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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (17 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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—Aquí tiene a un amigo —dijo, guardando la agenda—. Y mientras la acompaño… va a volver, ¿o no?

—Oh, sí, vuelvo directamente a casa.

—Pues mientras la acompaño —la palabra «casa» le produjo un sobresalto—, intentaré convencerla de que tiene otro amigo. No quiero prometer nada y no diré nada más.

—Es usted muy amable conmigo, no necesito nada más.

Regresaron a la cárcel por calles tristes y enfangadas, y entre tiendas pobres y roñosas, empujados por multitudes de sucios buhoneros, habituales en los barrios pobres. En el corto trecho nada resultó agradable a ninguno de los cinco sentidos. Sin embargo, para Clennam, que llevaba del brazo a aquella criatura menuda, frágil y prudente, el trayecto bajo la vulgaridad de la lluvia, el ruido y el barro no fue un paseo vulgar. No nos entretendremos ahora a analizar qué joven le parecía ella a él o qué viejo le parecía él a ella; tampoco en qué medida constituían el uno un misterio para el otro en un momento en que empezaba a entrelazarse la vida de ambos. Clennam iba pensando en la pequeña Dorrit, en que había nacido y se había criado en aquellos parajes y en que ahora, al cruzarlos, estaba incómoda porque, si bien le eran familiares, se sentía fuera de lugar; Clennam pensaba en que la pequeña Dorrit conocía desde pequeña las más sórdidas carencias de la vida; iba pensando en su inocencia, en su devoción por los demás, en sus pocos años, en su aspecto aniñado.

Habían llegado a High Street, donde se encontraba la cárcel, cuando una voz exclamó:

—¡Madrecita, madrecita!

La pequeña Dorrit se detuvo y miró hacia atrás; un extraño personaje muy alterado chocó con ellos; sin dejar de gritar «madrecita», se cayó y desparramó por el suelo, sobre el barro, las patatas que contenía una gran cesta.

—¡Oh, Maggy! —exclamó la pequeña Dorrit—. ¡Qué torpe eres!

Maggy no se había hecho daño, así que se levantó rápidamente y empezó a recoger las patatas con la ayuda de la pequeña Dorrit y de Arthur Clennam. Maggy recogió unas pocas y gran cantidad de barro; pero las recuperaron todas y las depositaron en el cesto. Maggy se frotó entonces la cara sucia con el chal y, mostrándosela al señor Clennam como si fuera una forma de pureza, permitió que viera cómo era.

Era una joven de unos veintiocho años, de huesos grandes, rasgos grandes, pies y manos grandes, ojos grandes y ningún cabello. Los ojos grandes eran cristalinos, casi incoloros; parecía que la luz los afectara poco y siempre estaban anormalmente inmóviles. Su rostro tenía la expresión de escucha atenta que vemos en los ciegos; pero ella no lo era por completo, ya que al menos uno de sus ojos desempeñaba razonablemente sus funciones. No era del todo fea, pero sólo se salvaba de serlo por su sonrisa; una sonrisa alegre y simpática que, a la larga, suscitaba compasión porque no se borraba nunca. Una gran cofia blanca con una profusa y opaca cantidad de volantes que no paraban de revolotear excusaba la visión de la calvicie de Maggy y hacía tan difícil que la vieja capota negra se mantuviera sobre la cabeza que casi le colgaba del cuello, como si fuera una gitana con un crío a cuestas. Sólo una comisión de merceros podría haber averiguado de qué estaba hecho el resto de su vestimenta, de un gran parecido con las algas, y, entre ellas, alguna hoja de té de tamaño gigantesco. El chal, en particular, parecía una gran hoja de té sometida a una larga infusión.

Arthur Clennam miró a la pequeña Dorrit como si preguntara: «¿Podría decirme usted quién es?». La pequeña Dorrit, cuya mano aquella Maggy, que seguía llamándola madrecita, había empezado a acariciar, le respondió con palabras (en aquel momento se encontraban en el portal donde habían ido a parar gran parte de las patatas):

—Le presento a Maggy, señor.

—Maggy, señor —repitió el personaje—. ¡Madrecita!

—Es la nieta… —explicó la pequeña Dorrit.

—La nieta —repitió Maggy.

—De mi ama de cría, que murió hace mucho tiempo. Maggy, ¿cuántos años tienes?

—Diez, madre —dijo Maggy.

—No puede imaginarse lo buena que es, señor —dijo la pequeña Dorrit con infinita ternura.

—Lo buena que es ella —repitió Maggy, convirtiendo del modo más expresivo posible a la pequeña Dorrit en el sujeto de la frase.

—O lo lista que es —añadió Amy—. Hace los recados mejor que nadie —Maggy se echó a reír—. Y es más de fiar que el Banco de Inglaterra —Maggy se rio—. Se gana la vida ella sola, señor —dijo la pequeña Dorrit bajando la voz con tono triunfante—. ¡De veras!

—¿Y cuál es su historia? —preguntó Clennam.

—¿Has visto eso, Maggy? —dijo Amy cogiéndole las grandes manos y uniéndolas en una palmada—. ¡Un caballero venido desde lejísimos quiere conocer tu historia!

—¿Mi historia, madrecita? —exclamó Maggy.

—Me quiere —dijo la pequeña Dorrit, algo confusa—. Está muy unida a mí. Su vieja abuela no fue con ella todo lo buena que habría tenido que ser, ¿verdad, Maggy?

Maggy asintió con la cabeza, cerró la mano izquierda y, como si fuera un vaso, se la llevó a la boca y dijo:

—Ginebra —pegó a una niña imaginaria y añadió—: palo de escoba y atizadores del fuego.

—Cuando Maggy tenía diez años —explicó la pequeña Dorrit, mirándola mientras hablaba— tuvo unas fiebres muy malas y desde entonces no ha crecido más.

—Diez años —dijo Maggy, asintiendo con la cabeza—. Pero ¡qué hospital tan bonito! ¡Qué cómodo!, ¿verdad? ¡Qué bonito era, qué sitio tan tranquilo!

—Es que nunca había tenido tranquilidad, señor —dijo la pequeña Dorrit volviéndose a Arthur y bajando la voz—, y siempre dice lo mismo.

—¡Qué camas! —exclamó Maggy—. ¡Qué limonadas! ¡Qué naranjas! ¡Qué caldo y qué vino más deliciosos! ¡Qué pollo! ¡Qué sitio tan
güeno
para vivir toda la vida!

—Así que Maggy se quedó ahí todo el tiempo que pudo —prosiguió la pequeña Dorrit, como si contara un cuento a un niño y con un tono destinado a Maggy—. Y al final, cuando ya no pudo quedarse más, salió. Así, como siempre tendría diez años, por mucho que viviera…

—Por mucho que viviera… —repitió Maggy como un eco.

—Y, como estaba muy débil, tan débil que cuando empezaba a reírse no podía parar, cosa que daba mucha pena… —Maggy se puso seria de repente —. Su abuela no sabía qué hacer con ella y durante algunos años se portó muy mal. Con el tiempo, Maggy se esforzó en mejorar y empezó a mostrarse muy atenta e industriosa; y le fueron dejando entrar y salir cuando quería y pudo ganar lo suficiente para mantenerse. Y ésa —dijo la pequeña Dorrit, dando otra palmada con las grandes manos de Maggy —es la historia de Maggy, como ella sabe bien.

¡Ah! Arthur habría adivinado lo que faltaba para completarla aunque no hubiera oído nunca las palabras «madrecita»; aunque no la hubiera visto acariciar la mano de la pequeña Dorrit; aunque no hubiera visto las lágrimas que ahora asomaban a aquellos ojos incoloros; aunque no hubiera oído el sollozo que puso fin a la torpe risa. Más tarde, cuando evocó ese momento, el sucio portal en el que silbaban el viento y la lluvia, la cesta con patatas sucias de barro que esperaban que las recogieran o tiraran de nuevo, nunca le parecieron lo miserables que eran en realidad, ¡nunca, nunca!

Estaban muy cerca del final de su paseo y salieron del portal para seguir su camino. Maggy se empeñó en que se detuvieran ante el escaparate de una tienda, a poca distancia de su destino, para enseñarles lo que sabía: más o menos, sabía leer y entendía gran parte de las cifras de los precios. También le costaba, pero casi siempre lo lograba, leer las filantrópicas recomendaciones de los anuncios: pruebe nuestra mezcla, pruebe nuestro té negro para la familia, pruebe el
pekoe
con aroma a naranja, sin rival entre los tés con aroma a flores; y diversas advertencias al público contra los establecimientos espurios y los artículos adulterados. Arthur vio que el placer sonrojaba las mejillas de la pequeña Dorrit cuando Maggy acertaba y tuvo la sensación de que podría quedarse ahí, delante del escaparate de la tienda de alimentación, hasta que el viento y la lluvia se cansaran.

Por fin los recibió la explanada y ahí se despidió de la pequeña Dorrit. Siempre le había parecido menuda y en aquel momento, cuando la vio entrar por la portería de Marshalsea, la madrecita con su hija grandullona le pareció más menuda todavía. La puerta de la jaula se abrió y, cuando el pajarito, criado en cautividad, voló hacia dentro como un animal domesticado, lo vio de nuevo encerrado y se marchó.

Capítulo X

En el que se expone toda la ciencia del buen gobierno

El Negociado de Circunloquios (como todo el mundo sabe sin que se lo tengan que decir) era el Negociado más importante del gobierno. Ningún asunto público podía resolverse en ningún momento sin el visto bueno del Negociado de Circunloquios. Metía baza en asuntos mayores y menores. Era igualmente imposible hacer el bien más sencillo o deshacer el más sencillo de los males sin la autorización expresa del Negociado de Circunloquios. Si se hubiera descubierto otra Conspiración de la Pólvora
[9]
media hora antes de que se encendiera la cerilla, nadie habría estado autorizado a salvar el Parlamento antes de que se creara una decena de comisiones, se redactara un montón de actas, varios sacos de memorandos oficiales y se llenara una bodega de correspondencia agramatical procedente del Negociado de Circunloquios.

Esta gloriosa institución había aparecido muy pronto, cuando se reveló con claridad a los hombres de Estado un principio sublime relacionado con el difícil arte de gobernar un país. Fue la primera en estudiar esa brillante revelación y en trasladar su reluciente influencia a todos los procedimientos oficiales. Cuando se tenía que hacer algo, fuera lo que fuere, el Negociado de Circunloquios se adelantaba a todos los departamentos públicos con el arte de descubrir «cómo no hacer las cosas».

A través de esta fina percepción, gracias al tacto con el que invariablemente trabajaba y al genio que siempre mostraba, el Negociado de Circunloquios se había situado en lo más alto de los departamentos públicos; y la situación de los asuntos públicos había llegado a ser… la que era.

Es cierto que «cómo no hacer las cosas» era el objeto de estudio de todos los departamentos públicos y de los políticos profesionales del entorno del Negociado de Circunloquios. Es cierto que cada nuevo primer ministro y cada nuevo gobierno, que habían alcanzado sus cargos porque sostenían la necesidad de que se hicieran algunas cosas, en cuanto tenían poder aplicaban todas sus facultades en descubrir «cómo no hacer las cosas». Es cierto que en el mismo momento en que terminaban unas elecciones generales, los hombres electos que antes habían despotricado en la palestra por algo que no se había hecho, y que habían rogado a los amigos del honorable caballero, de ideas contrarias a las suyas, expuesto a una acusación formal por incumplimiento, que les explicara por qué no se había hecho, y que habían afirmado repetidas veces que tenía que haberse hecho, y que se habían comprometido a hacerlo, empezaban a pensar en «cómo no hacerlo» de inmediato. Es cierto que los debates de ambas Cámaras del Parlamento dedicaban todas sus sesiones a la deliberación prolongada de «cómo no hacer las cosas». Es cierto que el discurso de la corona al inicio de la temporada parlamentaria venía a decir: caballeros, tienen mucho trabajo que hacer, de modo que hagan el favor de retirarse a sus respectivas Cámaras a discutir «cómo no hacerlo». Es cierto que el discurso de la Corona, en el acto de cerrar ese período parlamentario, decía: caballeros, a lo largo de varios meses de trabajo, han analizado con gran lealtad y patriotismo «cómo no hacer las cosas» y lo han averiguado; y con la bendición de la providencia sobre la cosecha (la natural, no la política), ahora los despido. Todo eso es cierto, pero el Negociado de Circunloquios iba más allá.

Porque el Negociado de Circunloquios avanzaba de modo mecánico, día tras día, manteniendo en movimiento esa rueda maravillosa del estadista que se llama «cómo no hacer las cosas». Porque el Negociado de Circunloquios se abalanzaba sobre cualquier funcionario mal aconsejado que pretendiera hacer algo o que, por algún pasmoso accidente, estuviera en remoto peligro de hacer algo; y con un escrito, un memorándum y una circular terminaba con él. Era este espíritu de eficacia nacional del Negociado de Circunloquios lo que lo había llevado gradualmente a tener algo que ver con todo. Mecánicos, filósofos naturalistas, soldados, marineros, demandantes, memorialistas, personas con motivos de queja, personas que querían corregir los motivos de queja, personas que querían impedir los motivos de queja, chalanes, chalaneados, personas que no veían recompensados sus méritos y personas a las que no se podía castigar por falta de méritos, todos quedaban indiscriminadamente sepultados bajo los pliegos del Negociado de Circunloquios.

Multitud de personas se perdían en el Negociado de Circunloquios. Infelices que habían sufrido injusticias, o que tenían proyectos para el bienestar general (y más les habría convenido sufrir injusticias desde el principio que verse sometidos a esa amarga receta inglesa que se las haría sufrir inexorablemente), y que tras un lento período de tiempo y angustias habían sobrevivido a otros departamentos oficiales; personas que, por norma, se habían visto maltratadas en éste, cercenadas en sus esperanzas por aquél y eludidas en el otro, eran remitidas finalmente al Negociado de Circunloquios y no volvían a aparecer a la luz del día. Las comisiones las bloqueaban, las secretarías les hacían un escrito, los comisionados farfullaban sobre ellas, los funcionarios registraban, daban entrada, repasaban, descartaban y los despachaban con una etiqueta, y tales personas terminaban por desaparecer. En definitiva, todos los asuntos del país pasaban por el Negociado de Circunloquios, con la única excepción de aquellos que no pasaban porque entraban y no salían, y su nombre era Legión.

A veces, algunos espíritus irritados atacaban el Negociado de Circunloquios. A veces, se planteaban preguntas en el Parlamento e incluso algunos demagogos tan torpes e ignorantes que sostenían que el gobierno debía basarse en «cómo hacer las cosas» aprobaban mociones parlamentarias o amenazaban con ellas. Entonces el noble lord o el muy honorable caballero del departamento encargado de defender el Negociado de Circunloquios se metía una naranja en el bolsillo y aprovechaba para convertir la ocasión en un día de maniobras. Llegaba al Parlamento, daba una palmada en la mesa y se enfrentaba al honorable caballero de tú a tú. Entonces le decía que estaba ahí para decirle al honorable caballero que el Negociado de Circunloquios no sólo era totalmente inocente en ese asunto sino que era digno de elogio en ese asunto, que merecía que lo pusieran por las nubes en todo lo relacionado con ese asunto. Y debía decirle también al honorable caballero que, aunque el Negociado de Circunloquios tenía siempre la razón y toda la razón, nunca había tenido tanta razón como en ese asunto. Y aún declaraba ante aquel honorable caballero que habría sido más conveniente para su honor, para su fama, para su buen gusto, para su sentido común, para más de la mitad del contenido de un diccionario de lugares comunes, que hubiera dejado en paz al Negociado de Circunloquios y no hubiera planteado nunca el asunto. Después, observaba al experto del Negociado de Circunloquios sentado en la zona de invitados de la cámara y, con su ayuda, aplastaba al honorable caballero. Y, aunque siempre ocurría una de las dos cosas siguientes —a saber: que el Negociado de Circunloquios no tenía nada que decir y así lo decía, o que tenía algo que decir y el noble lord o el honorable caballero farfullaban la mitad olvidándose de la otra mitad—, el Negociado de Circunloquios siempre salía inmaculado de las votaciones de una mayoría dócil.

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