Authors: Morton Rhue
Algo inquietaba a Ben Ross. No estaba muy seguro de lo que era, pero las preguntas que le habían planteado los chicos de la clase de historia después de ver la película le tenían intrigado. No acababa de entenderlo. ¿Por qué no había sabido dar una respuesta adecuada? ¿Tan inexplicable fue el comportamiento de la mayoría de los alemanes durante el régimen nazi?
Esa tarde, antes de salir del instituto, Ross entró en la biblioteca y cogió un montón de libros. Christy, su mujer, iba a jugar a tenis con unos amigos y sabía que dispondría de un buen rato para pensar sin que nadie le interrumpiera. Ahora, algunas horas más tarde, y después de haber consultado varios libros, Ben sospechaba que no iba a encontrar la respuesta escrita en ningún sitio. No lo acababa de entender.
¿Sería algo que los historiadores sabían que no podía explicarse con palabras? ¿Algo que sólo podía entenderse si se había vivido?, ¿o recreando, en caso de que fuera posible, una situación similar?
La idea le inquietaba. Supongamos, pensó, que durante una clase, o quizá dos, hiciera un experimento. Sólo para explicar a sus alumnos lo que podía haber sido la vida en la Alemania nazi con una muestra, una experiencia. Si encontraba la forma de hacerlo, de llevar a cabo el experimento, estaba seguro de que a los chicos iba a impresionarles mucho más que una respuesta sacada de un libro. Valía la pena intentarlo.
Esa noche, Christy Ross no volvió a casa hasta pasadas las once. Había estado jugando al tenis y luego había ido a cenar con una amiga. Al llegar, encontró a su marido sentado en la mesa de la cocina, rodeado de libros.
—¿Estás haciendo los deberes?
—En cierto sentido, sí —contestó Ben Ross, sin levantar la cabeza.
Encima de uno de los libros, Christy vio un vaso vacío y un plato en el que quedaban unas cuantas migas de lo que debía de haber sido un bocadillo.
—Bueno, por lo menos te has acordado de comer —dijo, cogiendo el plato y poniéndolo en el fregadero.
Su marido no contestó. Seguía con las narices metidas en el libro.
—Apuesto a que te mueres de curiosidad por saber cómo he ganado a Betty Lewis esta noche —dijo Christy para tomarle el pelo.
—¿Qué? —preguntó Ben, levantando la cabeza.
—He dicho que esta noche he ganado a Betty Lewis —repitió Christy.
Su marido le miró con una expresión vacía y ella se echó a reír.
—Betty Lewis. ¿Sabes a quién me refiero? Betty Lewis, a quien nunca he podido ganar más de dos juegos en un set. Pues hoy le he ganado. En dos sets: seis a cuatro y siete a cinco.
—Vaya, muy bien —dijo Ben con aire distraído, y volviendo al libro para empezar a leer de nuevo.
Cualquier otra persona se habría ofendido por su aparente grosería, pero Christy no. Sabía que Ben era de los que se entusiasmaban con las cosas. No sólo se entusiasmaba, sino que llegaba a obsesionarse hasta tal punto que se olvidaba de que el resto del mundo existía. Christy aún recordaba la temporada en la que le dio por los indios americanos en su curso de posgrado. Durante varios meses estuvo tan enfrascado con los indios que se olvidó de todo lo demás. Los fines de semana iba a visitar las reservas indias o se pasaba horas enteras buscando libros viejos en alguna biblioteca polvorienta. ¡Incluso empezó a invitar a indios a cenar a casa! ¡Y a ponerse mocasines de piel de ciervo! Algunos días, cuando se levantaba por la mañana, Christy pensaba que se lo encontraría maquillado con pinturas de guerra.
Pero Ben era así. Un verano, le enseñó a jugar al bridge y, al cabo de un mes, no sólo era ya mejor jugador que ella, sino que la volvía loca, porque se empeñaba en que estuvieran jugando todo el día. No se quedó tranquilo hasta que ganó un torneo local y se quedó sin competidores dignos de su categoría. El entusiasmo con que se embarcaba en cada nueva aventura era tal que casi daba miedo.
Christy miró los libros desparramados por la mesa de la cocina y suspiró.
—¿De qué se trata ahora? ¿Otra vez los indios? ¿Astronomía? ¿Las características de la conducta de las orcas?
Al ver que su marido no contestaba, cogió algunos libros:
El ascenso y la caída del Tercer Reich, La juventud de Hitler
. Frunció el ceño.
—¿Pero qué estás haciendo? ¿Quieres licenciarte en dictaduras?
—No tiene gracia —murmuró Ben, sin levantar la vista.
—Tienes razón —reconoció ella.
Ben Ross se recostó en la silla y miró a su esposa.
—Hoy, un alumno me ha hecho una pregunta que no he podido contestar.
—¿Y qué tiene de peculiar eso? —preguntó Christy.
—Es que no creo haber visto la respuesta escrita en ningún sitio. Es posible que sea una respuesta que tengan que aprender por sí mismos.
—Bueno, ya veo la noche que te espera. Pero acuérdate de que mañana tienes que estar despierto para pasarte un día entero dando clase.
—Ya lo sé, ya lo sé —respondió su marido, asintiendo.
Christy Ross se inclinó para darle un beso en la frente.
—Trata de no despertarme.
Si
es que finalmente te acuestas.
Al día siguiente, los alumnos entraron en clase con calma, como de costumbre. Algunos se sentaron; otros se quedaron de pie charlando. Robert Billings estaba en la ventana, haciendo nudos en las cuerdas de las persianas. Mientras tanto, Brad, su incesante atormentador, pasó por detrás y le dio un golpecito en la espalda para engancharle un papelito en la camiseta que decía: «Dame una patada».
Parecía un día típico de clase de historia hasta que los alumnos se dieron cuenta de que su profesor había escrito en mayúsculas en la pizarra:
«FUERZA MEDIANTE DISCIPLINA»
—¿Qué quiere decir esto? —preguntó alguien.
—Os lo diré cuando os hayáis sentado todos —respondió Ben Ross.
Cuando todos los chicos se sentaron, la clase comenzó.
—Hoy hablaré de disciplina.
Se oyó un suspiro generalizado en el aula. Ya se sabía que las clases de algunos profesores eran pesadas, pero casi todos los alumnos consideraban que la de historia de Ross era bastante buena, lo cual significaba que no hablaba de cosas estúpidas como la disciplina.
—Un momento —dijo Ben—. Antes de opinar, dejadme continuar. Esto puede que os interese.
—Seguro... —intervino alguien.
—Pues sí, seguro. Bien, cuando hablo de disciplina, estoy hablando de poder —explicó el profesor, cerrando el puño para dar más énfasis—. Y estoy hablando de éxito. El éxito mediante la disciplina. ¿Hay alguien aquí a quien no le interesen el poder y el éxito?
—Probablemente a Robert —dijo Brad.
Unos cuantos chicos se rieron en voz baja.
—A ver. David, Brian y Eric, vosotros jugáis a fútbol americano. Ya sabéis que para ganar hace falta disciplina.
—Debe de ser por eso que no hemos ganado ni un partido en dos años —observó Eric, mientras toda la clase se echaba a reír.
El profesor necesitó un momento para calmarlos.
—Escuchad —dijo, señalando a una chica, pelirroja y guapa, que parecía estar más bien sentada que los que había a su alrededor—. Andrea, tú eres bailarina. ¿No necesitan las bailarinas muchas horas de entrenamiento para desarrollar sus habilidades?
La chica dijo que sí y Ross se dirigió al resto de la clase.
—Pues lo mismo pasa con todas las artes. La pintura, la literatura, la música... Todas ellas exigen años de trabajo y disciplina para llegar a dominarlas. Trabajo duro, disciplina y control.
—¿Y qué? —preguntó un alumno, recostado en su silla.
—¿Y qué? Pues ahora os lo explico. Supongamos que puedo demostraros que es posible crear poder mediante la disciplina. Supongamos también que podemos hacerlo aquí mismo, en esta clase. ¿Qué diríais al respecto?
Ross esperaba que alguien saliera con otra broma, pero se sorprendió al ver que nadie decía nada. Los chicos empezaban a interesarse y a sentir curiosidad. Ben cogió la silla de madera que tenía detrás de su mesa y la puso delante para que todos los alumnos pudieran verla.
—Muy bien —continuó—. La disciplina empieza por la postura. Amy, ven aquí un momento.
—La consentida del profesor... —refunfuñó Brian, cuando Amy se levantó.
Lo normal habría sido que toda la clase soltara una carcajada, pero sólo se oyeron algunas risitas. Los demás le hicieron caso omiso. Todos estaban pendientes de ver qué se proponía el profesor.
Mientras Amy se sentaba en la silla delante de la clase, Ben empezó a darle instrucciones sobre cómo hacerlo.
—Pon las manos en la región lumbar y mantén recta la columna vertebral. Eso es. ¿Verdad que respiras mejor?
Muchos de los alumnos imitaron la posición de Amy. Aunque algunos estaban mejor sentados, no podían evitar encontrarlo bastante cómico. Entonces fue David quien intentó hacer otra broma.
—¿Estamos en clase de historia o me he equivocado y me he metido en la de educación física?
Unos cuantos chicos se rieron, pero no dejaron de intentar mejorar su postura.
—Vamos, David —insistió Ben—. Inténtalo. Ya hemos oído suficientes bromitas.
David, refunfuñando, se colocó erguido en la silla. Mientras tanto, el profesor había empezado a ir de un lado a otro, para comprobar la postura de cada alumno. Ross estaba asombrado. Había conseguido despertar su interés. ¡Hasta el del propio Robert!
—Chicos —anunció Ben—. Quiero que todos os fijéis en que las piernas de Robert están paralelas. Tiene los tobillos juntos y las rodillas dobladas en un ángulo de noventa grados. Fijaos lo recta que tiene la espalda. La barbilla hacia adentro y la cabeza erguida. Muy bien, Robert.
Robert, el negado de la clase, miró a su profesor, sonrió un poco y volvió a quedarse tieso como un palo. Los demás alumnos intentaron imitarle.
Ben volvió a colocarse delante de la clase.
—Muy bien. Ahora quiero que os levantéis y empecéis a dar vueltas por la clase. Cuando yo dé la orden, quiero que todos volváis a vuestros sitios lo más deprisa posible y que os sentéis de forma correcta. Venga, todos arriba. Vamos, vamos.
Los chicos se levantaron y empezaron a dar vueltas por la clase. Ben sabía que aquello no podía prolongarse, porque dejarían de concentrarse en el ejercicio.
—¡Volved a vuestros sitios! —exclamó de pronto.
Los alumnos se lanzaron a sus sitios. Hubo algunos empujones y protestas al chocar unos contra otros, y se escucharon algunas risas, pero el ruido dominante fue el de las patas de las sillas mientras los chicos se sentaban.
Enfrente de la clase, Ben movió la cabeza.
—Ha sido el ejercicio más desorganizado que he visto en mi vida. Esto no es un juego; es un experimento sobre el movimiento y la postura. Venga, vamos a intentarlo otra vez. Y ahora sin hablar. Cuanto más rápidos seáis y más concentrados estéis, antes y mejor podréis sentaros. ¿De acuerdo? ¡Venga, todos arriba!
Durante los veinte minutos siguientes, la clase hizo prácticas de levantarse, dar una vuelta en aparente desorganización y luego, al oír la orden de su profesor, volver a sus sitios rápidamente y sentarse con la postura correcta. Ben daba las órdenes a voces, más como un sargento a sus reclutas que como un profesor. Cuando ya parecían dominar bien el ejercicio de sentarse rápido y correctamente, añadió una variación. Consistía en levantarse y volver a los asientos, pero esta vez lo harían desde el pasillo y Ben iba a cronometrar el tiempo.
En el primer intento, necesitaron cuarenta y ocho segundos. La segunda vez, lo hicieron en medio minuto. Antes de intentarlo la tercera vez, a David se le ocurrió una idea.