Authors: Morton Rhue
Ben se rió. Vida social.
Los chicos estaban empezando a entrar. Ross vio a David Collins, un chico alto y atractivo, corredor del equipo de fútbol americano. Era también el novio de Laurie Saunders.
—David, ¿crees que podrías poner en marcha el proyector? —preguntó Ross.
—Claro que sí —contestó David.
Mientras Ross le miraba, el muchacho se puso de rodillas al lado del proyector y empezó a trabajar con destreza. En pocos segundos ya tenía la película lista. Ben sonrió y le dio las gracias.
Robert Billings entró arrastrando los pies. Era un chico de constitución fuerte, que llevaba siempre los faldones de la camisa colgando y el pelo enmarañado, como si no se molestara nunca en peinarse cuando se levantaba de la cama por la mañana.
—¿Vamos a ver una
peli
? —preguntó al ver el proyector.
—No, idiota —contestó otro que se llamaba Brad, que disfrutaba atormentándole—. Al señor Ross le gusta montar el proyector sólo para divertirse.
—Brad —intervino Ross—. Ya basta.
Había bastantes alumnos en la clase para que Ross empezara a entregar los deberes.
—Muy bien —dijo, en voz alta, para atraer la atención de los chicos—. Aquí están los trabajos de la semana pasada. En general, están bastante bien.
Empezó a pasar entre los pupitres para dar a cada uno su ejercicio.
—Pero voy a advertiros una vez más. Estas redacciones cada día están más descuidadas —explicó, levantando una para que todos la vieran—. Mirad esto. ¿Es realmente necesario hacer tantos garabatos en los márgenes?
Los chicos se rieron.
—¿De quién es? —preguntó uno.
—Eso no importa. —Ben puso bien las hojas que tenía en la mano y continuó repartiéndolas—. De ahora en adelante, voy a empezar a bajar la nota de todos los deberes que estén muy sucios. Si os equivocáis o tenéis que hacer muchos cambios, preparad una copia nueva y limpia para entregármela. ¿Entendido?
Algunos chicos asintieron con la cabeza. Otros ni siquiera le escuchaban. Ben se colocó delante de la clase y bajó la pantalla. Era la tercera vez en ese semestre que les hablaba de los deberes sucios.
Estaban estudiando la Segunda Guerra Mundial y la película que Ross había seleccionado para su clase era un documental que mostraba las atrocidades cometidas por los nazis en los campos de concentración. En la clase a oscuras, los chicos tenían los ojos puestos en la pantalla. Veían a hombres y mujeres escuálidos, tan muertos de hambre que ya no parecían más que esqueletos cubiertos de piel. Personas con unas piernas en las que lo más ancho eran las rodillas.
Ben ya había visto esta película u otras parecidas media docena de veces, pero el espectáculo de una crueldad tan inhumana y despiadada por parte de los nazis todavía lo horrorizaba e indignaba. A medida que avanzaba la película, Ross se dirigía a la clase con emoción.
—Lo que estáis viendo tuvo lugar en Alemania entre 1933 y 1945. Fue obra de un hombre llamado Adolf Hitler, que primero había sido criado, mozo de cuerda y pintor de brocha gorda, y que luego se dedicó a la política después de la Primera Guerra Mundial. Alemania había sido derrotada en esa guerra, había perdido su liderazgo mundial, tenía una inflación muy alta, y había miles de personas hambrientas, sin trabajo y sin techo. Para Hitler eso supuso una oportunidad para ascender rápidamente entre las filas del partido nazi. Abrazó la teoría de que los judíos eran los destructores de la civilización y de que los alemanes eran una raza superior. Hoy día sabemos que Hitler era un paranoico, un psicópata y que, literalmente, estaba loco. En 1923 le metieron en la cárcel por sus actividades políticas, pero en 1933 él y su partido se hicieron con el control del Gobierno alemán.
Ben hizo una pausa para que los alumnos pudieran continuar viendo la película. Ahora podían observar las cámaras de gas y los cadáveres amontonados como si de troncos de madera para los hornos se tratara. Los esqueletos humanos que todavía estaban vivos tenían a su cargo la horripilante tarea de apilar los cadáveres ante la mirada vigilante de los soldados nazis. Ben sintió que se le revolvía el estómago. Se preguntó cómo podía alguien obligar a los demás a hacer esas barbaridades.
—Los campos de exterminio eran lo que Hitler llamaba su «solución final del problema judío». Sin embargo, no sólo los judíos fueron enviados allí, sino también todas las personas que los nazis juzgaron como no aptas para formar parte de su raza superior —continuó explicando—. En toda Europa oriental, estas personas eran conducidas a estos campos en manadas y, una vez allí, las obligaban a trabajar y a sufrir hambre y torturas, y cuando ya no servían para nada las exterminaban en las cámaras de gas. Sus restos iban a parar a los hornos crematorios.
Ben hizo otra pausa y luego continuó.
—La esperanza de vida de los prisioneros en los campos de concentración era de doscientos setenta días. Pero muchos no resistían ni una semana.
En la pantalla se veían los edificios en los que estaban instalados los hornos. Ben pensó que podía contar a los chicos que el humo que salía de las chimeneas era el de los cuerpos quemados. Pero no lo hizo. Ver la película era más que suficiente. Gracias a Dios el hombre no había inventado la manera de hacer que en las películas se transmitiera el olor, porque lo peor de todo habría sido el hedor, el hedor de la mayor atrocidad cometida en la historia de la raza humana.
La película iba a terminar y Ben acabó con su explicación.
—Los nazis mataron a más de diez millones de hombres, mujeres y niños en sus campos de exterminio.
La película había terminado. Un chico, que estaba al lado de la puerta, encendió las luces de la clase. Ben vio que la mayoría de los alumnos estaban anonadados. No se había propuesto conmocionarles, aunque sí sabía que la película les iba a impresionar. Muchos de aquellos muchachos se habían criado en una pequeña comunidad de la extensa zona residencial de los alrededores del Instituto Gordon. Eran hijos de familias estables de clase media y, a pesar de que los medios de comunicación estaban saturados de la violencia que impregnaba la sociedad en la que vivían, eran sorprendentemente ingenuos y estaban acostumbrados a sentirse protegidos. En ese momento, algunos incluso empezaron ya a hacer el tonto. Todo el horror y el sufrimiento que reflejaba la película debía de haberles parecido un programa más de televisión. Robert Billings, que estaba sentado cerca de la ventana, estaba dormido, con la cabeza entre los brazos. En cambio, en las primeras filas, Amy Smith se estaba secando alguna lágrima. Laurie Saunders también parecía muy afectada.
—Sé que muchos estáis impresionados —dijo Ben—. Pero si os he traído hoy esta película no ha sido sólo para conmoveros. Quiero que penséis en lo que habéis visto y en lo que os he dicho. ¿Hay alguien que quiera hacer alguna pregunta?
Amy Smith levantó enseguida la mano.
—Dime, Amy.
—¿Todos los alemanes eran nazis? —preguntó la chica.
Ben movió la cabeza.
—No, la verdad es que sólo menos de un diez por ciento de la población alemana pertenecía al partido nazi.
—Entonces, ¿cómo no intentó alguien detenerles?
—No puedo decírtelo con seguridad, Amy. Supongo que estarían asustados. Los nazis podían ser una minoría, pero eran una minoría sumamente bien organizada, armada y peligrosa. No hay que olvidar que el resto de la población alemana estaba desorganizada, sin armas y atemorizada. Habían pasado además por una época de inflación espantosa, que había arruinado al país. Es posible que algunos tuvieran la esperanza de que los nazis pudieran devolverles la prosperidad. En cualquier caso, después de la guerra, la mayoría de los alemanes dijo que no sabía nada de estas atrocidades.
Eric, un chico negro que se sentaba en las primeras filas, levantó la mano a toda prisa.
—Eso es una estupidez. ¿Cómo se puede matar a diez millones de personas sin que nadie se entere?
—Sí —dijo Brad, el chico que había estado molestando a Robert Billings antes de empezar la clase—. No puede ser.
Ben veía que la película había impresionado a la mayoría de la clase y se alegraba. Daba gusto comprobar que se preocupaban por algo.
—Bueno, lo único que puedo deciros es que, después de la guerra, los alemanes afirmaron que no sabían nada de los campos de concentración ni de las matanzas —dijo a Eric y a Brad.
Entonces fue Laurie Saunders la que levantó la mano.
—Pero Eric tiene razón —añadió—. ¿Cómo pudieron los alemanes quedarse tan tranquilos mientras los nazis andaban matando a la gente delante de sus narices y decir luego que no lo sabían? ¿Cómo pudieron hacer algo así? ¿Cómo se atrevieron a decirlo?
—Lo único que puedo aseguraros es que los nazis estaban muy bien organizados y eran muy temidos —repitió Ben—. El comportamiento del resto de la población alemana es un misterio. ¿Por qué no intentaron detenerles? ¿Cómo pudieron decir que no lo sabían? La verdad es que no conocemos la respuesta.
La mano de Eric estaba otra vez en alto.
—Pues lo que yo puedo asegurar es que no dejaría nunca que una minoría tan pequeña dirigiera a la mayoría.
—Claro que sí —dijo Brad—. Yo no dejaría que un par de nazis me metiera tanto miedo como para decir que no me había enterado de nada.
Había otras manos levantadas pero, antes de que Ben pudiera dirigirse a alguno de los chicos, sonó el timbre y todos salieron corriendo.
David Collins se levantó. Su estómago estaba reclamando comida a gritos. Se había levantado tarde y no había podido zamparse el desayuno de tres platos que acostumbraba a tomarse todos los días. Por mucho que le impresionara la película que les había enseñado el señor Ross, no podía dejar de pensar que había llegado la hora de la comida.
Miró a Laurie Saunders, que continuaba sentada en su sitio.
—Venga, Laurie. Tenemos que llegar pronto al comedor. Ya sabes las colas que se forman.
Pero Laurie le hizo señas de que se fuera sin ella.
—Ya me reuniré contigo más tarde.
David frunció el ceño. Se debatía entre esperar a su novia y llenar su estómago protestón. Venció el estómago y se fue por el pasillo.
Después de que David se marchara, Laurie se levantó y miró al profesor. Ya no quedaban más que un par de alumnos en la clase. Y, salvo Robert Billings, que acababa de despertarse de su siesta, eran los que parecían estar más afectados por la película.
—No puedo creer que todos los nazis fueran tan crueles —dijo Laurie a su profesor—. No me puedo creer que pueda haber nadie tan cruel.
Ben asintió.
—Después de la guerra, muchos nazis intentaron justificar su conducta diciendo que ellos no hacían más que cumplir órdenes y que, de no haberlo hecho, los habría matado.
—Pero eso no es excusa —argumentó Laurie, moviendo la cabeza—. Podían haberse escapado. Podían haber luchado contra ellos. Tenían ojos y un cerebro. Podían pensar por sí mismos. Nadie obedece,
sin más
, una orden así.
—Pues eso es lo que dijeron.
—Es un asco —respondió Laurie, moviendo la cabeza de nuevo con voz temblorosa—. Un verdadero asco.
Ben asintió; estaba totalmente de acuerdo.
Robert Billings intentó escabullirse al pasar por delante de la mesa de Ben.
—Robert —dijo el profesor—. Espera un momento.
El chico se quedó helado, pero no quiso mirarle a la cara.
—¿Duermes bien en casa?
Robert asintió, como atontado.
Ben suspiró. Llevaba un semestre entero tratando de entender a aquel chico. No podía soportar que los otros se burlaran de él y le desesperaba ver que el muchacho no hiciera nada por participar en las clases.
—Robert, si no empiezas a participar en clase, voy a tener que suspenderte. A este paso, nunca te darán el título.
Robert miró un momento al profesor, pero enseguida bajó la mirada.
—¿No tienes nada que decir?
Robert se encogió los hombros.
—No me importa.
—¿Qué quieres decir con eso de que no te importa?
El muchacho dio unos pasos hacia la puerta. Ben sabía que le molestaba que le hicieran preguntas.
—Robert.
El chico se paró, pero siguió sin mirarle.
—Tampoco iba a servirme de nada.
Ben no sabía qué decir. El caso de Robert no había por dónde cogerlo: era el hermano pequeño relegado a la sombra de su hermano mayor, que había sido la quintaesencia del alumno modélico y alumno popular del campus. En el instituto, Jeff Billings había sido lanzador de la liga; ahora estaba en la cantera de los Baltimore Orioles y estudiaba medicina cuando el equipo no jugaba. En el colegio, había sido un alumno de excelentes que sobresalió en todo. Era el tipo de chico que ni el propio Ben habría aguantado en su época de instituto.