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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (38 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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El padre le preguntó con aire protector si se sentía sola.

—Sí, padre.

—En ese caso, no dudes en volver, querida niña.

—No haré ruido, padre.

—No pienses en mí, querida niña —dijo él, dándole su total autorización—. No dudes en volver.

Parecía dormitar cuando Amy regresó y arregló el fuego con mucho cuidado para no despertarlo. Pero el anciano oyó algo y preguntó quién andaba por ahí.

—Sólo soy yo, Amy, padre.

—Amy, hija mía, ven aquí. Quiero decirte una cosa.

Se incorporó un poco en la cama baja mientas ella se arrodillaba a su lado para que sus caras estuvieran más juntas; el anciano puso una mano entre las de ella. En aquel momento, tanto el padre natural como el Padre de Marshalsea habían recuperado las fuerzas.

—Querida hija, has llevado una vida muy dura aquí dentro. Sin amigas, sin diversiones y con tanto trabajo, ¿verdad?

—No piense en eso, querido padre. Yo no lo pienso.

—Ya conoces mi posición, Amy. No he podido hacer mucho por ti; pero he hecho todo lo que he podido.

—Sí, querido padre —contestó ella, dándole un beso—. Lo sé, lo sé.

—Llevo aquí veintitrés años —dijo él con voz entrecortada no tanto por un sollozo como por un estremecimiento de satisfacción, estallido breve de la conciencia de su propia nobleza—. He hecho todo lo que podía hacer por mis hijos. Amy, querida mía, tú eres con mucho la que más quiero de los tres; siempre te he tenido más presente en mi pensamiento… y todo lo que haya hecho por tu bien, querida niña, lo he hecho libremente y sin protestar.

Sólo la sabiduría que posee la clave de todos los corazones y misterios puede saber en qué medida un hombre, especialmente un hombre derrotado como aquél, es capaz de sobreponerse. En el caso que nos ocupa, bastó con que se recostara con las pestañas húmedas, sereno, con gesto majestuoso, tras mostrar su vida de degradación como una especie de dote a la hija devota sobre la cual habían caído, como una losa, sus miserias y cuyo amor había impedido que siguiera degradándose.

Aquella hija no tenía dudas, no se hacía preguntas porque le bastaba con verlo rodeado de un halo. Hizo callar a su padre para que se durmiera y sus únicas palabras fueron pobrecito, querido mío, el más querido y tierno de todos los padres.

No lo dejó solo aquella noche. Como si ella misma le hubiera causado algún daño que sólo su ternura pudiera reparar, pasó la noche velándolo, y a veces lo besaba conteniendo el aliento y le susurraba alguna palabra cariñosa. En otras ocasiones se apartaba para no taparle el calor del fuego y, al contemplarlo mientras dormía profundamente, se preguntaba si no sería aquél su rostro cuando era feliz y próspero; tanto la había conmovido pensar que podría volver a tener ese aspecto en la más terrible de las ocasiones. Al pensar en ese momento final, se arrodilló de nuevo junto a la cama y rezó: «¡Perdónale la vida, Señor! ¡Sálvalo, hazlo por mí! ¡Apiádate de mi querido padre que tanto ha sufrido, tan desgraciado ha sido y tanto ha cambiado!».

Hasta que llegó la mañana para protegerlo y animarlo, no le dio el último beso y salió de la pequeña habitación. Cuando hubo bajado son sigilo las escaleras, cruzado el patio vacío y subido a su buhardilla, a la luz de la mañana se distinguían ya sobre el muro los tejados sin humo y las distantes colinas del campo. Cuando abrió con cuidado la ventana y miró hacia el este, sobre el patio de la cárcel, los pinchos que remataban el muro estaban ya manchados de rojo y, al poco, formaron un triste dibujo contra el sol cuando éste ascendió flameando por el cielo. Aquellos pinchos nunca le habían parecido tan agudos ni tan crueles, ni los barrotes tan pesados, ni la cárcel tan sombría y tan angosta. Amy imaginó el amanecer sobre el agua de los ríos, el amanecer sobre los grandes mares, el amanecer sobre hermosos paisajes, el amanecer sobre grandes bosques entre el despertar de los pájaros y el rumor de los árboles; y bajó los ojos hacia la tumba viviente sobre la que el sol se había alzado y en la que su padre llevaba encerrado veintitrés años, y exclamó, en un arranque de pena y compasión:

—¡No, no! ¡Nunca he visto su verdadero rostro!

Capítulo XX

Moverse en sociedad

Si el hijo de Chivery hubiera tenido la voluntad y el talento necesarios para escribir una sátira del orgullo familiar, no habría necesitado salir de la familia de su amada para vengarse con un ejemplo ilustrativo. Constituían un buen modelo el gallardo hermano y la melindrosa hermana, tan imbuidos de experiencias mezquinas y tan orgullosos de su linaje; tan dispuestos a mendigar o tomar prestado de los más pobres, a comerse el pan ajeno, a gastar el dinero ajeno, a beber de la copa ajena y romperla después. Si el joven John Chivery hubiera sido capaz de describir los sórdidos hechos de la vida de ambos y su tendencia a invocar el fantasma del origen aristocrático de la familia para amedrentar a sus benefactores, se habría convertido en un escritor satírico de primera.

Tip había empleado su libertad de modo prometedor haciéndose marcador de tantos de billar. Se había tomado tan pocas molestias en averiguar a quién debía su libertad que Clennam bien podría haberse evitado el esfuerzo de insistir al señor Plornish para que fuera discreto. Sin importarle demasiado quién le había hecho el favor, lo aceptó encantado, se limitó a expresar su agradecimiento y ahí acabó todo. Así salió a la calle sin dificultad y se convirtió en marcador de resultados de billar; y de vez en cuando aparecía por el pequeño campo de bolos de la cárcel vestido con una levita verde (de segunda mano), con un cuello resplandeciente y botones brillantes (nuevos) y se bebía la cerveza de los internos.

En el carácter inestable de este caballero sólo había un punto invariable: el respeto y la admiración por su hermana Amy. Este sentimiento nunca lo había llevado a ahorrarle la menor incomodidad ni a tomarse la menor molestia por ella; pero, aunque su afecto estaba marcado por el hedor de Marshalsea, lo cierto era que la quería. Ese mismo olor rancio a Marshalsea se percibía en la clara conciencia del joven de que Amy había sacrificado su vida por su padre, pero no de que hubiera hecho algo por él.

Esta narración no puede precisar en qué momento ese brioso joven y su hermana habían empezado a airear sistemáticamente el fantasma familiar para impresionar a los internos; probablemente, en el mismo momento en que empezaron a comer de la caridad del Internado. Pero lo cierto es que, cuanto más pobres y necesitados eran, más pomposo parecía el fantasma al salir de su tumba; y, cuanto más raída era la concurrencia, con más entusiasmo se aireaba el espantoso fantasma.

El lunes por la mañana a la pequeña Dorrit se le hizo tarde porque su padre durmió mucho y tuvo que prepararle el desayuno y asear la habitación. Sin embargo, no tenía que salir a trabajar y por ese motivo se quedó con él hasta que, con ayuda de Maggy, lo arregló bien y lo envió a dar el paseo matinal (de escasa distancia) hasta la taberna de la cárcel donde leía el periódico.

Entonces, aunque llevaba ya mucho rato deseándolo, se puso la capota y salió. Como de costumbre, se interrumpieron las conversaciones de la portería cuando la cruzó y un interno que había ingresado el sábado por la noche recibió el codazo de un veterano: «Mírala, es ella».

Amy quería ver a su hermana, pero al llegar a casa del señor Cripples se encontró con que se había ido con su tío al teatro donde estaban contratados. Como ya había pensado en esa posibilidad y había tomado la decisión de que, en tal caso, seguiría sus pasos, se encaminó hacia el teatro, que se encontraba en ese mismo lado del río y no muy lejos.

Amy sabía tan poco de las costumbres de los teatros como de minas de oro y, cuando le indicaron que se dirigiera a una puerta de aire furtivo, con aspecto de haber pasado la noche en vela y de estar tan avergonzada de sí misma que se escondía en un callejón, vaciló antes de acercarse; además, le acobardaba la presencia de media docena de caballeros bien afeitados con los sombreros colocados en extraños ángulos, que aguardaban ociosos ante la puerta con una actitud no muy distinta a la de los internos de Marshalsea. Tranquilizada por esta semejanza, les preguntó cómo podía encontrar a la señorita Dorrit y los hombres se apartaron para dejarla entrar en un oscuro vestíbulo —que le recordó una gran lámpara sombría y apagada—, desde el que oyó, a lo lejos, música y ruido de pies que bailaban. En un agujero de un rincón, como una araña, vigilaba un hombre tan necesitado de tomar el aire que parecía recubierto de moho azul; le dijo que enviaría recado a la señorita Dorrit con la primera señora o el primer caballero que pasara. La primera señora que pasó llevaba un rollo de música, medio metido en el manguito, medio fuera, e iba tan arrugada que habría sido una buena acción pasarle la plancha. Pero, como era bondadosa y dijo: «Venga conmigo, en seguida le encuentro a la señorita Dorrit», la hermana de la señorita Dorrit fue con ella. A cada paso que daba en la oscuridad, se acercaba a la música y al ruido de pies que bailaban.

Finalmente llegaron a un laberinto de polvo en el que un gran número de personas tropezaban unas con otras y donde había tal confusión de siluetas de vigas, mamparas, muros de ladrillo, cuerdas y rodillos, y tal mezcla de luz de gas y luz natural, que Amy tuvo la sensación de haber caído en el envés del universo. Allí se quedó sola, soportando los empujones y totalmente desconcertada, hasta que oyó la voz de su hermana.

—¡Caramba, qué veo! Amy, ¿qué te trae por aquí?

—Quería verte, querida Fanny; y, como mañana estaré ocupada y sabía que hoy igual estabas tú ocupada todo el día, pensé…

—Pero qué ocurrencia, Amy, seguirme hasta aquí. Yo nunca he hecho nada semejante.

Mientras decía estas palabras en un tono de bienvenida no muy cordial, Fanny la iba llevando a una zona más despejada del laberinto donde se amontonaban varias butacas y mesas doradas y una serie de jóvenes damas se habían sentado y charlaban. Todas ellas necesitaban un buen planchado y tenían una curiosa manera de mirar a su alrededor mientras hablaban.

En el mismo momento en que entraron las hermanas, un chico asomó la cabeza, tocada con una gorra escocesa, tras una viga situada a la izquierda, y dijo con voz monótona:

—Menos ruido, señoritas —y desapareció.

Inmediatamente después, un enérgico caballero con largo cabello negro se asomó por una viga situada a la derecha y dijo:

—Menos ruido, chicas —y desapareció también.

—Cómo se te ocurre mezclarte con artistas profesionales, Amy, ¡es lo último que me habría pasado por la cabeza! —dijo Fanny—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—No lo sé. La señora que me dijo que estabas aquí tuvo la amabilidad de acompañarme.

—Con tus modales tan modositos, puedes colarte en cualquier sitio, me parece a mí. Yo no lo habría conseguido, Amy, aunque sé mucho más del mundo que tú.

Era costumbre de la familia determinar como si fuera una ley interna que Amy era una criatura simple y doméstica, y carecía de la sabiduría y la experiencia de los demás miembros. Esta ficción era una sencilla manera de afirmar los méritos de la familia y rebajar los de Amy. No había que considerarlos demasiado.

—Bueno, y ¿qué es lo que quieres, Amy? Algo te traes entre manos —dijo Fanny. Hablaba como si su hermana, dos o tres años menor que ella, fuera una abuela llena de prejuicios.

—No gran cosa, Fanny, pero como me contaste que una señora te regaló una pulsera…

El joven de voz monótona asomó la cabeza por la viga de la izquierda y dijo:

—Preparadas, señoritas —y desapareció.

El enérgico caballero de cabello negro asomó la cabeza por la derecha de modo igualmente repentino y dijo:

—Preparadas, chicas —y también desapareció.

Tras lo cual las jóvenes se pusieron en pie y se sacudieron un poco la falda.

—¿Así pues, Amy? —dijo Fanny, haciendo lo mismo que las demás—. ¿Qué ibas a decir?

—Desde que me contaste que una señora te había dado la pulsera que me enseñaste, Fanny, estoy intranquila y me gustaría saber un poco más, si quisieras tener la confianza de contármelo.

—Ahora, señoritas —dijo el chico de la gorra escocesa.

—Ahora, chicas —dijo el caballero del cabello negro. Desaparecieron al instante y la música y los pies de los bailarines se oyeron de nuevo.

La pequeña Dorrit se sentó en una butaca dorada, aturdida por las bruscas interrupciones. Su hermana y las demás pasaron mucho tiempo fuera y, en su ausencia, una voz (que parecía ser la del caballero con el cabello negro) gritaba por encima de la música:

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… ¡venga! Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… ¡venga! ¡Tranquilas, chicas! Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… ¡venga!

Finalmente, la voz se calló y las chicas volvieron de nuevo, más o menos sin aliento, envolviéndose en los chales y preparándose para salir a la calle.

—Espera un momento, Amy, deja que se vayan primero —susurró Fanny.

Las chicas empezaron a marcharse y, entre tanto, lo único digno de mención fue que el chico se asomó por la misma viga y dijo:

—¡Todas aquí mañana a las once, señoritas!

Y el caballero del cabello negro volvió a asomarse por la misma viga y dijo:

—¡Todas aquí mañana a las once, chicas! —cada uno de ellos con el tono de siempre.

Cuando se quedaron solas, alguien enrolló o recogió algo de tal manera que quedó un gran foso vacío delante de ellas; Fanny se asomó a las profundidades y dijo:

—Eh, tío.

La pequeña de los Dorrit, que empezaba a estar acostumbrada a la oscuridad, lo vio en el fondo del foso, solo y perdido en un rincón, con el instrumento bajo el brazo, guardado en el estuche raído.

Las remotas ventanas de la galería superior, con su pequeña franja de cielo, podrían haber sido el punto de partida de los años de fortuna del anciano, desde el que hubiera ido descendiendo gradualmente hasta encontrar su lugar en el foso. Hacía ya muchos años que pasaba ahí seis días por semana, pero nadie lo había visto nunca alzar los ojos de la partitura y se decía que nunca había prestado atención a una función. Según la leyenda del lugar, no sólo ni siquiera conocía de vista a los protagonistas sino que el gracioso de la obra había hecho burla de él cincuenta noches seguidas por una apuesta y el anciano no había dado muestras de advertirlo. Los carpinteros bromeaban diciendo que estaba muerto y no se había dado cuenta; y los que frecuentaban el foso daban por hecho que pasaba la vida entera, noche y día, incluidos los domingos, en la orquesta. Le habían ofrecido unas pocas veces un poco de rapé desde la barandilla y siempre había respondido a esa atención despertando momentáneamente con unos modales que eran pálido reflejo de los de un caballero: pero, por lo demás, en ninguna otra ocasión había tenido otro papel que el escrito para el clarinete; y en la vida privada, donde no había partitura para el clarinete, no tenía papel alguno. Algunos decían que era pobre, otros decían que era un rico avaro; pero él no decía nada, no alzaba nunca la cabeza gacha, andaba siempre arrastrando los pies, sin levantarlos del suelo. Aunque esperaba la llamada de su sobrina, no la oyó hasta la tercera o cuarta vez y no se sorprendió de la presencia de dos sobrinas en lugar de una, sino que se limitó a decir con voz trémula:

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