La noche de todos los santos (99 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: La noche de todos los santos
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—¿Recuerdas lo que me dijiste la noche que murió Jean Jacques? —preguntó ella con voz queda.

—Sabe Dios.

—Yo sí que me acuerdo. Me dijiste: «Anna Bella, si no hubiera nacido rico podría haber aprendido con ese hombre el oficio de carpintero y habría sido feliz haciendo cosas buenas hasta el fin de mis días».

A Marcel le resultaba una tortura oír esto, era una verdadera tortura recordar aquel fervor y aquella pérdida de tiempo.

—Bueno,
ma chère
—replicó—, Jean Jacques está muerto y nunca aprenderé el oficio de carpintero.

—No lo comprendes, Marcel. Tú pudiste ver la grandeza de aquel anciano cuando otros sólo veían a un trabajador de rodillas. Tuviste la capacidad de ver la diferencia entre un trabajo ordinario y algo hermoso.

—Sí, siempre he tenido la capacidad de ver. ¡Siempre he sabido ver! —El pequeño caballero sentado en el taburete del taller de Jean Jacques, el muchacho que rondaba entre las pinturas de la casa de
tante
Josette, observando cómo los colores daban vida al lienzo, el joven que había incordiado implacablemente al daguerrotipista, cuestionando el tiempo de exposición, la importancia de los preparados, la luz óptima. Ese mismo día precisamente había discutido con Picard, y en cuanto tuvo el retrato en sus manos comprobó que Picard no había…

Anna Bella le observaba, viendo el sutil cambio en su postura, en su rostro. Estaba contemplando una lucha, una lucha y un lento y violento despertar al que él parecía resistirse amarga, obstinadamente.

—Recuerda la primera noche que viniste a mi casa —prosiguió ella, sin estar ya segura de lo oportuno de sus palabras al ver la fiera expresión de Marcel—. La primera vez que viniste, cuando te enteraste de que Lisette era tu hermana. Estuvimos hablando de
michie
Vince y yo te dije que me recordaba a mi padre, te dije que los dos eran muy parecidos porque eran hombre trabajadores, hombres que amaban su trabajo, que se entregaban a fondo. Uno de ellos era un caballero con veinte mil arpendes de caña de azúcar, y el otro era un barbero de pueblo…

Marcel no la miraba. Estaba librando una batalla en su interior. Las pupilas se le movían de un lado a otro y tenía la boca paralizada, como a punto de decir algo. «Tú no conocerás a nadie que quiera aprovechar esa oportunidad, ¿verdad? No, claro, es evidente que tú estás bien situado». De pronto se le nublaron los ojos y movió la cabeza con expresión casi de angustia. ¿Qué le había detenido entonces? Anna Bella le hablaba, pero él no la oía. ¿Por qué se había puesto tenso cuando Picard le hizo aquella pregunta? ¿Por qué había sentido que se le iban las fuerzas, aferrado al respaldo de aquella silla? Se giró hacia el retrato de la repisa de la chimenea. El perfecto caballero, junto al empapelado de flores y la cortina de terciopelo, le devolvió la mirada. Era el orgullo lo que le había detenido, el orgullo.

El orgullo que le había imbuido ese plantador borracho de ojos nublados que había acabado su vida bajo aquel mismo techo, sin dejar nunca de jugar con sus naipes, y una madre que durante toda su vida le había dicho que debía marcharse de allí, que debía hacerse un hombre, que tenía que marcharse de allí porque ella misma había odiado a todos los hombres de color que habían pasado ante sus ojos. Un gemido escapó de sus labios. «El interminable desfile de mujeres que quieren parecer diez años más jóvenes y de niños que no se están quietos», y el hedor de los productos químicos doce horas al día, el calor, la humedad, el regateo por el precio. La cabeza le daba vueltas.

—Y lo que adorabas en ese anciano —aventuró Anna Bella— era que se ensuciaba las manos con lo que amaba, que se ensuciaba con sus formones, su martillo y sus clavos…

Marcel se agarró la cabeza con las manos. Todavía estaba mirando el daguerrotipo y veía todos sus defectos: se desdibujaba en los bordes, el rostro no estaba bien girado hacia la luz.

—Pero podría ser mucho más que eso —murmuró—. ¡Mucho, mucho más!

Si no daba ese paso, lo que le esperaba era un abismo de trabajo sin sentido que le apartaría inevitablemente de todo lo que hacía soportable la vida. Pero aquello era lo que siempre le había gustado, disfrutaba con los daguerrotipos tanto como disfrutaba dibujando, leyendo o caminando por el patio de Christophe en el crepúsculo escuchando las perturbadoras y exquisitas melodías de Bubbles. De pronto su mente era una llamarada y todos los detalles mundanos que un momento atrás le atormentaban y le dejaban sin fuerzas, se le fueron revelando poco a poco ante los ojos bajo una nueva luz. No tenía que trabajar para Picard ni vender la casa. No, no tenía que vender la casa. El título de propiedad era su resguardo. Y tenía dinero en el bolsillo, tenía una pequeña fortuna en sus manos.

Pero el miedo lo fue atenazando, lo fue invadiendo mientras se debatía al borde de una decisión. Pendió el brazo hacia el pequeño retrato que, con un cambio de la luz del sol, se había convertido en un espejo. Era el mismo miedo que le invadió en el estudio de Picard y que de nuevo se abría paso subrepticiamente hacia su corazón. Cogió su capa, miró aturdido a Anna Bella y se inclinó para darle un afectuoso beso en la mejilla, sin darse cuenta de que su expresión era tan lastimera que a ella le arrancaba el alma. Cuando Marcel salió a la calle bañada de sol, Anna Bella apoyó la cabeza entre los brazos y se echó a llorar.

Caminó durante toda la tarde, bajo el sol y la lluvia, bajo los ocasionales truenos que restallaban sobre los tejados mojados y las ventanas doradas. Caminó arriba y abajo, por todas las calles familiares, por todas sus calles favoritas. Pasó por delante de los estudios de los daguerrotipistas, en cuyas ventanas de gablete relucían las placas ovaladas de color plata. Descubrió que Duval estaba en la Rue Chartres y se quedó una hora de pie ante su pequeño escaparate, fascinado con la perfección de un retrato familiar en el que cada rostro estaba magníficamente moldeado por la luz y las figuras exquisitamente agrupadas, calculado incluso el giro de cada cabeza. Pero no subió las escaleras. Al pasar por las casas de empeños llenas de cámaras viejas, restos y despojos de sueños ajenos que tantas veces había tenido entre las manos en otra época, no abrió ninguna puerta. Sus pies le hicieron atravesar la Rue Canal y entrar en la parte americana de la ciudad para ver los escaparates de los comerciantes de productos químicos, estuches y placas de daguerrotipo, pero tampoco aquí entró. Y al anochecer, aunque estuvo un cuarto de hora en su amada calle de la ribera observando cómo Christophe jugaba al billar bajo la cálida luz de las lámparas de Madame Lelauds, no se acercó a las puertas abiertas.

A medianoche recorría la Place d'Armes, casi despuntaba el día cuando vagaba por el mercado desierto y el amanecer le sorprendió en el río, desde dónde veía las torres gemelas de la catedral brillando mojadas bajo el cielo claro y la inmensa extensión de agua marrón que fluía hacia la oscuridad como si fuera el mar abierto. No estaba cansado ni se sentía inquieto. Su mente había alcanzado una claridad que todo lo iluminaba. Los mástiles de los barcos formaban un bosque bajo las tenues estrellas. El brillo de los vapores que surcaban el río era como velamen la corriente de olas diminutas, y en el viento volaban acordes de la música melancólica y discordante de una orquesta de negros.

El miedo se fundía en su interior, desaparecía poco a poco mientras él lo sopesaba todo y veía el mundo en el que vivía, no el mundo del que algún día escaparía sino aquel en el que había nacido. Marcel consideraba la decisión que tenía por delante, y la desesperación de sus primeros años se estaba convirtiendo en algo difuso y ya sin importancia.

Conocía la cámara, conocía la alquimia de observación, paciencia y precisión que requería, y aunque los años se extendían ante él como una pesada sucesión de ensayos y errores, sabía con toda certeza que serían de provecho. Lo arriesgaría todo por ella y al final obtendría como fruto un tesoro de esos asombrosos y complejos iconos que siempre había admirado, igual que la madera bajo el cincel de Jean Jaques ofrecía una y otra vez el fruto de una línea perfecta.

Todo el universo que le rodeaba estaba esperando ser capturado, quedar fijado y enmarcado en un instante perfecto de luz y sombras tal como él lo percibía: la decadente grandeza de la ciudad vieja, los rostros de todas las nacionalidades, los árboles retorcidos, las nubes siempre cambiantes, aquella época y aquel lugar que habían conformado al niño que fue y al hombre en que se había convertido, desde el melancólico espectáculo de una
venderesse
descalza que pasaba ahora junto al él de camino al mercado, hasta la majestad de los dolientes en la fiesta de Todos los Santos.

El tiempo se detendría en un momento tras otro, el tiempo derrotado por el pequeño milagro del daguerrotipo, el tiempo que era el destructor de los sueños de los hombres.

Marcel le dio la espalda al río. Sentía el vibrante rumor del puerto que despertaba a la vida. Las calles eran de plata bajo el rocío de la mañana. Una
marchande
solitaria en la Place d'Armes que caminaba hacia él con sus humeantes pasteles le saludó cantando con voz aguda. La decisión, estaba tomada: había sido tomada mucho antes de ese momento, y Marcel sabía lo que tenía que hacer.

Pero al emprender el largo camino hacia la parte alta de la ciudad, hacia los banqueros, comerciantes y caseros, hacia la tinta y el tintineo del bronce, una percepción aún mayor rompía el cascarón de su alma. Ante él yacía un futuro, un futuro más allá de la optimista imagen del hijo del plantador vagando por las capitales de Europa, alejado para siempre de las: cosas que amaba. Porque esto era algo que podía hacer él mismo, algo que realmente él podía ser, y pasara lo que pasase, ya fuera el fracaso o el dominio del arte en el que siempre había creído, nadie podría arrebatárselo, nadie podría anularlo, nadie podría despertarle bruscamente para decirle que todo había sido un sueño.

Se sentía cerca de Jean Jacques. Percibía los aromas de su pequeño taller. Se sentía cerca de Christophe en el atril, o cuando se inclinaba sobre su mesa con la pluma en la mano.

Aceleró el paso y mientras el sol se derramaba sobre los tejados y a través de las verjas oxidadas, Marcel miró maravillado las calles, miró esa misma mezcla de esplendor y ruina que había conocido toda su vida, y por primera vez sintió que tal vez el mundo, en toda su inefable belleza, podía ser suyo.

FIN

La fiesta de todos los santos
es una obra de ficción, pero en el libro se mencionan algunos personajes reales, entre ellos el maestro de esgrima cuarterón, Basile Croekere; el daguerrotipista mulato, Jules Lion; el inventor negro, Norbert Rillieux, y la familia Metoyer, de Río Cane, incluido el
grand-père
Augustin que construyó la iglesia de St. Augustine, que aún existe en Isle Brevelle. La casa africana descrita en la novela se encuentra en la plantación Melrose, que en la narración denomino Yucca.

L'Album Littéraire
, la publicación de prosa y poesía realizada por hombres de color, probablemente comenzó a editarse en 1843 y no en 1842, como se sugiere en la obra.

Pero aparte de algunas libertades con las fechas, se han realizado todos los esfuerzos posibles para describir con toda precisión el mundo de la gente libre de color de Nueva Orleans. Hombres y mujeres reales proporcionaron la fuente de inspiración para los personajes de ficción del libro.

Así pues, tengo una gran deuda con los muchos que han escrito sobre Nueva Orleans y con la gente libre de color en el sur en la época anterior a la Guerra de Secesión, desde los escritores populares que han mantenido viva la riqueza de aquellos días hasta los eruditos cuyos libros, artículos, tesis y conferencias continúan engrosando el creciente conjunto de obras sobre los afroamericanos libres antes de la guerra civil.

Pero estoy sobre todo en deuda con las
gens de couleur
que nos dejaron su pintura, su escultura, su música y su literatura: con Armand Lamisse, poeta, editor y maestro, por su trabajo con
L'Album Littéraire
y la antología
Les Cenelles
, y con R. L. Desdunes, cuya inapreciable obra,
Our People and Our History
, sigue siendo piedra angular de investigación en este campo.

A
NNE
R
ICE
.

ANNE RICE, nació el 4 de octubre de 1941 en Nueva Orleans, Luisiana; hija de Katherine y Howard O'Brien. Sus padres la bautizaron con el nombre masculino de Howard Allen aunque ella se hizo llamar Anne desde temprana edad.

Al fallecer su madre en plena adolescencia, se trasladan a Richardson, Texas. En el instituto conocería al que sería su marido, Stan Rice con el que se casó en el año 1961.

Anne Rice estudió Filosofía y Letras en la Universidad de San Francisco donde se doctoró en 1972 en Escritura Creativa.

La pareja tendría una hija llamada Michelle la cual murió de leucemia en 1972; fue tras este acontecimiento que Anne se volcó por completo en su carrera y comenzó la gesta de las
Crónicas Vampíricas
.

Otra de las series de Rice fue la dedicada a las Brujas de Mayfair:
La hora de la Brujas
(1990),
La voz del Diablo
(1993). y
Taltos
(1994).

Algunas de sus obras se han convertido en grandes películas como:
Entrevista con El Vampiro
(1994). y
La Reina de los condenados
(2002).

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