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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (73 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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—¡Claro, quién puede ponerlo en duda! —exclamó la señorita Fanny—. Es la esencia de todo.

—Fanny, querida —contestó su padre con aire grandilocuente—, permíteme que prosiga: y llegamos a… ejem… el señor Clennam. Debo decir, Amy, que no comparto los sentimientos de tu hermana… en relación con el señor… ejem… en relación con el señor Clennam. Me complace considerar a este individuo una persona… ejem… por lo general bien educada. Ejem. Una persona bien educada. No insistiré en dilucidar si en algún momento el señor Clennam impuso su presencia y buscó de modo insistente un vínculo social conmigo. Él sabía que mi trato era solicitado y podría alegarse en su descargo que… ejem… me consideraba un personaje público. Pero las circunstancias relacionadas con mi superficial conocimiento del señor Clennam (que era muy superficial) —llegado a ese punto, el señor Dorrit se mostró extremadamente grave e imponente— lo llevarían a cometer una tremenda falta de delicadeza si buscara mantener una relación conmigo o con mi familia en las circunstancias actuales. Si el señor Clennam tiene la delicadeza suficiente para advertir lo inadecuado de esos intentos, en mi condición de caballero responsable estoy obligado a… ejem… apreciar esa delicadeza. Pero si, por el contario, el señor Clennam carece de esa delicadeza, ni por un momento puedo… ejem… mantener correspondencia con una persona tan grosera. En cualquiera de los dos casos, me parece obvio que el señor Clennam debe desaparecer y que no tenemos nada que ver con él ni él con nosotros. ¡Ah, ahí está la señora General!

La entrada de la mencionada dama, con intención de tomar su desayuno, puso fin a la discusión. Poco después, el guía privado anunció que el ayuda de cámara, el lacayo y las dos doncellas, junto con los cuatro guías y las catorce mulas, estaban todos dispuestos; así que el grupo, tras el refrigerio, salió por la puerta del monasterio para sumarse a la cabalgata.

El señor Gowan se mantuvo distante con un cigarro y un lápiz, pero el señor Blandois presentó inmediatamente sus respetos a las damas. Cuando se quitó el sombrero flexible con gesto elegante para saludar a la pequeña Dorrit, ésta pensó que tenía un aspecto todavía más siniestro, con su tez morena y envuelto en la capa sobre la nieve, que a la luz del fuego. Pero, en vista de que tanto su hermana como su padre acogían sus cortesías con complacencia, se abstuvo de manifestar desconfianza, no fuera a ser ese comentario una mancha más derivada de haber nacido en la cárcel.

Sin embargo, mientras descendían por el accidentado camino y el monasterio aún era visible, en más de una ocasión miró a su alrededor y vio la silueta del señor Blandois contra el humo que salía, directo a las alturas, de las chimeneas del monasterio como un velo dorado, colocarse en un lugar prominente para seguirlos con la vista. Mucho tiempo después, cuando ya era un simple punto negro en la nieve, Amy seguía teniendo la sensación de ver aún aquella sonrisa, la nariz grande y los ojos demasiado juntos. E incluso después, cuando el monasterio ya no se divisaba y algunas nubes matutinas velaban el paso, los brazos esqueléticos levantados al borde del camino parecían señalarlo a él.

Tal vez más traicionero que la nieve, de corazón más frío y más difícil de deshelar, Blandois de París fue desvaneciéndose en su recuerdo a medida que se acercaban a regiones más templadas. De nuevo el sol era cálido, de nuevo los arroyos que descendían de los glaciares y las cuevas llenas de nieve ofrecían agua refrescante, y de nuevo avanzaba la comitiva entre los pinos, los torrentes pedregosos, las cumbres frondosas, los valles, los chalés de madera y las toscas vallas en zigzag del país suizo. Algunas veces el camino se ensanchaba tanto que Amy podía montar al lado de su padre. Y entonces le bastaba con mirarlo, bellamente vestido con pieles y abrigos, rico, libre, bien servido y atendido, contemplando con sus propios ojos las maravillas del paisaje sin que una miserable reja le ocultara las vistas y proyectara una sombra encima de él.

También habían rescatado a su tío de la vieja sombra y éste se vestía con la ropa que le daban y hacía algunas abluciones como sacrificio familiar, del mismo modo que iba a donde lo llevaban, con la actitud paciente y agradecida de un animal de compañía, indicio de que el aire y el cambio le sentaban bien. En todos los demás aspectos, con una sola excepción, brillaba sin luz propia y reflejaba la luz de su hermano. La magnificencia, riqueza, libertad y grandeza de éste lo complacían, como si no tuvieran relación con él. Silencioso y retirado, no intervenía si hablaba su hermano; no deseaba que lo sirvieran, por lo que era a su hermano a quien los criados se dedicaban. El único cambio que se advertía en él afectaba al trato con la menor de sus sobrinas. Mostraba por ella un respeto cada vez mayor, algo infrecuente entre una persona de edad y una más joven, y aún podría decirse que era cosa todavía más rara la mesura con que lo mostraba. Cada vez que la señorita Fanny declaraba de una vez por todas una cosa u otra, el tío aprovechaba la primera ocasión para descubrirse ante su sobrina pequeña, ayudarla a bajar o subir del carruaje o dedicarle cualquier otra atención con la mayor de las deferencias. Y, sin embargo, estos detalles nunca parecían forzados o fuera de lugar, puesto que eran siempre sinceros, espontáneos y sencillos. Tampoco consentía, ni siquiera cuando se lo pedía su hermano, que lo sirvieran antes ni ser el primero en nada. Tanto empeño ponía en estas muestras de respeto que, en el mismo trayecto de regreso del Gran San Bernardo, se irritó profundamente con el lacayo porque éste no se apresuró a sostener el estribo de Amy cuando la joven descabalgó, a pesar de que iba a su lado; y sorprendió a todos los presentes al arremeter contra el criado con la mula, acorralándolo y amenazándolo con matarlo a patadas.

Formaban una bonita comitiva y a los dueños de las posadas poco les faltaba para adorarlos. Fueran donde fueran, su importancia los precedía: el guía privado que llegaba primero para ver qué habitaciones de categoría estaban libres. Era el heraldo de la procesión familiar. Después llegaba el gran carruaje con el señor Dorrit, la señorita Dorrit, la señorita Amy Dorrit y la señora General; en el exterior, algunos de los criados y, si hacía buen tiempo, el caballero Edward Dorrit, al que reservaban el pescante. Iba después el coche ligero con el caballero Frederick Dorrit y un lugar vacío que ocupaba el caballero Edward Dorrit cuando llovía. Detrás iba el carro con el resto del servicio, el equipaje pesado y todo el polvo y el barro que levantaban los dos coches que lo precedían.

Estos coches adornaban el patio de la posada de Martigny cuando la familia regresó de la excursión por la montaña. Había también otros vehículos, ya que el camino estaba transitado, desde el remendado Vettura italiano —que parecía un columpio de una feria inglesa, puesto sobre una bandeja de madera con ruedas y con otra bandeja de madera sin ruedas encima— hasta el pulcro coche inglés. Pero había otro adorno en la posada que el señor Dorrit no había contratado: dos viajeros desconocidos embellecían una de sus habitaciones.

El posadero, sombrero en mano en el patio, juraba al guía privado que estaba desolado, que estaba consternado, que estaba profundamente afligido, que era la más miserable y desafortunada de las bestias, que tenía la cabeza de un cerdo de madera. Nunca tendría que haber accedido, dijo, pero aquella dama tan distinguida le había rogado tan insistentemente que le cediera una habitación durante media horita para comer que no había sabido negarse. La media horita había pasado, la dama y el caballero estaban tomando el postre y media taza de café, la cuenta estaba pagada, habían pedido los caballos e iban a partir de inmediato; pero debido a un destino infausto y a la maldición del cielo, todavía no se habían marchado.

Nada podía superar la indignación del señor Dorrit cuando se dio media vuelta a los pies de la escalera tras oír estas disculpas. Tenía la sensación de que la dignidad de la familia había sido apuñalada por un mano asesina. Poseía la más exquisita conciencia de la propia dignidad y era capaz de detectar la menor ofensa cuando nadie la percibía ni remotamente. Los finos escalpelos que sentía clavarse constantemente con el fin de diseccionar su dignidad convertían su vida en una agonía.

—¿Es posible, posadero —exclamó el señor Dorrit, enrojeciendo excesivamente—, que haya usted… ejem… tenido la audacia de poner una de mis habitaciones a disposición de otra persona?

¡Pedía mil excusas! Para desgracia del posadero, había cedido a la petición de aquella dama distinguidísima. Rogaba al caballero que no se enfadara. Le rogaba que tuviera clemencia. Si
monseigneur
, tan amable, tuviera a bien ocupar durante cinco minutos el otro salón especialmente reservado para él, se solucionaba el problema.

—No, señor mío —declaró el señor Dorrit—. No ocuparé ningún salón. Me iré de su casa sin comer ni beber y sin poner siquiera el pie en ella. ¿Cómo se atreve a portarse así? ¿Cómo se ha atrevido a hacer conmigo lo que no haría con otro caballero?

¡Ay! El posadero ponía a todo el universo por testigo de que
monseigneur
era el más gentil de todos los miembros de la nobleza, el más importante, el más estimable, el más honrado. Si de algún modo había dado a
monseigneur
un trato distinto al de los demás se debía únicamente a que era más distinguido, más apreciado, más generoso y más reputado.

—No me diga eso, señor mío —contestó el señor Dorrit con furor altivo—. Me ha ofendido. Me ha insultado repetidas veces, ¿cómo se atreve? Haga el favor de explicarse.

¡Santo Cielo! Cómo podía explicar el posadero cuando no había nada más que explicar: sólo podía disculparse y ponerse en manos de la célebre magnanimidad de
monseigneur
.

—Le diré —prosiguió el señor Dorrit, jadeando de rabia— que me ha dado un trato diferente al de otros caballeros; que me ha dado un trato distinto a otros caballeros de fortuna y posición. Y quisiera saber a qué se debe. Quisiera saber… ejem… con qué autoridad, con qué autoridad. Conteste, señor mío. Explíquese. Dígame por qué.

El posadero rogó humildemente al señor guía privado que explicara a
monseigneur
, que solía ser tan clemente, que se enfadaba sin motivo. No había por qué. El señor guía privado podría explicar al
monseigneur
que se engañaba al sospechar que podía haber algún otro motivo más que el que su devoto servidor había tenido ya el honor de explicarle ya. Una dama distinguidísima…

—¡Silencio! —exclamó el señor Dorrit—. ¡Sujete la lengua! No quiero volver a oír hablar de la dama distinguidísima. No quiero volver a oír hablar de usted. Mire a esta familia, mi familia, una familia más distinguida que cualquier dama. Ha faltado al respeto a mi familia; ha sido usted insolente con esta familia. Lo arruinaré. Vayan a buscar los caballos, preparen los carruajes: no pienso poner el pie en la casa de este hombre nunca más.

Nadie había intervenido en la disputa, que estaba más allá del francés coloquial del caballero Edward Dorrit y apenas resultaba comprensible para las damas. Sin embargo, la señorita Fanny respaldó a su padre amargamente y declaró, en su lengua nativa, que estaba claro que algo ocultaba la impertinencia de aquel hombre, que merecía un castigo por tratar peor a su familia que a otras familias adineradas. No conseguía imaginar cuáles eran los motivos, pero sus motivos tendría y tenían que arrancárselos.

Todos los guías, conductores de mulas y ociosos que se encontraban en el patio fueron tomando parte en la disputa y quedaron muy impresionados al ver que el guía privado se afanaba en sacar los carruajes. Con ayuda de una docena de personas a cada rueda, se procedió con estruendo y luego pasaron a cargar los coches mientras esperaban que llegaran los caballos de la casa de postas.

Pero el coche de la dama inglesa distinguidísima tenía ya los caballos enganchados y estaba en la puerta de la posada, pues el posadero había subido a explicarle aquel difícil caso. Eso notificó en el patio cuando volvió a bajar las escaleras acompañando al caballero y a la dama y les indicó con un significativo movimiento de la mano dónde se encontraba el ofendidísimo señor Dorrit.

—Le ruego que nos perdone —dijo el caballero, adelantándose a la dama—. Soy hombre de pocas palabras y no se me da bien explicarme, pero la señora no desea en absoluto un altercado. Esta señora, mi madre, para ser exactos, desea que le diga que desea que no se produzca ningún altercado.

El señor Dorrit, que todavía jadeaba por la ofensa, saludó al caballero y saludó a la dama con un gesto frío, rotundo y tajante.

—No, pero de verdad, mire, oiga usted —dijo el caballero llamando la atención de Edward Dorrit, al cual se dirigió como si fuera un alivio providencial—. Vamos a ver si entre usted y yo lo arreglamos. La dama no desea ningún altercado.

Sujetó por la solapa al joven caballero Edward Dorrit y lo llevó aparte; éste adoptó una actitud de contención diplomática y contestó:

—Tendría usted que admitir que cuando se reservan varias habitaciones con la debida antelación no es agradable encontrarlas ocupadas.

—Claro que no —dijo el otro—, ya lo sé. Lo reconozco. Pero vamos a ver si entre usted y yo podemos arreglarlo y evitar el altercado. La culpa no es del posadero sino de mi madre. Es una mujer notable y muy sensata, muy educada; el posadero no ha sabido resistirse y ella ha hecho con él lo que ha querido.

—Si es ése el caso… —dijo el joven caballero Edward Dorrit.

—Le aseguro que así es. Por tanto —dijo el otro caballero, insistiendo en el punto principal de su argumentación—, ¿por qué un altercado?

—Edmund —dijo la dama desde la puerta—, espero que hayas explicado o estés explicando a la entera satisfacción de este caballero y de su familia que este amable posadero no tiene la culpa de nada.

—Por supuesto, madre —contestó Edmund—, que no hago otra cosa.

Miró rápidamente a Edward Dorrit, lo observó unos segundos y exclamó, en un arranque de confidencialidad:

—¡Vamos, viejo amigo! ¿Arreglado?

—La verdad es que, después de todo —dijo la dama avanzando elegantemente un par de pasos hacia el señor Dorrit—, me temo que tendría que haberles dicho de entrada que le garanticé al buen posadero que correría con todas las consecuencias de haber ocupado en su ausencia la suite de un desconocido durante el tiempo (escaso) de una comida. No tenía ni idea de que el legítimo propietario volvería tan pronto ni tampoco tenía la menor idea de que hubiera vuelto; de haberlo sabido, me habría apresurado a devolverle mi inmerecida habitación y le habría ofrecido explicaciones y disculpas. Espero que con esto…

BOOK: La pequeña Dorrit
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