentarse atónito a la visión de Marcel que se apartaba de la joven pareja y que, sonriéndole casi con tristeza, atravesó a solas el pasillo de la catedral. Christophe lo siguió con los ojos, reacio a dejarlo marchar, y se dio cuenta, frustrado y atónito, de que durante toda aquella larga tarde le había estado dando vueltas a ese momento, entretejiéndolo con sus pensamientos, más distinguidos, sobre la boda, y sus pensamientos, más conscientes, sobre Dolly Rose. Marcel. ¿Por qué era tan peculiar el hecho de que se marchara solo de la sacristía? ¿Qué tenía de notable su evanescente y melancólica sonrisa? ¿Qué tenía de especial aquel muchacho alto y rubio que recorría indiferente Pirate Alley, alejándose de la catedral, alejándose de él?
Acechaban a Christophe imágenes que nada tenían que ver con aquellas calles de la ribera, imágenes tan antiguas que le sobresaltaron con su viveza y su claridad, imágenes de la montaña en cabo Sunion, la punta de Grecia, bajo el Templo de Neptuno donde lord Byron había grabado su nombre. Christophe pensaba en la cabaña de campesino donde por primera vez había hecho el amor con Michael, después de un año de vagabundeos durante el cual Michael no le había tocado ni una sola vez, dejando que Christophe tomara la iniciativa. No, Christophe no estaba pensando en el momento presente.
De pronto se encontró con la acera, empujado por el gentío, y al alzar la vista se dio cuenta con sumo alivio de que estaba ante Madame Lelaud's.
En un instante se abrió paso entre el grupo de hombres blancos que bloqueaba la entrada y con el alivio todavía palpitando en sus venas, relajándole, tranquilizándole, apoyó un momento la espalda contra una tosca columna de madera. A menos de diez metros estaba su mesa de siempre, la mesa donde había hablado con Marcel la primera noche de su llegada. Volvió a invadirle la sensación de cabo Sunion, y en lugar de aquel bar atestado y la amable y zarrapastrosa madame Lelaud de piel de color avellana que salió de la barra para ponerle en la mano la habitual jarra de cerveza, Christophe veía, en inconexos retazos, los rocosos acantilados, el mar extendiéndose hacia el infinito y la columnas hendiendo el cielo. Percibía el olor del paisaje griego, oía los cencerros de las cabras, veía al cabrero subiendo por la empinada colina. ¿Dónde estaría Marcel? El humo le es cocía en los ojos.