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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (97 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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El tahúr caminaba lentamente. Su cuerpo felino se movía con fluidez bajo el chaleco gris y los ajustados pantalones. La sonrisa era un rasgo permanente bajo el ala del sombrero.

—Acabo de tener una sensación de lo más tranquilizadora —murmuró Christophe. «Aquí estábamos los dos la primera noche, en este mismo lugar, y tú eras así de alto.»—. Una sensación de lo más revelador, la certeza de que nunca habrá más que eso entre los dos.

—Vamos, señor maestro —dijo la grave voz americana. El tahúr se quitó por primera vez el sombrero, mostrando su pelo rubio y la mirada sugerente de sus brillantes y hundidos ojos castaños.

—VIII—

A
penas había luz y el mercado despertaba con su alboroto. Los Lermontant habían insistido en que Marcel volviera con ellos para desayunar, pero él se había negado. Madame Suzette lloró amargamente en cuanto el barco se alejó y ya no pudo seguir viendo a los novios, ni los novios a ella. Rudolphe, muy callado ahora que ya no tenía ocasión de dar consejos a Richard, se quedó un buen rato inmóvil en el muelle, sin darse cuenta al parecer de que el barco ya no estaba a la vista. Christophe fue el primero en marcharse. Tenía que estar en clase al cabo de una hora. Marcel se apresuró a excusarse diciendo que quería estar solo e intentó alcanzar a Christophe, aunque en vano.

Había sido una semana agotadora, plena de viva excitación y de constante sufrimiento. Rudolphe le había hecho a Marcel la inevitable oferta de prestarle dinero para que se uniera a Richard y Marie en el viaje, pero el hombre ya había hipotecado los establos y había vendido dos terrenos en Fauborurg Marigny para hacerse cargo de los gastos inmediatos del viaje de la pareja. Era de todo punto impensable que Marcel anduviera deambulando por Europa mientras Rudolphe trabajaba día y noche con Antoine y su sobrino Pierre, habiéndose quedado además sin un ayudante. A Marcel, la conversación le había resultado humillante.

De hecho, a medida que se acercaba el día de la partida, Marcel experimentaba un dolor cada vez más intenso, tan intenso a veces que no podía ocultarlo. En esos momentos evitaba la casa de los Lermontant y emprendía las largas caminatas que en otros tiempos tanto le calmaban, buscando cualquier distracción al dolor que le atenazaba el alma.

Echaba de menos a Christophe, añoraba sentarse con él junto al fuego o, más concretamente, la callada guía que le había ofrecido mientras él caminaba entre los cristales rotos de su propio mundo. Pero ya no podía recurrir a él. Marie estaba a salvo con Richard tras quedar alterado todo el curso de su vida, y Marcel no podía permitir que Chris viera la pequeñez y la debilidad de su alma. Prefería morir antes que decepcionar a su maestro. Tenía que arreglárselas solo.

En cuanto a Anna £ ella, no podía ni pensar en ella ni apartarla de su mente. Se sentía furioso con Dazincourt y le resultaba insoportable que se hubiera enfrentado a la muerte por él en el campo del honor. Al mismo tiempo le parecía espantosamente cruel haber poseído a Anna Bella, haber saboreado por un momento lo que habría podido ser la vida con su amor. En los días siguientes a la noche que pasaron juntos, Marcel veía una y otra vez la imagen del birlocho de Dazincourt junto a su casa y rezaba por recibir alguna señal de ella, alguna nota que le contara cómo le iban las cosas. Pero sólo le respondió un elocuente silencio.

La boda, naturalmente, le había levantado el ánimo. En realidad, hasta que el sacerdote dijo las últimas palabras no se lo llegó a creer, convencido de que alguna calamidad impediría la unión, pero por fin llegó el momento en que su hermana, ahora una extraña para él después de haber sido casi destruida por todo lo sucedido, se alzó de puntillas para caer en brazos de su esposo. El mundo se borró entonces, y cuando todos se marcharon pareció que el mismo aire de la sacristía hubiera quedado inundado de amor. Marcel esperaba no volver a ver a Richard a solas.

Pero los deseos de Richard eran muy distintos. Esa mañana se había acercado a la casa y había sorprendido a Marcel. Marcel sabía perfectamente lo que Richard tenía que decirle, pero jamás hubiera esperado una declaración tan sencilla y directa.

—Yo nunca quise hacer este viaje —comenzó enseguida Richard—, jamás lo planeé ni me preparé como tú. De hecho, si quieres que te diga la verdad, me gustaría que Marie y yo pudiéramos quedarnos. Pero sé muy bien lo que significa esto para ti, no se me escapa lo irónico de la situación. Sé que estás decepcionado. Yo me voy y tú no. Yo me despediré desde la cubierta del barco y tú estarás en el muelle. Bueno, pues no quiero que vengas al muelle. Quiero que nos despidamos aquí y que luego vengas a casa y te quedes un momento a solas con Marie.

Aquellas palabras le produjeron un extraño efecto y le ocasionaron tal sufrimiento que llegó un momento en que ya no supo si estaba oyendo o no. Pero aquello era impensable. Sabía lo que tenía que decir para tranquilizar a su amigo, y lo dijo al instante.

—¿Crees que no me alegro por Marie y por ti? ¿Crees que mi corazón no está con vosotros? Tengo toda una vida para pensar en mí mismo, y nada podría impedirme ir con vosotros al muelle. Quiero que me escribas, que me expliques todo lo que veas desde Notre Dame al Gran Canal, quiero que me cuentes cosas de Florencia, de Roma… de todos los sitios adonde vayáis.

Pero luego, caminando por la mañana temprano hacia la casa de los Lermontant, el dolor le volvió a invadir, y justo al llegar a la puerta detuvo a Richard, lo llevó a un lado y durante unos tensos instantes fue incapaz de hablar.

—Mira —dijo finalmente—, esto no es el fin para mí. Sólo que me llevará un tiempo. Voy a hacer cosas importantes en mi vida, pero tardaré algún tiempo. Será más difícil y… y… bueno, me llevará algún tiempo.

Entonces se dio cuenta de que movía los labios pero que no le salían las palabras. Intentó recobrarse tragando saliva y luego movió la cabeza como para despejar sus pensamientos, como si quisiera ver con toda claridad lo que intentaba decir.

—Fíjate en monsieur Philippe —susurró—. ¿Qué hizo, con todo el dinero que tenía? Yo creo que habría sido feliz en nuestra casa toda su vida, con un buen bourbon, una baraja de cartas y mi madre a su lado. Y Christophe renunció a París y volvió para montar una escuela. Cada uno se hace su propia vida, Richard, y yo voy a decidir la mía.

Richard asintió. Tenía húmedos sus grandes y lánguidos ojos castaños. Pareció que iba a decir algo, pero se limitó a asentir de nuevo con énfasis.

Eso fue todo.

Eso sería todo.

Sin embargo, al volver del muelle hacia la Rue Ste. Anne, mientras el sol empezaba a aparecer entre las nubes grises y los restos de la lluvia anterior todavía brillaban en las aceras, Marcel se dio cuenta de que no podría soportar volver a su casa. No deseaba ver las estanterías desnudas, las puertas cerradas de la cocina, y mucho menos el pequeño montón de facturas que se habían ido acumulando en la mesa.

Dazincourt había saldado todas las deudas de monsieur Philippe con el notario Jacquemine, e incluso había dejado instrucciones de que si Marcel necesitaba ayuda para encontrar un medio de vida se pusiera en contacto inmediatamente con él, pero Marcel no soportaba la idea de más «ayuda» por parte de aquel hombre. Ni Jacquemine ni Dazincourt sabrían nunca nada de esas facturas. Eran de comerciantes que no conocían ni la existencia del notario, gente a la que durante años Marcel había pagado siempre personalmente el primer día de cada mes, También se adeudaba la temporada que Marcel había pasado en Río Cane. Ahora llovían las facturas: ciento cincuenta dólares del sastre, setenta y cinco de la costurera que le había hecho las camisas, ochenta y cinco del zapatero, y además estaba la cuenta del carbón, la del pescadero y la del pollero, que siempre habían cobrado en la puerta trasera. Que esperen, y que espere la casa polvorienta y descuidada. Que esperaran tal vez hasta que se pusiera de nuevo ese cálido sol que acababa de salir.

De modo que cuando Marcel se acercó a la esquina de la Rue Dauphine y divisó su casa, arrastró los pies y se apartó de su camino como haría un niño para patear un trozo de carbón que se hubiera caído de una carreta.

Un griterío lo sobresaltó de pronto. Era un grupo de muchachos arracimados en una esquina. Durante un momento se los quedó mirando desconcertado preguntándose qué hacían allí, hasta que con una carcajada se dio cuenta de que eran los alumnos de Christophe, unos veinte o más, muchos de ellos de sólo once o doce años de edad, que gritaban para que Christophe abriera la escuela. Conocía a algunos de los chicos más mayores, pero la mayoría eran caras extrañas y había una abigarrada mezcla de colores, como siempre, desde el muy claro al muy oscuro. Christophe no vio a Marcel al abrir la puerta. Vestía una de sus viejas pero duraderas levitas parisinas, muy limpia aunque gastada. Hizo pasar a los muchachos con su habitual expresión radiante, tocándoles el hombro a medida que entraban, intercambiando a veces amas palabras con una mirada afectuosa, y sin ver a Marcel desapareció en la casa.

A Marcel se le encogió el corazón. Se quedó allí un rato, apoyado en una farola, mirando la fachada de la casa, basta que sintió el irresistible impulso de entrar, de sentarse a ver los periódicos en la sala de lectura, tomar tal vez un café fuerte, hablar con Juliet. Pero no hizo nada, no se movió.

«¿Por qué estás tan abatido? —se preguntó con franqueza—. Tienes ante ti toda Nueva Orleans, con sus calles llenas de barro, sus callejones inundados y un millar de salones de billar, reposterías y restaurantes en los que no puedes entrar si no quieres que te echen a patadas».

De pronto se echó a reír ante la ironía de sus pensamientos, ante el juego de amargura en el que se había estado recreando. Al fin y al cabo no era propio de él. Se puso a caminar mientras las tiendas abrían sus puertas, calculando que como mucho podría ganar un dólar y medio al día trabajando como empleado en cualquier parte y pensando que nunca en su vida se había comprado un abrigo que costara menos de cincuenta dólares o unos pantalones cuyo precio bajara de los veinte ni ninguna camisa que valiera menos de tres. Y todavía seguía creciendo, lo cual significaba que en verano estaría desnudo, porque haría demasiado calor para utilizar la ropa vieja del invierno. Tal vez debería quemar en ese instante todas las facturas. Pero al pasar por delante de una pequeña tienda de oscuras ventanas de gablete se echó a reír en voz alta al ver reflejada en el cristal, con todo su noble esplendor, la perfecta imagen de un joven rico.

La risa era estimulante, a pesar de que la gente le miraba. Marcel se dio cuenta de que aquel irónico estallido era una buena señal. Las cosas no estaban tan mal. De pronto se le ocurrió una idea tan divertida como todo lo demás. ¿Por qué no ir a la Rue Canal a ver a Picará y Duval y hacerse un último daguerrotipo, una última reliquia, un recuerdo del caballero que había sido, un recuerdo de aquel día tan peculiar? Al fin y al cabo podía gastarse diez dólares, ¿no? Le quedaba exactamente quince veces esa cantidad, y diez dólares no podían ni agotar ni incrementar su fortuna puesto que ésta constituía menos de un cuarto de sus deudas y era la suma total de sus posesiones. Deseaba hacerse aquel retrato. Sería el último de su colección. Se lo llevaría inmediatamente a su casa y lo colgaría de la pared.

Cuando llegó eran las ocho y media y Picard estaba abriendo el establecimiento.

—Hombre, Marcel —le saludó el viejo, ajustándose los anteojos—. Hacía meses que no te veía por aquí. Pensé que te habías marchado.

—No, monsieur. —Marcel lo siguió por la polvorienta escalera. El anciano subía con pasos lentos, aferrado a la barandilla—. He pasado una corta temporada en el campo. ¿Y monsieur Duval? —preguntó—. ¿Está monsieur Duval?

—¡Aaaah, Duval! —suspiró Picard mientras entraba en el estudio. Aquella típica exasperación le hizo sonreír. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que deseaba ver a Duval, lo mucho que deseaba hablarle de sus descubrimientos en Río Cane, del audaz daguerrotipista que había retratado las cataratas del Niágara y de los rumores sobre una nueva rueda pulidora.

En realidad todo el viejo entusiasmo de Marcel se había reavivado al ver a Picard abrir la cortina de la andrajosa tienda y percibir el familiar olor de los productos químicos.

—Ni me menciones su nombre —murmuró el viejo antes de que se le escapara de los labios una invectiva—. ¿Qué quieres hoy, Marcel? Pensaba hacerte una oferta. Una placa entera a mitad deprecio. Una placa entera por cinco dólares, por ser para ti.

—¿No está monsieur Duval? —preguntó Marcel, intentando que su voz sonara indiferente. La pequeña plataforma crujió peligrosamente como siempre. El fondo de terciopelo estaba cubierto de polvo, como la ornamentada silla. Pero el sol… el sol era un milagro.

—¡No, Duval no está! Oye, es una oferta que no le haría a ningún otro. Una placa entera por cinco dólares, ¿qué me dices?

—Pues… sí, claro. —Marcel se encogió de hombros. En realidad siempre había preferido las placas de tamaño más pequeño, porque en ellas era más fácil ver texturas, masas de blancos y negros. Pero una placa entera por cinco dólares… Además, ¿qué más daba, si había perdido a Duval? Duval era quien podía haber hecho un retrato perfecto—. ¿Y no le está esperando, monsieur? —insistió.

—¿Esperarle? Lo que espero es que se caiga de narices, eso es lo que espero —se oyó la voz enfadada detrás de la cortina de muselina—. Ha montado su propio estudio. Se ha marchado para montar su propio estudio con todo lo que yo le he enseñado, después de tantos años de paciencia y de adiestramiento se marcha a montar su propio negocio.

Marcel esbozó una amarga pero paciente sonrisa. «Ojalá lo hubiera sabido hace cinco minutos», pensó. ¿Pero cómo podía marcharse ahora que el hombre ya había preparado la placa? Además, Picard se sentiría ofendido.

—Y eso que al final le estaba pagando dos dólares al día —prosiguió el anciano, tensa la voz con su habitual indignación—. Y ahora acaba estableciéndose por su cuenta. Una verdadera locura, si quieres saber mi opinión, pero siempre hay algún loco dispuesto a meterse en este negocio. Se creen que se puede hacer fortuna con la cámara. Muy bien, pues ya veremos cómo se las arregla Duval por su cuenta. A ver cómo se enfrenta con el desfile de mujeres que quieren parecer diez años más jóvenes y de niños que no saben estarse quietos, para luego pasarse doce horas al día con los productos químicos sin que nadie le eche una mano, le adelante un pequeño salario ni le mande a casa temprano cuando no hay mucho trabajo. ¡Monsieur Duval, el artista! Muy bien, ya lo veremos, ya lo veremos.

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