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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (35 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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El joven John era bajo, de piernas débiles y un cabello rubio debilísimo. Uno de sus ojos (quizá aquel con el que espiaba por la cerradura) también era débil y parecía más grande que el otro, como si no pudiera cerrarse. Además, el joven John era delicado. Pero de gran corazón. De temperamento poético, expresivo, leal.

Aunque demasiado humilde delante de la dueña de su corazón para mostrarse apasionado, John había estudiado al objeto de su cariño con todas sus luces y sus sombras. Después de obtener un resultado ventajoso, había vislumbrado, sin exagerar, una situación muy apropiada. Imaginemos que la cosa prosperaba y que ellos se casaban. Ella, la hija del Padre de Marshalsea; él, hijo del carcelero. Era conveniente. Imaginemos que él se convertía en carcelero residente. Ella pasaría a ocupar oficialmente la habitación que había alquilado tanto tiempo. Era algo magnífico y conveniente. Desde allí se veía la pared si uno se ponía de puntillas; con un enrejado por el que treparan unas judías pintas y un canario, o algo así, podría convertirse en todo un cenador. La idea era encantadora. Después, como sólo se tendrían el uno al otro, hasta la cerradura rezumaría una conveniente elegancia. El mundo no pasaría de las puertas cerradas (excepto la parte de éste que quedara en el interior); sólo conocerían el tráfago y el alboroto por los comentarios, de las descripciones de los peregrinos que se entretuviesen un rato con ellos antes de dirigirse al Altar de los Insolventes; tendrían el cenador arriba y sus dependencias debajo; navegarían por el río del tiempo en una felicidad doméstica y pastoral. John hijo se secó unas lágrimas al concluir la estampa con una lápida en el cementerio de al lado de la cárcel, en la que se leería la siguiente y conmovedora inscripción: «En memoria de JOHN CHIVERY, carcelero durante sesenta años, carcelero principal durante cincuenta, de la vecina prisión de Marshalsea, que pasó a mejor vida entre la admiración universal, el 31 de diciembre de 1886, a los ochenta y tres años. También en memoria de su amada y devota mujer, AMY, cuyo apellido de soltera era DORRIT, que no lo sobrevivió ni cuarenta y ocho horas, y que exhaló su último suspiro en la ya mencionada cárcel de Marshalsea. En ella nació, en ella vivió, en ella murió».

Los padres de Chivery no desconocían los sentimientos del hijo; estos sentimientos lo habían sumido excepcionalmente en un estado de ánimo que lo había llevado a responder a los clientes de forma irascible, y a perjudicar el negocio; pero los padres también habían vislumbrado las conclusiones más halagüeñas de tal afecto. La señora Chivery, una mujer prudente, había señalado a su marido que las posibilidades de John de obtener el puesto de carcelero se verían indudablemente reforzadas si se casaba con la señorita Dorrit, que también tenía ciertos derechos dentro de la prisión, donde era muy respetada. La señora Chivery había señalado a su marido que, por un lado, su John gozaba de una buena situación y de un puesto de responsabilidad, pero la señorita Dorrit, por otro lado, tenía una familia; y era su opinión (la de la señora Chivery) que con dos mitades se conseguía el todo. También, hablando como madre y no como diplomática, señaló a su marido, en otro orden de cosas, que su John nunca había sido fuerte, que el amor que sentía ya le había causado suficientes inquietudes y preocupaciones sin necesidad de cometer ningún disparate, y quién sabe si no lo cometería en caso de enfadarse. Estos argumentos habían obrado un efecto tan grande en el ánimo del señor Chivery, hombre de pocas palabras, que algunos domingos por la mañana le había dado a su muchacho lo que él llamaba un «toque de la suerte», con el que consideraba que atraía sobre él la buena fortuna, a fin de que, el día en que declarase su amor, saliera victorioso. Pero el joven John nunca había hecho acopio del valor necesario para declararse, y era fundamentalmente en esas ocasiones cuando volvía alterado al estanco y se ponía desagradable con los clientes.

En esta cuestión, como en todas las demás, la pequeña Dorrit fue la última persona a la que se tuvo en cuenta. Su hermano y su hermana estaban al corriente de la situación, y consiguieron cierta preeminencia utilizando la situación como una percha en la que exhibir esa vieja y tristemente desgastada ficción sobre la alta alcurnia de su familia. Su hermana hacía gala de semejante alcurnia mofándose del pobre chico cuando éste deambulaba por la cárcel intentando atisbar a su amada. Tip, por su parte, manifestaba la alcurnia familiar, y la suya propia, adoptando el papel del hermano aristocrático, dedicándose a pasearse altivamente por el pequeño campo donde los muchachos jugaban a los bolos y fingiendo que agarraba algo por el pescuezo, para indicar la amenazadora posibilidad de que un caballero desconocido matara un cachorrito no mencionado. No eran los únicos miembros de la familia Dorrit que sacaron provecho de la situación. No, no. Aparentemente, el Padre de Marshalsea no sabía nada, como no podía ser de otro modo: su honor no podía rebajarse hasta tal punto. Pero los domingos aceptaba los habanos, y le alegraba que se los dieran; a veces incluso accedía a pasear por el patio con el donante (en esa época henchido de orgullo y esperanza), y a fumarse uno con gran benevolencia a su lado. Con la misma prontitud y condescendencia recibía las atenciones del señor Chivery, que siempre le cedía la butaca y el periódico cuando estaba de servicio y él aparecía en la portería; incluso le había dicho que si en algún momento, después del ocaso, quería salir al patio delantero y mirar la calle, nada se lo impediría. Si no se sirvió de esta última deferencia fue porque había dejado de interesarle; pero aceptaba en cambio todos los demás favores, y a veces decía: «Chivery es un hombre educadísimo, muy atento y muy respetuoso. El hijo también; comprende perfectamente la posición que ocupo aquí. Los Chivery constituyen una familia de conducta intachable, de eso no cabe duda. Se portan muy bien, y eso me complace».

Entre tanto, el joven y devoto John reverenciaba a los Dorrit. Jamás osó poner en duda sus pretensiones, y se creía todas las deplorables supercherías a las que se entregaban. Respecto a las ofensas que le infligía el hermano de Amy, le habría parecido, aunque su carácter no hubiera sido naturalmente pacífico, que criticar verbalmente o agredir físicamente al sagrado caballero habría sido un sacrilegio. Lamentaba que el noble espíritu del hermano se sintiera deshonrado con tanta facilidad, pero le parecía que eso no era incompatible con su nobleza, e intentaba aplacar y contentar a esa alma gallarda. Al padre, un caballero desventurado, un caballero de gran refinamiento y modales corteses, que siempre era paciente con él, lo respetaba profundamente. A la hermana la consideraba algo vanidosa y orgullosa, aunque también la veía como una joven dama de infinitos méritos incapaz de olvidar el pasado. Era un reflejo instintivo de la valía de la pequeña Dorrit, y algo que la distinguía de los demás, que el pobre muchacho la honrara y la quisiera sencillamente por ser como era.

El estanco de la esquina de Horsemonger Lane estaba en un edificio rústico de dos pisos que se beneficiaba del aire de los patios de la vecina cárcel de Horsemonger Lane, y que tenía la ventaja de que desde él se podía dar un tranquilo paseo delante del muro de esa agradable institución. La tienda era modesta y no necesitaba un cartel de gran tamaño, pero había uno pequeño, colgado de la jamba, que parecía un querubín caído que hubiera creído necesario ataviarse con una falda escocesa
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Por la puerta así decorada salió John hijo un domingo, después de darse prisa en terminar la comida preparada en el horno, con el fin de cumplir con el habitual recado de los domingos; no salía con las manos vacías: llevaba los habanos que regalaba habitualmente. Iba muy bien vestido con una chaqueta de color ciruela y un cuello de terciopelo del máximo tamaño que su cuerpo podía aguantar; un chaleco de seda adornado con espigas doradas; un sencillo pañuelo atado al cuello, muy en boga aquellos días, en el que se habían representado unos faisanes de color lila sobre un terreno ocre; pantalones con tantas franjas laterales que cada pierna parecía un laúd de tres cuerdas; y un sombrero imponente, muy alto y muy duro. Cuando la prudente señora Chivery se percató de que, además de semejantes galas, John había cogido un par de guantes de cabritillo y un bastón que recordaba a un poste, coronado por un mango de marfil que le indicaba el camino que debía seguir, y lo vio doblar la esquina, a la derecha, en perfecto estado de revista, le comentó al señor Chivery, que se hallaba en casa en ese momento, que creía saber lo que se avecinaba.

Los reclusos recibían un elevado número de visitas esa tarde de domingo, y el Padre de Marshalsea se había quedado en su habitación para atender a los huéspedes. Después de recorrer el patio, el pretendiente de la pequeña Dorrit subió las escaleras con gran premura y llamó a la puerta del padre.

—¡Pase, pase! —respondió una gentil voz. La del padre de ella, el Padre de Marshalsea. Estaba sentado y llevaba el gorro negro de terciopelo; había dejado apresuradamente el periódico de un chelín en la mesa; habían colocado dos sillas. Todo estaba preparado para recibir a la corte—. ¡Ah, joven John! ¿Cómo está usted, cómo está usted?

—Muy bien, gracias, señor. Espero que usted también.

—Sí, John Chivery, sí. No me puedo quejar de nada.

—Señor, me he tomado la libertad de…

—¿Eh? —El Padre de Marshalsea siempre alzaba las cejas en ese momento, adoptaba un gesto afable y distraído, y sonreía absorto.

—Unos habanos, señor.

—¡Oh! —Excesivamente sorprendido, dadas las circunstancias—. Gracias, joven John, gracias. Aunque me temo que soy demasiado… ¿No? Está bien, no diré nada más. Déjelos en la repisa, por favor. Y siéntese, siéntese. Aquí está usted en su casa.

—Gracias, señor, desde luego que lo estoy. La señorita… —El joven John empezó a dar vueltas al enorme sombrero con la mano izquierda, como la rueda que gira lentamente en la jaula de un ratón—. ¿Se encuentra bien la señorita Amy, señor?

—Sí, John, sí, muy bien. Ha salido.

—No me diga, señor.

—Sí. Se ha marchado a dar un paseíto al aire libre. Mis chiquillos salen mucho. Aunque, con la edad que tienen, es normal.

—Desde luego. Así es, señor.

—Un paseíto. Un paseíto. Sí. —Tamborileó débilmente en la mesa con los dedos y dirigió la mirada a la ventana—. Amy ha salido a dar un paseo por el Puente de Hierro. Últimamente se ha aficionado mucho a ese puente, parece que es su sitio preferido para pasear. —Volvió a la conversación—. Su padre no está ahora de servicio, ¿verdad, John?

—No, señor, entra más tarde. —Otro giro del gran sombrero, y el muchacho dijo mientras se ponía en pie—: Me temo que debo despedirme de usted, señor.

—¿Ya? Adiós, John. No, no —añadió con la mayor de las condescendencias—, no hace falta que se quite el guante. Me puede estrechar la mano con él puesto. Aquí está usted como en su casa.

Muy satisfecho con la amabilidad con que había sido recibido, el joven bajó las escaleras. Mientras descendía se encontró con varios reclusos que acompañaban a visitantes que querían ser presentados; el señor Dorrit le dijo desde la barandilla, de forma especialmente audible:

—¡Le agradezco mucho el regalito, John!

El pretendiente de la pequeña Dorrit no tardó en dejar un penique en el platillo del Puente de Hierro, y accedió a él en busca de esa figura tan conocida y tan querida. Primero temió no encontrarla, pero, mientras cruzaba a la otra orilla, la vio muy quieta y contemplando el agua. Estaba ensimismada; se preguntó en qué pensaría. Desde allí se divisaba una gran cantidad de tejados y chimeneas, con menos humo que en los días laborables; también se divisaban los mástiles y los campanarios lejanos. Quizá pensara en ellos.

Ella caviló tanto tiempo y estaba tan abstraída que, aunque el pretendiente no le dijo nada durante un rato que le pareció larguísimo, y se marchó dos o tres veces para después volver, cada vez la encontraba inmóvil. Al final resolvió seguir caminando, fingir que se topaba con ella por casualidad y decirle algo. Todo estaba en silencio; debía hablar con ella entonces o callar para siempre.

Siguió andando; Amy no oyó los pasos hasta que casi la había alcanzado. Cuando él dijo: «¡Señorita Dorrit!», se sobresaltó y se apartó con una expresión asustada y cierto disgusto que al muchacho le causó una congoja indecible. Ella ya se había zafado de él muchas veces: en realidad, llevaba mucho tiempo haciéndolo. Se había dado la vuelta y se había marchado tan frecuentemente al ver que se le acercaba que el pobre John no podía pensar que fuera casual. Pero había confiado en que se debiera a la timidez, a un carácter apocado, a que ella ya supiera lo que él sentía, a cualquier cosa, pero no a la aversión. Ahora, esa mirada fugaz había dicho: «¡Precisamente tenías que ser tú! ¡La última persona a quien querría ver!».

Sólo había sido fugaz porque Amy en seguida se había contenido, añadiendo con su suave vocecita: «¡Oh, señor John! ¿Es usted?». Pero se daba cuenta de lo que había pasado, y él se daba cuenta de lo que había pasado; y se quedaron mirándose en un estado de confusión similar.

—Señorita Amy, me temo que la he asustado al dirigirle la palabra.

—Sí, bastante. Había… había venido aquí para estar sola, y creía estarlo.

—Me he tomado la libertad de acercarme porque el señor Dorrit me ha dicho de pasada, cuando lo he visitado hace un momentito, que usted…

Ella le causó una tristeza aún mayor al ocultar el rostro y musitar de pronto, con un tono desgarrador: «¡Ay, padre, padre!».

—Señorita Amy, espero no haberla inquietado hablándole del señor Dorrit. Le aseguro que lo he visto muy bien, de un ánimo excelente; me ha tratado con una amabilidad aún mayor que la habitual: tan amable ha sido que incluso me ha dicho que me sintiera como en mi casa, y ha sido enormemente atento conmigo.

Para indescriptible consternación del pretendiente, la pequeña Dorrit se llevó las manos al rostro y, meciendo el cuerpo, como poseída por un dolor muy intenso, murmuró:

—¡Ay, padre, padre, cómo has podido! ¡Querido padre, cómo has podido hacerlo!

El pobre tipo se quedó mirándola con gran compasión pero sin saber cómo tomarse su reacción, hasta que Amy se sacó el pañuelo, se tapó con él la cara, que aún tenía oculta, y se marchó rápidamente. Al principio él no se movió, pero después echó a correr detrás de ella.

—¡Señorita Amy, se lo ruego! Tenga la bondad de detenerse un momento. Señorita, si es necesario, seré yo el que se vaya. No soportaría pensar que la he obligado a marcharse de este modo.

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