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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (76 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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—Señor Dorrit —contestó la señora General—: desde que residimos aquí, he hablado con Amy varias veces de un modo general sobre la formación de los buenos modales. Me ha manifestado que está maravillada con Venecia y le he dicho que es mejor no maravillarse ante nada. Le he señalado que el famoso señor Eustace, el turista clásico
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, no tenía la ciudad en tan alta consideración y que comparaba el Rialto con Westminster y los puentes de Blackfriars con gran desventaja para el primero. No es necesario que añada, después de lo que ha dicho usted, que mi argumentación no la ha convencido. Me hace usted el honor de pedirme consejo: siempre me ha parecido (y confío en que se me perdone si se trata de una suposición sin fundamento) que está usted acostumbrado a ejercer influencia en el pensamiento de los demás.

—Ejem…
madame
—dijo el señor Dorrit—, he sido el personaje más destacado de… ejem… una comunidad considerable. Está usted en lo cierto al suponer que no estoy del todo desacostumbrado a… gozar de una posición influyente.

—Me alegra que lo confirme —contestó la señora General—. Así pues, le recomendaría que hablara personalmente con Amy y le expresara sus observaciones y deseos. Además, dado que es su favorita y, sin duda, sus lazos son muy estrechos, es probable que ceda ante su influencia.

—Imaginaba que me lo sugeriría, señora —dijo el señor Dorrit—, pero… ejem… no estaba seguro de no estar de este modo inmiscuyéndome…

—¿En mi terreno, señor Dorrit? —preguntó la señora General cortésmente—. Por supuesto que no, pierda cuidado.

—En ese caso, con su permiso, señora —prosiguió el señor Dorrit, tocando la campanilla para llamar a su ayuda de cámara—, la llamaré de inmediato.

—¿Desea usted que me quede?

—Tal vez, si no tiene usted otro compromiso, no ponga usted reparos a quedarse un par de minutos…

—En absoluto.

Así pues, el ayuda de cámara, Tinkler, recibió la orden de que ir a buscar a la doncella de la señorita Amy y rogarle a esa empleada que informara a la señorita Amy de que el señor Dorrit deseaba verla en su habitación. Al darle este encargo a Tinkler, el señor Dorrit lo miró con severidad y lo vigiló con celo hasta que salió por la puerta, albergando la sospecha de que pudiera tener alguna idea crítica sobre la dignidad de la familia; incluso podría haber oído algún chisme de un interno de Marshalsea antes de entrar a su servicio y tal vez estuviera recordándolo mientras se burlaba en lo más íntimo. Si por casualidad Tinkler hubiera sonreído, por débil e inocente que hubiera sido la sonrisa, nada le habría quitado de la cabeza al señor Dorrit, hasta el día de su muerte, que ésa era la causa. Sin embargo, afortunadamente para él, Tinkler era un hombre serio y de aspecto severo, por lo que escapó al peligro ignorado que lo amenazaba. Y, como a su regreso —cuando el señor Dorrit lo examinó de nuevo— anunció la presencia de la señorita Amy como si ésta acudiera a un funeral, dejó al señor Dorrit la vaga impresión de que era un joven bien educado, al que una madre viuda había criado en el estudio del catecismo.

—Amy —dijo el señor Dorrit—, la señora General y yo hemos estado hablando de ti. Los dos tenemos la sensación de que no pareces encontrarte a tu gusto. Ejem… ¿cómo es posible?

Una pausa.

—Creo, padre, que necesito un poco de tiempo.

—Es mejor decir «papá» que «padre» —observó la señora General—. «Padre» resulta un poco vulgar, querida. Además, la palabra «papá» hace que los labios adopten una forma bonita: «papá, pera, pollo, prisma y patatas» son palabras muy buenas para los labios, especialmente «prisma y patatas». Le será muy útil, para educar sus modales, si algunas veces murmura para sí (al entrar en una habitación, por ejemplo), «papá…».

—Te ruego, hija mía —dijo el señor Dorrit—, que escuches los… ejem… preceptos de la señora General.

La pobre Amy, mirando con desamparo a la eminente barnizadora, prometió que lo intentaría.

—Dices, Amy, que crees que necesitas tiempo —prosiguió el señor Dorrit—. ¿Tiempo para qué?

Otra pausa.

—Quería decir que necesito tiempo para acostumbrarme a esta nueva vida —dijo la pequeña Dorrit mirando con cariño a su padre, al que poco faltó para que llamara «pollo, prisma o patata» en su deseo de someterse a las órdenes de la señora General y dar gusto a su progenitor.

El señor Dorrit frunció el ceño con aire muy poco satisfecho.

—Amy, debo decir que me parece que has tenido ya mucho tiempo. Ejem… Me sorprendes. Me decepcionas. Fanny ha superado todas estas pequeñas dificultades y… ejem… ¿por qué tú no?

—Espero no tardar mucho en hacer progresos —dijo la pequeña Dorrit.

—Eso espero —contestó su padre—. Yo… ejem… lo espero firmemente. Te he mandado llamar para decirte… ejem… con toda mi autoridad, en presencia de la señora General, a la que tanta gratitud debemos por su compañía en ésta… ejem… y otras ocasiones —(la señora General cerró los ojos)—. Que… ejem… no estoy contento contigo. Haces que la tarea de la señora General le resulte ingrata. Me… ejem… pones en evidencia. Tal como he informado a la señora General, siempre has sido mi hija favorita; siempre te he tenido… ejem… por amiga y compañera; a cambio… te ruego… ejem… que intentes adaptarte mejor a las circunstancias y cumplas debidamente con lo que corresponde a tu… tu situación.

El señor Dorrit titubeaba más de lo normal, preocupado como estaba por el asunto y deseoso de dar a sus palabras el debido énfasis.

—De veras te ruego —repitió— que me obedezcas y que te esfuerces en conducirte del modo que corresponde a tu posición como… ejem… la señorita Amy Dorrit, y a mi entera satisfacción y la de la señora General.

La dama en cuestión cerró los ojos otra vez en cuanto se mencionó su nombre; después, abriéndolos lentamente y poniéndose en pie, añadió unas palabras:

—Si la señorita Dorrit centrara su atención en la formación de determinada apariencia y aceptara para ello mi humilde ayuda, el señor Dorrit no tendría más motivos de inquietud. Aprovecharé esta oportunidad para señalar, como ejemplo, que es poco delicado examinar a los mendigos con la atención que les dedica una amiga mía muy joven y apreciada. No es correcto mirarlos. Jamás hay que mirar nada desagradable. Además, una costumbre como ésa se interpone en el camino de la elegante apariencia de ecuanimidad que caracteriza la buena educación, y no parece compatible con el refinamiento espiritual. Un espíritu refinado simulará ignorar la existencia de cualquier cosa que no sea perfectamente pertinente, plácida y placentera.

Tras expresar estos sentimientos elevados, la señora General saludó con una inclinación y se retiró con una expresión en los labios que parecía indicar prismas y patatas.

La expresión de la pequeña Dorrit, tanto cuando había hablado como cuando había guardado silencio, había sido seria y afectuosa. No se había nublado más que unos instantes, hasta aquel momento. Pero, cuando se quedó sola con su padre, le temblaron las manos que tenía unidas sobre el regazo y en su rostro se observó que reprimía sus emociones.

No era ella. Quizá estuviera un poco herida, pero no preocupada por sí misma. Como siempre, pensaba en su padre. El vago recelo, que le llevaba rondando desde que habían tenido acceso a aquella fortuna, de que nunca vería a su padre como en los días de la cárcel, había empezado a tomar forma en su pensamiento. Tenía la sensación de que, en lo que acababa de decirle y en toda su actitud con ella, se vislumbraba la conocida sombra del muro de Marshalsea. Cobraba una forma nueva, pero era la sombra de siempre. Con pesar y tristeza, empezó a admitir que no tenía fuerza suficiente para disipar el temor de que la vida de un hombre no fuera lo bastante larga para sobreponerse al cuarto de siglo pasado tras los barrotes de la cárcel. Así pues, su padre no tenía la culpa, ella no tenía nada que reprocharle, su fiel corazón sólo albergaba una gran compasión y una ternura sin límites.

Por ese motivo, veía a su padre, sentado delante de ella en su sofá, a la luz brillante de un brillante día italiano, en el interior de un espléndido palacio antiguo y en medio de una maravillosa ciudad por el exterior, bajo la oscuridad de la habitación de Marshalsea, y habría deseado sentarse a su lado, consolarlo, volver a tener en él plena confianza, serle útil. Si el padre adivinó sus pensamientos, sin duda no coincidieron con los suyos.

Después de agitarse inquieto en el asiento, se puso en pie y empezó a pasear con aire de gran disgusto.

—¿Quiere decirme algo más, querido padre?

—No, no, nada más.

—Lamento que no esté contento conmigo. Espero que no siga disgustado. Voy a intentar más que nunca adaptarme, como usted desea, a lo que me rodea, si bien de veras que lo he intentado aunque haya fracasado, ya lo sé.

—Amy —contestó su padre, dándose la vuelta bruscamente—. Habitualmente… ejem… tu actitud me hiere.

—¡Que mi actitud le hiere!

—Hay un… ejem…. asunto —dijo el señor Dorrit, con la vista fija en el techo de la habitación y en ningún momento en el rostro atento, sobresaltado y manso—, un asunto doloroso, una serie de acontecimientos que desearía… ejem… borrar por completo. Tu hermana lo ha entendido bien y te ha reprendido ya en mi presencia; también lo entiende tu hermano; lamento decir que lo ha comprendido… ejem… cualquier persona con delicadeza y sensibilidad excepto tú… ejem… tú, Amy… ejem… sólo tú sacas siempre a la luz ese asunto, aunque no sea con palabras.

Amy puso una mano en el brazo de su padre. No hizo nada más. Lo tocó suavemente. La mano temblorosa podría haber dicho con cierta expresividad: «Piense usted en mí, piense en cómo trabajé, piense en todos los cuidados que le dediqué», pero ella no dijo ni una palabra.

Este gesto tenía una carga de reproche que Amy no había previsto, ya que, de haber sido así, lo habría evitado. El padre empezó a justificarse acaloradamente, balbuceando, enfadado, rechazándola.

—A lo largo de todos estos años, todo el mundo… ejem… me distinguió como la persona más destacada de aquel lugar. Conseguí… ejem… que se te respetara allí, Amy. Yo… ejem… di a mi familia una posición. Merezco que se me pague con la misma moneda. Lo exijo. Sólo te pido que lo borres todo de la faz de la tierra y empieces desde cero, ¿es mucho pedir? Pregunto, ¿es mucho pedir? —mientras divagaba, no la miró ni una sola vez sino que gesticuló y argumentó mirando al vacío—. He sufrido. Probablemente, sé mejor que nadie lo que he sufrido, y digo mejor que nadie. Si yo puedo olvidarlo, si puedo eliminar las huellas de lo que he soportado y puedo presentarme ante el mundo como… ejem… un caballero sin tacha… ¿Es mucho pedir? Insisto, ¿es mucho pedir que mis hijos hagan lo mismo y borren aquella maldita experiencia de la faz de la tierra?

A pesar del acaloramiento, formulaba todas estas exclamaciones en un tono cuidadosamente contenido, no fuera a oírlos el ayuda de cámara.

—Y ellos la han borrado. Tu hermana la ha borrado. Tu hermano la ha borrado. Sólo tú, mi hija favorita, a la que hice amiga y compañera de mi vida cuando eras sólo… ejem… una nena pequeña, no la borra. Sólo tú dices que no puedes. He puesto a tu disposición grandes medios para que lo consigas. He puesto a tu lado a una dama refinada y bien educada, la señora General, para que lo consigas. ¿Y te sorprende que esté disgustado? ¿Es necesario que me defienda por expresar mi disgusto? ¡No!

Siguió, sin embargo, defendiéndose sin calmarse un ápice.

—He tenido la prudencia de recurrir a esa dama para confirmar mis pensamientos antes de expresar mi disgusto. Me he visto obligado a darle una explicación limitada… ejem… para que esa dama no entendiera precisamente aquello que deseo borrar por completo. ¿Soy egoísta? ¿Me quejo en beneficio propio? No. No. Me quejo, sobre todo… ejem… por ti, Amy.

Tal como expresó esta última consideración, era evidente que acababa de ocurrírsele.

—He dicho que me sentía herido y es cierto. Y así me seguiré sintiendo, me digan lo que me digan. Me duele que mi hija, sentada en el regazo de… ejem… la fortuna, se muestre retraída, huraña y se proclame indigna de su destino. Me duele que… ejem… reproduzca sistemáticamente lo que los demás hemos borrado; y parezca… ejem… casi diría que ansiosa… de anunciar a la sociedad rica y distinguida que nació y se crió… ejem… en un lugar que no quiero nombrar. Y no es incoherente… ejem… en lo más mínimo que me sienta herido y me queje, sobre todo, por ti, Amy. Precisamente por eso me quejo. Precisamente por ti desearía que, bajo los auspicios de la señora General, consiguieras formarte una buena apariencia. Precisamente por ti deseo que tengas un espíritu refinado y, de acuerdo con las extraordinarias palabras de la señora General, ignores todo lo que no sea pertinente, plácido y placentero.

El señor Dorrit, durante el discurso, se había ido parando a trompicones igual que una máquina mal ajustada. Sentía todavía la mano de Amy en el brazo. Guardó silencio y, tras contemplar el techo un rato más, la miró. Amy había bajado la cabeza y él no le veía la cara, pero el contacto era tierno y tranquilo, y en la expresión de su abatida figura no se advertía reproche, sólo afecto. El padre empezó a gimotear, igual que aquella noche en la cárcel cuando Amy lo veló hasta el amanecer; exclamó que era una pobre ruina y un desdichado entre tantas riquezas; y la estrechó en sus brazos.

—Sssst, querido padre. ¡Deme un beso! —se limitó a decirle Amy. Las lágrimas del padre no tardaron en secarse, mucho antes que en la ocasión precedente; y no tardó en mostrarse altivo con su ayuda de cámara para contrarrestar el haberlas vertido.

Con una sola notable excepción que quepa mencionar, ésta fue la única ocasión, en su vida de hombre libre y rico, en que habló a su hija Amy de los viejos tiempos.

Pero había llegado ya la hora del desayuno y, con ella, apareció la señorita Fanny y el señor Edward procedentes de sus habitaciones. Ambos jóvenes distinguidos daban señales de haberse acostado tarde. La señorita Fanny se había convertido en víctima de una obsesión insaciable de lo que ella llamaba «frecuentar la sociedad» y, de la puesta de sol al amanecer, habría asistido frenéticamente a cincuenta reuniones distintas si hubiera tenido cincuenta ocasiones. En cuanto a Edward, también tenía un numeroso grupo de conocidos y normalmente estaba ocupado (casi siempre en círculos en los que se jugaba a los dados y en otros de similar naturaleza) gran parte de la noche. Este caballero, cuando su fortuna cambió, tuvo la gran ventaja de estar ya preparado para los más elevados compañeros y tenía ya poco que aprender; todo eso tenía que agradecer a los felices accidentes gracias a los cuales se había familiarizado con la trata de caballos y el registro de los tantos del billar.

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