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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

La noche de todos los santos (96 page)

BOOK: La noche de todos los santos
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—¿Dónde está mi
bébé
de ojos azules? —le sonrió madame Lelaud, sacudiéndole de la solapa una mota de polvo. Christophe se echó a reír. Madame Lelaud llevaba los labios pintados de un carmín rojo oscuro seco—. Hace mucho tiempo que no veo a mi
bébé
. Se pasó aquí tres días, justo en esa mesa, y luego desapareció. —Desaparecido, desaparecido, desaparecido—. Dale un beso de mi parte, ¿eh?

—¡Desde luego! —Christophe le hizo un guiño al tiempo que soplaba la espuma de la cerveza. Madame Lelaud lo besó de puntillas; una boca ajada pero dulce. Christophe, resistiéndose al impulso de enjugársela humedad que le había dejado en los labios, sonrió radiante. Marcel y él sentados a esa mesa que la multitud le ocultaba ahora. «Monsieur, no sabe usted cómo lo admiro, si me diera la oportunidad…».

—Si no tienes cuidado te volveré a besar —declaró con un guiño madame Lelaud, pero el hombre de la barra le decía algo a gritos. Siempre se burlaban de ella con respecto a Christophe.

—El billar, madame, el billar —dijo él en inglés, sin darse cuenta de su claro acento británico. Un hombre blanco alzó la vista de pronto desde la mesa de billar. Su boca era una húmeda sonrisa bajo la sombra del ala ancha de su sombrero—. Es horade jugar en serio al billar. —Christophe se abrió paso hasta el tapete iluminado y estudió la posición de las diseminadas bolas de marfil mientras el blanco ponía tiza a su taco. Allí estaba el negro de siempre, el de las dos camelias en la solapa, el chaleco de seda y la levita con el cuello de terciopelo. Tenía la piel tan negra que reflejaba la luz por todas partes; sus labios eran casi púrpura.

—Aaaah, monsieur el maestro —dijo, también en inglés, un inglés británico muy elegante con un levísimo acento jamaicano, al tiempo que saludaba haciendo un gesto con su taco. Había metido tres bolas mientras Christophe se bebía la cerveza, y ahora se movía en torno a la mesa para meter la cuarta. Christophe dejó una moneda de oro de cinco dólares en la mesa y el negro sonrió—. Sí, señor, monsieur el maestro. —Se inclinó sobre la mesa, hizo un alto puente con sus largos dedos y metió a una banda la bola roja.

¡Sunion en aquel lugar! Era como para volverse loco. Le asaltó el súbito e irrelevante recuerdo de estar sentado borracho en su habitación tras la muerte de Michael, en la misma cama en la que Michael había muerto, explicándole a Marcel algo sobre cabo Sunion y dándole únicamente una vaga imagen metafórica en lugar de la auténtica verdad, la cruda y apasionada verdad de lo que ocurrió en la cabaña.

—Las apuestas no están muy altas —dijo el negro metiendo la octava bola.

El blanco del sombrero de ala ancha levantó las manos. El taco estaba apoyado en la mesa, esperando que Christophe lo cogiera. El hombre, que llevaba las elegantes ropas de un tahúr del río, apoyó la espalda en la pared con movimientos felinos y cruzó las piernas. Sus inmaculados pantalones de ante se tensaban sobre el bulto de su entrepierna, y el brillo de su chaleco azul sobre su pecho fuerte y ancho le dio dentera a Christophe al pensar en una uña arañando la seda.

—Diez dólares, Monsieur —dijo el negro, poniéndole tiza al taco—, y usted saca.

—Muy generoso, muy generoso. Vamos a jugarnos el saque. —Christophe se sacó del bolsillo una moneda de diez dólares que puso sobre la mesa—. Con esto son quince, señor. —Le gustaba el tacto de su taco, corto y pesado—. Bola ocho —dijo. El jamaicano asintió. Marcel le había escuchado con tanta paciencia, con una mirada tan intensa en sus ojos azules y su rostro del color de la miel derramada de una jarra de cristal bajo la luz del sol. «El mismo Marcel que hoy no ha buscado mi compañía después de la boda, que se volvió para dedicarme aquella cariñosa e íntima sonrisa, que me tocó el brazo y se marchó de la iglesia justo cuando yo esperaba… ¿Qué esperaba? ¿Que nos fuéramos juntos?».

—Usted sale, monsieur. —Una sonrisa en el rostro negro de frente alta e inclinada, nariz prominente, dientes blancos.

—Sí. —Había varias formas de hacerlo. Arriésgate. Sintió el golpe perfecto y las bolas salieron despedidas, o eso pareció. Se metieron tres.

De pronto un grupo de hombres se abrió paso hasta la mesa y el ruido habitual quedó acentuado por un estrépito de forcejeos y gritos, seguido por el espectáculo de un hombre lanzado por los aires, cuyos zapatos volaban sobre un mar de manos levantadas. En la calle la niebla se encrespó un instante al apartarse los que bloqueaban la puerta para cerrarse luego de nuevo sobre el frío.

Treinta dólares de oro relucían en la mesa. Christophe se tomó su tiempo, sabiendo que estaba en ese perfecto estado de embriaguez en el que aquello le resultaría fácil. Quedaba una hora de juego, tal vez menos.

—¿Me traes otra de esas cervezas frías y espumosas? —le susurró a madame Lelaud.

Llevaba el delantal sucio y su pelo ralo y rizado le recordaba a su madre, que la noche anterior había dicho con toda indiferencia, refiriéndose a Marcel: «Ya no es un niño, ahora es un hombre», como si eso explicara el fin de su pasión.

—¡Pues Dumanoir tampoco es un niño!

—Es cierto —contestó ella con notable ingenuidad—, pero es un hombre muy mayor.

«No ha habido nada como tú, mamá, desde la antigua Roma», pensó él entonces.

—Cuidado con esos muchachos, cariño —le dijo madame Lelaud en inglés—. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Bola siete en la esquina derecha —declaró. La metió de un golpe rápido, algo precipitado. Cogió la cerveza que le tendía madame Lelaud, bebió un trago y tras devolvérsela se secó la mano en los pantalones.

—Al principio te dejarán ganar, ¿comprendes?, pero ten cuidado.

—Bola cinco, al medio. —Apoyó la punta del taco en el borde de cuero y golpeó la bola en el ángulo perfecto. El negro sonrió. La pomada que llevaba en su pelo crespo brillaba como su rostro bajo la lámpara que colgaba del techo. Las camelias de su solapa comenzaban a secarse en los bordes, pero por lo demás estaba perfecto. La levita se ajustaba a su estrecha cintura y sus uñas relucían como si se las hubiera pulido. Un holandés de desaliñada barba se lo quedó mirando al pasar antes de subir a trompicones las escaleras de madera que daban a las habitaciones de arriba. Los hombres del rincón estallaron en súbitas y sonoras carcajadas, inclinando y levantando la cabeza.

—Bola tres a la esquina izquierda —dijo Christophe, pero había estado pensando que podría meter a la vez la tres y la dos, la dos en perfecto ángulo detrás de la tres.

Cuando entraron las bolas, oyó a su alrededor el murmullo como un aplauso. El tahúr del río con su levita verde cambiaba el peso de un pie a otro con aquella sonrisa húmeda y los ojos convertidos en sombras.

—Muy bien, monsieur maestro.

—¡Esto va a ser tu perdición! —El pelo de madame Lelaud le cosquilleó en la oreja—. Aquí es donde uno se vuelve siempre loco, con la bola ocho.

—Madame, por el amor de Dios. —Christophe frotó el taco con la tiza—. Tenga un poco de fe.

Calibró la posición. ¿Por qué no darle algo de belleza? Al anunciar la tronera más lejana oyó un murmullo general.

—Aunque pensándolo bien —dijo de pronto con un ligero tono burlón y gesto vanidoso—, creo que la bola está bien justo donde está.

El hombre negro se echó a reír, el tahúr del río sonrió con un gruñido y al ajustarse el ala del sombrero mostró por un instante el brillo de unos ojos de un color avellana claro.

—Es usted un hombre muy ocurrente, monsieur maestro —dijo el negro. Christophe volvió a tocar la tronera. Marcel se había marchado de la iglesia como si aquella sonrisa fuera suficiente.

—¿Pensabas que iba a ser siempre un niño? —le había preguntado su madre la noche anterior, mientras limpiaba los pelos de su cepillo—. ¿Y tú, Christophe? ¿Vas a ser siempre un niño?

—Déjalo, mamá. Disfruta de tu hombre mayor.

—¿Y si me fuera al campo con él?

—Pero no te irás.

—No lo sé. —Juliet se encogió de hombros, echándose el pelo hacia atrás con una sacudida—. Yo nací en el campo. Puede que vuelva. ¿Y tú, Christophe? ¿Y tú?

Christophe contuvo el aliento y dio un fuerte tacazo. La bola golpeó la banda derecha, la banda izquierda, la derecha otra vez y se metió en la tronera equivocada.

El negro echó atrás la cabeza con una carcajada y cogió con sus largos dedos los treinta dólares de la mesa.

—Debería usted enseñar el arte del billar, monsieur maestro.

—¿El arte del billar? ¿El arte del billar? —Christophe cedió el taco a una mano anónima. En el bolsillo del negro tintineaban las monedas—. El billar no es un arte, monsieur. —Christophe dio media vuelta y se abrió paso hasta la barra.

—No estarás pensando en casarte… —le había dicho a su madre.

—Lo que tú quieres decir —replicó ella con una lánguida sonrisa—, es que no estaré pensando en abandonarte.

Christophe se miró en el grasiento espejo que había tras la hilera de botellas. Las sombras de las lámparas de aceite que colgaban del techo eran totalmente negras.

—Pues lo estoy pensando. —Juliet lo rozó con el mango del cepillo.

Tras su propia imagen surgió de pronto en el espejo la del sombrero del tahúr del río. La luz se deslizaba en su chaleco de seda gris.

—¡Whisky de Kentucky! —El tabernero miró fijamente el rostro del jugador, las chispas reflejadas en sus ojos en sombras.

—¡Whisky de Kentucky!

—Sé que tienes —se oyó el susurro aterciopelado. Un hombro rozó a Christophe.

¿Qué esperaba, que Marcel acudiera a él tras la boda, solo y vulnerable, qué vas a hacer ahora con tu vida, qué dirección tomarás, los dos sentados de nuevo en su habitación, hablando siempre, compartiéndolo todo, el vino, el consuelo, la desesperación? Marcel ya no lo necesitaba hacía tiempo que no lo necesitaba. El joven que volvió de Río Cane carecía de aquel anhelo. Su deseo había des aparecido, sustituido por esa sonrisa, confiada y lejana. Una mano le apretó el hombro.

Le dolían las sienes, como si la piel se le tensara y las venas se hincharan, venas que siempre habían estado ahí. Un rostro oscuro, inexpresivo, totalmente anodino, le miraba desde el espejo sucio, y el pánico que había logrado dejar en la puerta, como por obra de magia, surgió de nuevo. Esto no es una gran emoción, Christophe, es algo insignificante, propio de un niño. La cuestión es cómo vivir sin ello, sin el sereno inglés sentado en la puerta de la cabaña esperando, esperando, sabiendo con toda certera lo que iba a suceder a través de la confusión, el dolor. Y el niño de ojos azules. «No sé cómo ser tu amante. Tienes que ser mi maestro. ¡Enséñame!» «No, la respuesta es, ahora y para siempre, no». Sí, amor y sufrimiento, ambos son exquisitos, ¿pero cómo hacer que la vida valga la pena cuando no existen? ¿Cómo mantenerse con lo que uno hace, lo que uno desea, lo que uno es en sí mismo?

—¡No puedes casarte con Dumanoir! —le había dicho a su madre.

—Durante diez largos años te he estado velando —respondió ella—. Te aseguro, Chris, que me casaré con él y me marcharé de esta casa.

Christophe se estremeció.

En el oscuro espejo volvió a ver el rubicundo rostro cuadrado del tahúr. La luz brillaba en sus finos pómulos, en su mandíbula. Los labios se fruncían en aquella sonrisa fácil y húmeda. El editor de París había escrito pocos meses atrás: «Esta novela tiene tu brillo, pero no tu fuerza narrativa. Envía más, queremos ver más. ¿No puedes recuperar tu antigua fuerza narrativa?». Uno tiene que sentir la propia fuerza, la propia habilidad circulando por las venas.

—¡Sé que tienes whisky bueno! ¡Lo he visto! —dijo el tahúr.

—Ah, cariño, has perdido tu dinero. Ya te lo advertí. —Madame Lelaud se apoyaba en el hombro de Christophe como un niño que se fuera a dormir. «Me siento vacío, ¡vacío!». Y por encima de todo yace una capa de cenizas de modo que nada tiene su brillo anterior y todo es indistinto.

—Dales el bourbon bueno de Kentucky. —Madame Lelaud hizo un guiño—. No juegues más al billar esta noche. —Le apartó el pelo de las sienes, cosa por completo absurda pues Christophe tenía el pelo tan corto y rizado que era imposible que se moviera—. ¡Ten cuidado con esos chicos! —Madame Lelaud sonrió al tahúr.

—Siempre tengo cuidado con los chicos, madame. —Christophe la miró con expresión radiante y oyó la suave risa americana del jugador, que tenía el codo apoyado en la barra, junto a Christophe, y un pie en el escalón, de modo que sus pantalones de ante se tensaban sobre el bulto de su entrepierna.

—Y esta casa se quedará vacía, vacía —le había advertido su madre mientras se cepillaba su largo pelo negro—. Has crecido, ¿hmm?

—¿Quiere un poco de diversión? —le susurró en francés el tahúr.

¡Todo volverá a ti, por supuesto! Christophe bebió el suave y caro bourbon que le calmó la aspereza en la lengua. «Mañana en el aula lo recuperarás todo cuando veas sus caras, cuando veas al joven Gastón con esos poemas que no se atreve a mostrar a nadie más que a ti, cuando veas a Frederick, al brillante Jean Louis, a Paul. Esta nube que te aísla se disipará cuando oigas sus voces, las cosas volverán a tener sabor y color. ¿Estabas viviendo con una idea descabellada en ausencia de Marcel, o simplemente vivías con la certeza de que volvería?» «Ya no es un niño —el cepillo pasando por el pelo—. Por eso no le he esperado. ¿Y tú,
mon cher
, qué harás cuando yo me haya ido?» «Vete al infierno, mamá, vete al infierno, me da igual que te vayas al campo o al infierno».

—¿Diversión? —susurró mirando al espejo. Le rozó la pierna enfundada en ante—. ¿Mujeres?

—¿Eso es lo que le divierte? —preguntó la discreta voz americana.


Mon Dieu
—sonrió Christophe.

—Tengo una habitación en el extremo de la calle. No muy elegante, pero sí limpia. —El tahúr le tendió la moneda de oro al tabernero, apoyando en el brazo de Christophe la manga de su levita verde—. Dame la botella —dijo, arrugando de nuevo su terso rostro en una sonrisa.

—Dale un beso al muchacho de mi parte —dijo madame Lelaud con voz cantarina al verlos marchar.

—Desde luego, madame. —Christophe le dedicó una rápida reverencia mientras el tahúr salía a la calle con una ligera sonrisa.

Christophe se quedó en la acera mirando al cielo. Algunos nubarrones ocultaban las estrellas, y ahora que la lluvia había cesado se veía un halo en torno a la Luna. El pánico había vuelto a desaparecer como si nunca hubiera existido y la calle era un aluvión de ventanas iluminadas, ruidos, silbatos de los gendarmes. En aquel mismo punto había estado con Marcel la primera noche, y desde allí mismo lo había visto alejarse y luego había mirado al cielo.

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