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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (77 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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También apareció para el desayuno el señor Frederick Dorrit. Dado que el viejo caballero ocupaba el piso superior del palacio, donde podría haber hecho prácticas de tiro sin que se enteraran los demás inquilinos, la más joven de sus sobrinas se había armado de valor para proponer que recuperara el clarinete, que el señor Dorrit había ordenado que le confiscaran y que la pequeña Dorrit se había aventurado a conservar. A pesar de que la señorita Fanny objetaba que era un instrumento poco elegante y que detestaba su sonido, se había hecho tal concesión. Pero entonces descubrieron que el tío estaba ya harto del clarinete y, ahora que ya no era su medio de ganarse el pan, ya no deseaba tocarlo. Poco a poco, había adquirido la costumbre de visitar las galerías de cuadros, siempre con un paquetito de rapé en la mano (para gran indignación de Fanny, que había sugerido que se le comprara una tabaquera de oro que no dañara la reputación de la familia y que él se negó en redondo a llevar cuando se la compraron), y pasaba horas y horas ante los retratos de los famosos venecianos. Nunca supieron lo que sus ojos asombrados veían en ellos; si tenía un interés por los cuadros o si, confusamente, los identificaba con alguna gloria perdida, como el vigor de su propia cabeza. Pero los visitaba con gran regularidad y no cabía duda de que le agradaba. Tras los primeros días, la pequeña Dorrit asistió con él a estas visitas, lo que aumentó la satisfacción del tío de modo tan evidente que, a partir de entonces, lo acompañaba con frecuencia y pocas veces se había visto al anciano tan contento desde su ruina como en estas excursiones, cuando podía llevarle una silla de cuadro en cuadro y aguardar tras ella, a pesar de todas sus protestas, para presentarle en silencio a los nobles venecianos.

Sucedió que, en aquel desayuno en familia, contó que se habían encontrado en una galería, el día anterior, con la dama y el caballero que habían conocido en el Gran San Bernardo.

—Se me ha olvidado cómo se llaman —dijo—, pero seguro que tú los recuerdas, William.

—Seguro que Edward también.

—Los recuerdo muy bien —dijo este último.

—Eso creo —observó la señorita Fanny con un movimiento brusco de la cabeza y una mirada a su hermana—. Pero no los recordaríamos, imagino, si nuestro tío no hubiera tropezado con el asunto.

—Querida, qué frase tan curiosa —dijo la señora General—. ¿No cree que sería mejor decir que se ha referido a ellos accidentalmente o que los ha mencionado de modo fortuito?

—Muchas gracias, señora General —contestó la joven dama—. Pero no, creo que no. Prefiero la expresión que he utilizado.

Así recibía Fanny las sugerencias de la señora General, pero siempre las recordaba y las utilizaba en otra ocasión.

—Si el tío no hubiera mencionado el encuentro, Fanny —dijo la pequeña Dorrit—, lo habría contado yo. Pero casi no te he visto desde entonces. Quería decirlo durante el desayuno porque me gustaría hacer una visita a la señora Gowan y conocerla un poco mejor, si papá y la señora General no se oponen.

—Bien, Amy —dijo Fanny—. Me alegro de que por fin expreses el deseo de tener amistad con alguien en Venecia, aunque queda por saber si el señor y la señora Gowan son amistades recomendables.

—Me he referido únicamente a la señora Gowan, querida Fanny.

—Sin duda —contestó Fanny—. Pero no puedes separarla de su marido, me parece a mí, sin un decreto del Parlamento.

—¿Tiene usted, papá —preguntó la pequeña Dorrit con timidez y vacilación—, algo que objetar a que les haga una visita?

—La verdad —contestó el señor Dorrit—, yo… ejem… ¿Qué opina la señora General?

La opinión de la señora General era que, dado que no tenía el honor de conocer a la dama y al caballero mencionados, no estaba en condiciones de barnizar el objeto en cuestión. Sólo podía señalar, como principio general relacionado con la aplicación del barniz, que dependía en gran medida del origen de la amistad entre aquella dama y una familia tan destacadamente situada en el templo social como la de los Dorrit.

Al oír esta observación, el rostro del señor Dorrit se oscureció considerablemente. Estaba a punto de tachar el nombre de los Gowan (tras relacionar el apellido con una persona entrometida que respondía al nombre de Clennam, al que recordaba vagamente de una existencia anterior) cuando el joven caballero Edward Dorrit intervino en la conversación con el monóculo puesto y después de exclamar: «¡Eh, ustedes dos, hagan el favor de marcharse!», dirigiéndose a los dos hombres que los servían para explicarles, en una orden cortés, que podían prescindir temporalmente de sus servicios.

Después de que los criados obedecieran la indicación, el caballero Edward Dorrit se explicó:

—Quizá sea cortés por mi parte hacerles saber que estos Gowan, a favor de los cuales, por lo menos de él, no creo que me imaginen muy bien dispuesto, se relacionan con gente importante; lo digo por si les parece decisivo.

—Este dato, me parece a mí —señaló la elegante barnizadora—, es de la mayor relevancia. Las relaciones en cuestión, si es con personas de verdadera importancia y consideración…

—Le daré datos para que juzgue usted misma —dijo el joven caballero Edward Dorrit—. Tal vez esté usted familiarizada con el famoso nombre de Merdle.

—¡El gran Merdle! —exclamó la señora General.

—Exacto, el mismísimo Merdle —dijo Edward—. Pues lo conocen. La señora Gowan (me refiero a la viuda, la madre de mi cortés amigo) es íntima de la señora Merdle y me consta que el joven matrimonio se encuentra entre las personas que los frecuentan.

—En tal caso, no puede ofrecerse mayor garantía —dijo la señora General al señor Dorrit, alzando los guantes e inclinando la cabeza como si rindiera homenaje a una imagen invisible.

—Rogaría a mi hijo, por mera… ejem… curiosidad —señaló el señor Dorrit con un evidente cambio de actitud—, que aclarara a qué se debe que esté en posesión de esta… ejem… información tan oportuna.

—No es una historia larga, señor —contestó el joven caballero Edward Dorrit—, y la conocerá de inmediato. Para empezar, la señora Merdle es la dama con la que usted conversó en como se llame ese sitio.

—Martigny —intervino la señorita Fanny con un aire de languidez infinita.

—Martigny —repitió el hermano con un pequeño asentimiento y un guiño; al verlo, Fanny pareció sorprendida, después se echó a reír y enrojeció.

—Pero ¿cómo es posible, Edward? —dijo el señor Dorrit—. Nos informaste de que el caballero con el que habías conversado se llamaba… ejem… Sparkler. Lo cierto es que incluso me enseñaste la tarjeta. Ejem… Sparkler.

—Sin duda, padre. Pero de ello no se deduce que su madre tenga que llamarse igual. La señora Merdle estuvo casada antes y él es hijo de ese matrimonio. Ahora ella está en Roma, donde probablemente volveremos a verla, ya que ha decidido usted que pasaremos ahí el invierno. Sparkler acaba de llegar a Venecia y anoche estuve con él. Es un buen tipo, en conjunto, aunque bastante pesado en cierto aspecto, ya que está prendado de cierta joven dama —llegado a este punto, el caballero Edward Dorrit echó un vistazo a la señorita Fanny, situada al otro lado de la mesa, a través del monóculo—. Anoche estuvimos comentando nuestros viajes y obtuve la información que acabo de darles del propio Sparkler. —Edward se calló y siguió mirando a Fanny a través del monóculo con una expresión un tanto contorsionada y no precisamente favorecedora, debida en parte a la dificultad de mantener el monóculo en su sitió y en parte a la gran sutileza de su sonrisa.

—Dadas las circunstancias —dijo el señor Dorrit—, creo que expreso los sentimientos de… ejem… la señora General, en la misma medida que los míos, cuando digo que no hay nada que objetar sino… ejem… todo lo contrario a que satisfagas tu deseo, Amy. Creo que puedo acoger… ejem… favorablemente ese deseo —dijo el señor Dorrit con un tono que sugería que animaba y perdonaba a la muchacha— como un buen augurio. Me parece muy correcto tratar a esas personas. Muy oportuno. El nombre del señor Merdle tiene… ejem… reputación mundial. Sus negocios son inmensos. Le aportan tales cantidades de dinero que se consideran… ejem… un bien nacional. El señor Merdle es el hombre de nuestra época. El apellido Merdle es el nombre de esta era. Te ruego que hagas en mi nombre todo lo que corresponda a un trato cortés con el señor y la señora Gowan porque deseamos… ejem… sin duda, tratarlos.

La magnífica concesión del señor Dorrit zanjó el asunto. Nadie se dio cuenta de que el tío había empujado el plato y no había desayunado, pero habitualmente nadie se fijaba en él, con la única excepción de la pequeña Dorrit. Volvieron a llamar a los criados y terminaron el desayuno. La señora General se puso en pie y dejó la mesa. La pequeña Dorrit se puso en pie y dejó la mesa. Edward y Fanny se quedaron cuchicheando y el señor Dorrit se quedó comiendo higos y leyendo un periódico francés cuando, repentinamente, el tío llamó la atención de todos al ponerse en pie, dando un golpe en la mesa y exclamando:

—¡Hermano, protesto enérgicamente!

Si lo hubiera dicho en una lengua desconocida y hubiera entregado el alma a continuación, no habría asombrado más a quienes lo rodeaban. El periódico se cayó de las manos del señor Dorrit y éste se quedó petrificado en el gesto de llevarse un higo a la boca.

—¡Hermano! —exclamó el anciano, con una energía sorprendente en su voz temblorosa—. ¡Protesto! Te quiero, ya sabes que te quiero muchísimo. En estos años, no te he sido desleal en el menor de mis pensamientos. Aunque soy débil, me habría pegado con cualquiera que hablara mal de ti. Pero hermano, hermano, hermano, ¡protesto!

Era asombroso ver de cuánta energía era capaz aquel hombre decrépito. Le brillaban los ojos, el cabello gris se le había puesto de punta, su rostro y su frente expresaban determinación como no lo habían hecho en veinticinco años, y sus manos tenían una fuerza que indicaba de nuevo la presencia de estímulos nerviosos.

—¡Querido Frederick! —exclamó el señor Dorrit débilmente—. ¿Qué pasa? ¿Qué hay de malo?

—¡Cómo te atreves! —dijo el anciano, volviéndose hacia Fanny—, cómo te atreves, cómo te atreves. ¿No tienes memoria? ¿No tienes corazón?

—¡Tío! —exclamó Fanny asustada y echándose a llorar—. ¿Por qué me ataca con esa crueldad? ¿Qué he hecho?

—¿Qué has hecho? —contestó el anciano, señalando el lugar que había ocupado su hermana—. ¿Dónde está tu afectuosa e inapreciable amiga? ¿Dónde está tu devota guardiana? ¿Dónde está quien se ha portado contigo mejor que si hubiera sido tu madre? ¿Cómo te atreves a darte aires de superioridad ante todas las virtudes que tu hermana posee? ¡Vergüenza debería darte, muchacha falsa, vergüenza!

—¡Quiero a Amy! —exclamó Fanny sollozando—, como a mi vida misma: más todavía. No merezco que me trate usted así. No es humanamente posible estarle más agradecida o quererla más. Quisiera morir: nunca nadie me ha tratado tan injustamente. Y sólo porque me preocupo por el prestigio de la familia.

—Qué más da el prestigio de la familia —exclamó el anciano con aire de burla, tremendamente indignado—. Hermano, estoy en contra del orgullo, estoy en contra de la ingratitud. Estoy en contra de que uno de nosotros, que sabe lo que sabe y ha visto lo que ha visto, mire por encima del hombro a Amy o le cause el menor dolor. Si tal efecto tiene es porque se trata de una pretensión ruin. ¡Eso tendrá que acarrearnos algún castigo: hermano, protesto ante Dios!

Alzó la mano y la descargó sobre la mesa con la fuerza de un herrero. Tras unos momentos de silencio, la mano volvió a ser el mismo débil miembro; el anciano rodeó la mesa con su paso habitual, arrastrando los pies, puso una mano sobre el hombro de su hermano y dijo con voz más suave:

—Querido William, me he sentido en la obligación de decirlo. Perdóname, pero me he sentido obligado. —Y salió del salón del palacio con su caminar encorvado, exactamente igual que habría salido de la habitación de Marshalsea.

Fanny no había dejado de sollozar; Edward sólo había abierto la boca para manifestar asombro y no había hecho otra cosa que mirar fijamente a su tío. El señor Dorrit estaba completamente desconcertado, incapaz de expresarse de ningún modo. Fanny fue la primera en hablar.

—¡Nunca, nunca, nunca nadie me ha tratado tal mal! —sollozó—. No había oído nunca palabras tan duras e injustificadas, tan tremendamente violentas y crueles. La querida, buena, tranquila Amy, ¿qué habría pensado si hubiera sabido que ha sido el medio inocente para que se me maltrate de este modo? Pero ¡no se lo contaré nunca! No, pobrecilla, nunca se lo contaré.

Esto ayudó a que el señor Dorrit rompiera el silencio.

—Querida —dijo—, aplaudo… ejem… tu decisión. Será mejor… ejem… no contárselo a Amy. Podría… ejem… podría apenarla. Ejem… sin duda, le causaría mucho pesar. Es justo y considerado evitarlo. Mejor será que… ejem… lo guardemos para nosotros.

—Pero ¡qué crueldad la del tío! —exclamó Fanny—. ¡Nunca podré perdonarle su crueldad!

—Querida —dijo el señor Dorrit, recuperando el tono habitual, aunque permanecía inusualmente pálido—. Te ruego que no digas eso. Debéis recordar que vuestro tío… ejem… ya no es el que era. Debéis recordar que el estado de vuestro tío requiere… ejem… mucha paciencia por nuestra parte, mucha paciencia.

—Estoy convencida —exclamó Fanny compasivamente— de que tenemos que suponer que algo malo le pasa al tío o nunca me habría atacado precisamente a mí.

—Fanny —contestó el señor Dorrit con un profundo tono fraternal—, ya sabes que, aunque tu tío tiene muy buenas cosas, es una ruina, y te ruego, por el cariño que le tengo, y por la fidelidad que tú sabes que siempre le he mostrado, que… ejem… te guardes tus conclusiones y no lastimes mis sentimientos fraternales.

Así terminó la escena; el joven caballero Edward Dorrit no dijo nada, pero no salía de su perplejidad y tenía un aire de duda. La señorita Fanny despertó aquel día un gran desasosiego en su hermana, pues se entregó a violentos arrebatos en los que le dio por abrazarla, regalarle broches y declarar que tenía ganas de morirse.

Capítulo VI

Algo bueno

La comprometida situación de Henry Gowan —haber abandonado de mala gana una facción en favor de otra donde no contaba con los méritos necesarios para medrar, y vagar por un terreno neutral, maldiciéndolas a ambas— es de las que sin duda perjudican al espíritu, y seguramente no mejora con el tiempo. En la vida cotidiana siempre hay matemáticos malintencionados especialistas en operaciones aviesas: aplican una resta a los méritos y los triunfos de los demás, y siempre suman cuando se trata de los suyos.

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