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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (32 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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—Si estuviéramos en verano —prosiguió—, y lamento por usted que no sea así, porque no podrá ver este lugar en su apogeo, los pájaros casi le impedirían oír lo que dice. Como somos gente práctica, no consentimos que nadie los espante; y los pájaros, como también son gente práctica, acuden a nosotros en bandada. Celebramos verlo, Clennam (si me lo permite, prescindiré del «señor»); le aseguro con toda sinceridad que lo celebramos.

—No me habían dispensado una acogida tan agradable —contestó el visitante, pero entonces recordó lo que la pequeña Dorrit le había dicho al llegar a su habitación, y añadió fielmente—, si exceptuamos una sola ocasión, desde nuestros paseos contemplando el Mediterráneo.

—¡Oh! —dijo el señor Meagles—. Allá sí que estábamos vigilados, ¿verdad? No abogo por un gobierno militar, pero a veces, en este barrio, echo de menos un poco de ese
allez
y de ese
marchez
. Éste sigue siendo un sitio endiablado.

Después de cantar las alabanzas sobre el carácter retirado de su refugio con un dubitativo movimiento de cabeza, los hizo pasar a la casa. Era grande aunque no sobrara espacio, tan bonita por dentro como por fuera, muy bien arreglada y cómoda. Ciertas huellas de las costumbres migratorias de los habitantes se observaban en los marcos, en los muebles y en las colgaduras enrolladas, aunque no costaba apreciar que uno de los caprichos del señor Meagles consistía en tener siempre la casa, cuando no estaban, como si fueran a volver al cabo de dos días. De los recuerdos de sus diversas expediciones se veía tan amplia variedad que aquello parecía la morada de un afable corsario. Había antigüedades de la Italia central, fabricadas por los mejores establecimientos modernos de ese ramo de la industria; fragmentos de momias de Egipto (y quizá de Birmingham); maquetas de góndolas venecianas; maquetas de pueblos suizos; teselas sueltas de mosaicos de Pompeya y Herculano, que parecían carne de ternera picada y petrificada; cenizas provenientes de tumbas y lava procedente del Vesubio; abanicos españoles; sombreros de paja de La Spezia; babuchas de Marruecos; horquillas toscanas; esculturas de Carrara; pañuelos del Trastevere; terciopelo y filigrana de Génova; coral napolitano; camafeos romanos; joyas ginebrinas; lámparas árabes; rosarios bendecidos por el Papa en persona; y un sinfín de cachivaches. Había vistas, acertadas y no acertadas, de multitud de parajes; y también una salita con unos cuadros pegajosos consagrados a los santos de siempre, con tendones que parecían tralla, un cabello que parecía el de Neptuno, arrugas que parecían tatuajes y tales capas de barniz que tan sacros personajes hacían las veces de atrapamoscas, convertidos en lo que actualmente se conoce como insecticida. El señor Meagles habló de esas adquisiciones pictóricas con su tono habitual. Afirmó que su único criterio era aquello que le gustaba; las había comprado a un precio regalado, y a la gente le habían parecido bastante buenas. Un hombre, que en cualquier caso debía saber algo sobre la materia, había declarado que
Sabio leyendo
(un anciano caballero especialmente pringoso envuelto en una manta, con una barba semejante a una estola de lana suave y una telaraña de grietas por toda la piel que recordaba a la gruesa corteza de un bizcocho) era un magnífico
guercino
; en cuanto a ese otro cuadro de Sebastián del Piombo, que lo juzgara él mismo: si en él no se veía el estilo de la última etapa, entonces: ¿quién lo había pintado? Quizá Tiziano, o no; cabía la posibilidad de que sólo lo hubiera retocado. Daniel Doyce comentó que a lo mejor no lo había retocado, pero el señor Meagles prefirió hacer oídos sordos a esa observación.

Después de exhibir todos sus tesoros, el anfitrión los acompañó a su acogedora habitación, que daba al jardín y que estaba por un lado amueblada como un vestidor y por otro como una oficina, y en la cual, en una especie de mostrador, reposaban una balanza de latón para pesar oro y una palita para recoger monedas.

—Guardo estos objetos aquí —explicó— porque pasé con ellos treinta y cinco años, cuando tenía tan pocas ganas de andar por ahí zascandileando como tengo ahora de quedarme en casa. Al marcharme del banco definitivamente pedí llevármelos y me los traje. Se lo aclaro de inmediato, no vayan a pensar que me paso el día en esta contaduría (como dice Tesoro), calculando cuánto dinero tengo, como si fuera el rey del poema de los veinticuatro mirlos.

Clennam se fijó en un cuadro de la pared, de estilo naturalista, en el que aparecían dos niñas muy guapas con los brazos entrelazados.

—Sí, Clennam —confirmó el señor Meagles—. Son ellas. Fue pintado hace unos diecisiete años. Como le suelo decir a madre, en esa época eran unas criaturas.

—¿Cómo se llaman?

—¡Ah, claro! Usted sólo conoce el apodo de Tesoro. Tesoro se llama Minnie; su hermana, Lillie.

—¿A que no sabe usted, señor Clennam, que una de esas niñas soy yo? —preguntó Tesoro, que había aparecido en la puerta.

—Yo habría pensado que las dos eran usted, dado lo mucho que se le parecen. De hecho —añadió Clennam, primero mirando al bello original, luego al cuadro y de nuevo al modelo—, ni siquiera ahora podría decir cuál de las dos es usted.

—¿Has oído, madre? —exclamó el señor Meagles dirigiéndose a su mujer, que había seguido a la hija—. Siempre sucede lo mismo, Clennam: nadie las distingue. Tesoro es la de la izquierda.

El cuadro estaba cerca de un espejo. Al volver a contemplarlo, Arthur vio, en el reflejo del espejo, que Tattycoram se detenía al pasar por delante de la puerta, que escuchaba lo que se decía y que proseguía su camino con un gesto de rabia y desprecio que transformaba su belleza en fealdad.

—¡Síganme! —dijo el señor Meagles—. Han caminado mucho y querrán quitarse las botas. Aunque supongo que Daniel se negará a quitarse las suyas a menos que le demos un sacabotas.

—¿Y por qué no? —inquirió Doyce, dirigiendo a Clennam una sonrisa de complicidad.

—¡Oh! Usted ya tiene tantísimas cosas en que pensar… —replicó el señor Meagles mientras le daba una palmada en el hombro, como si fuera una persona tan débil que no se la podía dejar sola en ningún momento—. En números, ruedas, dientes de ruedas, palancas, tuercas, cilindros y mil cosas más.

—En mi vocación —replicó Doyce, divertido— lo grande normalmente incluye lo pequeño. Pero ¡no pasa nada! Yo siempre me conformo con lo que usted decida.

Clennam no podría dejar de pensar, cuando se acomodó junto al fuego, que quizá hubiera en el interior del sincero, afectuoso y cordial señor Meagles una porción microscópica de la semilla de mostaza que había brotado en el gran árbol del Negociado de Circunloquios. Su curioso sentimiento de superioridad general respecto a Daniel Doyce, que no parecía inspirarse en un rasgo particular del carácter de este último, sino más bien en el simple hecho de que era inventor y una persona poco convencional, le sugería esa idea. Podría haber estado ocupado con eso hasta la hora de la cena, una hora después, si no hubiera tenido otra cuestión que ponderar, a la que llevaba dando vueltas desde los días de cuarentena en Marsella, a la que ahora regresó y que le urgía considerar. La cuestión, nada más y nada menos, era la siguiente: ¿podía permitirse enamorarse de Tesoro?

La doblaba en edad. (Descruzó la pierna que tenía encima de la otra y volvió a efectuar el cálculo, pero no consiguió que el resultado arrojara una cifra menor). La doblaba en edad. ¿Y qué? Era joven de aspecto, joven de salud y joven de espíritu. Indudablemente, un hombre de cuarenta años no era viejo, y muchos no gozaban de las condiciones necesarias para casarse, o no se casaban, hasta que llegaban a esa edad. Por otro lado, la cuestión no estaba en lo que él pensaba de ese asunto, sino en lo que pensaba ella.

Creía que el señor Meagles estaba dispuesto a mirarlo con buenos ojos, y sabía que tanto él como su mujer le inspiraban un sincero afecto. Imaginaba que entregar a un marido a su preciosa y única hija, a la que tanto querían, constituiría una prueba de amor que quizá hasta entonces no hubieran tenido la entereza necesaria para sopesar. No obstante, cuanto más hermosa y más irresistible y más encantadora se mostraba ella, más se acercaban ellos a la necesidad de pensar en eso. ¿Y por qué iban a elegir a otro antes que a él?

Llegado a ese punto, volvió a decirse que la cuestión no era lo que opinaran ellos, sino lo que opinara ella.

Arthur Clennam era un hombre apocado y se encontraba muchos defectos; exageraba tanto las virtudes de la hermosa Minnie y depreciaba tanto las suyas que, en sus cavilaciones, empezó a perder toda esperanza. Llegó a la conclusión final, mientras se preparaba para la cena, de que no podía permitirse enamorarse de Tesoro.

Sólo fueron cinco en torno a una mesa redonda; la velada resultó enormemente agradable. Tenían tantos lugares y personas que recordar, y todos se sentían tan cómodos y alegres (Daniel Doyce ocupaba con facilidad la entretenida posición de un espectador de una partida de cartas, o bien intervenía contando anécdotas ingeniosas que le habían ocurrido a él, cuando venían al caso) que podrían haberse reunido veinte veces sin cansarse los unos de los otros.

—¿Y a la señorita Wade —preguntó el señor Meagles después de que ya se hubieran acordado de otros compañeros de viaje—, alguien la ha visto?

—Yo sí —dijo Tattycoram.

Ésta había traído un chal que su joven señora le había pedido y estaba agachada detrás de ella, colocándoselo, cuando levantó los ojos oscuros y respondió de esa forma inesperada.

—¡Tatty! —exclamó la joven señora—. ¿Has visto a la señorita Wade? ¿Dónde?

—Aquí.

—¿Cómo?

A Clennam le pareció que la mirada impaciente de Tattycoram respondía: «¡Con los ojos!». Pero sus únicas palabras fueron:

—Me encontré con ella cerca de la iglesia.

—Pues no sé qué haría por allí —comentó el señor Meagles—. No creo que fuera a un servicio religioso.

—Me había escrito antes —anunció Tattycoram.

—¡Ay, Tatty! —farfulló su señora—. Quítame las manos de encima. ¡Tengo la impresión de que me está tocando otra persona!

Lo dijo de forma rápida e involuntaria, medio en broma, sin mostrar más petulancia o más grosería que las que habría mostrado una niña mimada antes de echarse a reír. Tattycoram apretó los labios rojos y carnosos y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Señor, ¿quiere saber —inquirió mirando al señor Meagles— qué me contaba en esa carta?

—Bueno, Tattycoram —respondió él—, ya que me lo preguntas y siendo aquí todos amigos, quizá podrías decírnoslo si no ves inconveniente.

—Mientras estábamos de viaje ella se enteró de dónde vivía usted —dijo la muchacha—, y había visto que yo no estaba muy… muy…

—¿Que no estabas de muy buen humor? —propuso el señor Meagles, moviendo la cabeza con un gesto de suave advertencia dirigido a esos ojos oscuros—. No te precipites… cuenta hasta veinticinco.

Ella volvió a apretar los labios y respiró profundamente.

—Me escribió para decirme que, si en alguna ocasión creía que se me había ofendido —dijo mirando a su joven señora— o me sentía angustiada —la volvió a mirar—, podía acudir a ella y me trataría con consideración. Debía reflexionar; podía encontrarme con ella al lado de la iglesia. Fui a darle las gracias.

—Tatty —dijo Tesoro, apoyando la mano en su hombro para que pudiera cogérsela—, la señorita Wade casi me dio miedo cuando nos despedimos de ella, y no me gusta imaginar que ha estado muy cerca de mí sin que yo lo sepa. ¡Tatty, querida!

Ésta se quedó inmóvil un instante.

—¡Eh! —gritó el señor Meagles—. Vuelve a contar hasta veinticinco, Tattycoram.

Apenas le habría dado tiempo a contar hasta doce cuando se agachó y posó los labios sobre la mano que le acariciaba la mejilla, rozando los preciosos rizos de Tesoro; después, Tattycoram se marchó.

—Vaya, vaya —observó el señor Meagles en voz baja mientras daba la vuelta a la mesita con ruedas que tenía a la derecha para acercarse el azúcar—. He aquí una muchacha que podría perderse y corromperse si no viviera rodeada de gente práctica. Madre y yo sabemos, por lo prácticos que somos, que a veces se apodera de ella un gran resentimiento por lo unidos que estamos a Tesoro. Ella no ha estado nunca unida a un padre y una madre, la pobre criatura. No quiero ni imaginar lo que esa desventurada muchacha, con tanta pasión y rebeldía en su interior, debe de sentir cuando escucha el quinto mandamiento los domingos. Yo siempre intento decirle: acuérdate de la iglesia y cuenta hasta veinticinco, Tattycoram.

El servicio de mesa lo completaban dos criadas de rostros rubicundos y ojos brillantes, que constituían una parte muy ornamental de la decoración.

—¿Y por qué no? —preguntó el señor Meagles, en referencia a esa decoración—. Como siempre le digo a madre: si tenemos que contemplar algo, mejor que sea hermoso, ¿verdad?

Una tal señora Tickit, cocinera y ama de llaves cuando la familia estaba en casa, y sólo ama de llaves cuando se hallaba ausente, completaba el servicio. El señor Meagles lamentaba que la naturaleza de las obligaciones a las que la señora Tickit debía atender impidiera que hiciera acto de presencia en ese momento, pero esperaba que el nuevo invitado la conociese al día siguiente. Afirmó que era una parte importante de la casa y que todos sus amigos la conocían. La retratada en el cuadro de la esquina era ella. Cuando se marchaban, esta señora siempre se ponía el vestido de seda y se hacía el flequillo de rizos negros como el azabache que se veían en el retrato (en la cocina tenía el cabello entre pelirrojo y canoso), se plantaba en la sala del desayuno, dejaba las gafas entre dos páginas concretas de la
Medicina doméstica
del doctor Buchan
[16]
, y se pasaba todo el día mirando los postigos hasta que ellos volvían. Al parecer, no había modo de convencer a la señora Tickit de que abandonara su puesto delante de los postigos por larga que fuera la ausencia, ni de que renunciara a la asistencia del doctor Buchan, aunque el señor Meagles daba a entender implícitamente que la mujer no había consultado ni una sola de las palabras del docto médico en toda su vida.

Esa noche echaron unas partidas de un juego pasado de moda y Tesoro se sentó detrás de su padre para mirarle las cartas, y también se dedicó, a ratos, a cantar para sus adentros delante del piano. Era una niña mimada, como no podía ser de otro modo. ¿Quién podía tratar a una criatura tan hermosa y tan flexible y no acabar cogiéndole cariño? ¿Quién podía pasar una velada en esa casa sin quererla por la elegancia y el encanto que su presencia imprimía a la estancia? Tales fueron las reflexiones de Clennam, a pesar de la conclusión definitiva a la que había llegado en el piso de arriba.

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