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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (72 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Al seguir la luz que tan afortunadamente habían hallado, y viendo que todos los testimonios de los conocidos de la señora General eran tan impresionantes como los mencionados, el señor Dorrit se tomó la molestia de viajar al condado del viudo de provincias para conocer a la señora General y descubrió en ella una dama de una cualidad superior a sus mayores expectativas.

—Me disculpará usted —dijo el señor Dorrit— si le pregunto… ejem… qué remune…

—Por supuesto, es una cuestión que prefiero evitar —lo interrumpió la señora General—. Nunca hablé de ella con mis amigos y no puedo dejar de tratar con delicadeza este asunto, señor Dorrit. Espero que se haya dado cuenta de que yo no soy una institutriz…

—¡Por supuesto! —dijo el señor Dorrit—. Señora, le ruego que no piense ni por un momento que ésa es mi idea —y llegó a sonrojarse ante la mera sospecha.

La señora General inclinó la cabeza con gesto serio.

—Por otra parte, no puedo poner precio a unos servicios que, para mí, constituye un placer prestar de modo espontáneo pero que jamás podría realizar a cambio de una mera remuneración. Tampoco sé dónde ni cómo encontrar un caso paralelo al mío, que es muy especial.

Sin duda, pero entonces (insinuó el señor Dorrit, cosa bastante lógica), se preguntaba cómo podrían abordar el asunto.

—No me opongo —dijo la señora General—, aunque para mí eso también resulta desagradable, a que pregunte usted a mis amigos de esta casa qué cantidad me han ido ingresando trimestralmente en el banco.

El señor Dorrit asintió mostrando su conformidad.

—Permítame que añada —dijo la señora General—, que preferiría no volver a sacar el tema. Y también que no puedo aceptar una posición inferior o secundaria. Si tengo el honor de conocer a la familia del señor Dorrit… ¿creo que dijo que tenía dos hijas?

—Dos hijas.

—Sólo puedo aceptar el puesto si el trato que recibo es de total igualdad como acompañante, protectora, tutora y amiga.

El señor Dorrit, a pesar la conciencia de su propia importancia, tuvo la sensación de que la dama era muy amable al aceptar la propuesta y a punto estuvo de decírselo.

—Según creo —dijo la señora General—, ha dicho que tenía dos hijas.

—Dos hijas —dijo de nuevo el señor Dorrit.

—Tendrá que sumar un tercio al pago (sea cual sea la cantidad) que mis amigos ingresaban en el banco.

El señor Dorrit consultó sin más dilación al viudo de provincias y, tras averiguar que pagaba trescientas libras a la señora General, llegó a la conclusión, sin tener que aplicarse mucho en aritmética, de que tenía que pagar cuatrocientas. Como la señora General era una mercancía tan espléndida que se diría que podía tener cualquier precio, y el señor Dorrit le propuso en firme que le permitiera el honor y el placer de considerarla un miembro de la familia, la dama le concedió ese privilegio y ahí estaba.

En persona, la señora General tenía un aspecto muy digno e imponente en el que su falda parecía desempeñar un papel principal: era amplia, susurrante, gravemente voluminosa; siempre bien erguida y precedida por las normas sociales. Podían llevarla —la habían llevado— hasta lo más alto de los Alpes o lo más profundo de Herculano sin que se le desordenara un pliegue del traje o se le moviera de sitio un alfiler. Si su semblante y su cabello parecían un tanto harinosos, como si viviera en un molino de una distinción trascendental, se debía a que toda ella daba la impresión de ser de tiza y no a que se cubriera el rostro con polvos violeta o el cabello se le hubiera vuelto gris. Si sus ojos no tenían expresión, probablemente era porque no tenían nada que expresar. Si tenía pocas arrugas era porque la inteligencia nunca había escrito su nombre ni ninguna otra cosa en su rostro. Era una mujer fría, cerosa y apagada que nunca había iluminado su entorno.

La señora General no tenía opiniones. Su manera de formar la inteligencia de una joven era impidiendo que ésta tuviera opiniones. Tenía una escasa variedad de surcos o raíles mentales en forma de círculo por los que hacía circular los trenes de las opiniones ajenas; estos nunca se alcanzaban entre sí ni llegaban nunca a ningún lugar. Ni siquiera su devoción por el decoro le impedía poner en duda que en este mundo había cosas indecorosas, pero se libraba de ellas apartándolas de su vista y simulando que no existían. Ésta era otra de sus maneras de formar una inteligencia: amontonar todas las cuestiones difíciles en los armarios, cerrarlos con llave y negar su existencia. Era el sistema más fácil y, sin comparación posible, el más decoroso.

A la señora General no se le podía contar nada desagradable. Los accidentes, las miserias y las ofensas no se podían mencionar delante de ella. La pasión se iba a dormir en presencia de la señora General y la sangre se convertía en leche aguada. Lo poco que quedaba en el mundo, una vez eliminado todo lo dicho, era la provincia que la señora General se dedicaba a barnizar. En su proceso de formación, sumergía el más pequeño de los pinceles en el mayor de los recipientes de barniz y así barnizaba la superficie de cualquier objeto que cayera bajo su influencia. Cuantas más grietas tenía un asunto, más lo barnizaba.

Había barniz en su voz, había barniz en su tacto y la envolvía una atmósfera de barniz. Incluso sus sueños, si es que soñaba alguna vez, estarían también barnizados mientras dormía en los brazos del buen san Bernardo y los copos de nieve caían como plumas sobre el tejado del monasterio.

Capítulo III

De camino

El brillante sol de la mañana cegaba los ojos, la nieve había dejado de caer, la niebla se había desvanecido, el aire de la montaña era tan claro y ligero que la sensación de respirarlo era como la de entrar en una nueva existencia. Para contribuir a la ilusión, el suelo parecía haber desaparecido, y las montañas, una extensión brillante de inmensos montones y masas blancas, era como una región de nubes flotando entre el cielo azul y la tierra.

Una hilera de puntitos negros en la nieve, como nudos en un hilo, que empezaba en la puerta del monasterio y se alejaba por las curvas del camino en tramos interrumpidos, indicaba los lugares en que trabajaban los hermanos para limpiar el sendero. Alrededor de la puerta, la nieve comenzaba a estar pisoteada. Los hombres sacaban las mulas, las sujetaban a las anillas de la pared y las cargaban; ajustaban las ristras de cascabeles, ataban la carga; las voces de los conductores y de los jinetes sonaban musicalmente; los más madrugadores habían reanudado su viaje y, tanto hacia la cumbre como camino abajo, por la senda del día anterior, las pequeñas figuras de hombres y mulas, reducidas a una miniatura por la inmensidad del entorno, avanzaban con un tintineo de cascabeles y una agradable armonía de lenguas.

En el comedor de la víspera, un nuevo fuego, apilado sobre las cenizas, como plumas, del precedente, iluminaba un desayuno casero de pan, leche y mantequilla. Iluminaba también al guía de la familia Dorrit, que preparaba el té que traía consigo para el grupo, además de algunas otras provisiones destinadas a los numerosos acompañantes. El señor Gowan y Blandois de París habían desayunado ya y paseaban a orillas del lago, fumando cigarros.

—Así que Gowan… —murmuró Tip, conocido también como el caballero Edward Dorrit, mientras pasaba las hojas del libro de viajeros, después de que el guía los dejó para que desayunaran—. Gowan es nombre de cachorro de perro, eso es lo único que tengo que decir. Si hubiera tenido tiempo que perder, le habría dado un golpe en el morro. Pero no merece la pena que le dedique ni un momento, afortunadamente para él. ¿Cómo está su mujer, Amy? Seguro que lo sabes, siempre sabes estas cosas.

—Está mejor, Edward, pero no se irán hoy.

—Oh, no se van hoy. Afortunadamente también para ellos —dijo Tip—, o él y yo habríamos terminado chocando.

—Consideran que es mejor que descanse hoy y no tenga que soportar las sacudidas y el cansancio hasta mañana.

—Me alegro muchísimo. Pero hablas como si hubieras estado cuidándola. Ahora que no nos oye la señora General, no habrás recaído en tus viejas costumbres, ¿verdad, Amy?

Formuló la pregunta mirando de soslayo a su padre y a Fanny.

—Sólo he ido a preguntar si podía ayudarla en algo, Tip —contestó la pequeña Dorrit.

—No me llames Tip, Amy —contestó el joven caballero frunciendo el ceño—, porque es una de esas viejas costumbres que debes olvidar.

—No quería decirlo, querido Edward. Me he distraído. Antes era tan natural que me parecía lo más indicado en este momento.

—Oh, claro —intervino Fanny—. Natural e indicado y antes y todo eso. ¡Tonterías! Sé perfectamente por qué te interesas por la señora Gowan, a mí no me engañas.

—No lo intento, Fanny, no te enfades.

—¡Que no me enfade! —contestó la dama con un gesto airado—. No tengo paciencia para aguantar esto —exclamó, y era bien cierto.

—Por favor, Fanny —dijo el señor Dorrit, alzando las cejas—, ¿a qué te refieres? Explícate.

—Oh, no se preocupe, papá —contestó Fanny—, no es un asunto importante. Amy ya me entiende. Conocía o sabía quién era esa tal señora Gowan antes de ayer y será mejor que lo reconozca.

—Hija mía —dijo el señor Dorrit, volviéndose hacia la más joven—. ¿Tu hermana tiene algún tipo de autoridad para hacer tan curiosa afirmación?

—Por bondadosas que seamos —dijo Fanny antes de que Amy pudiera contestar—, no subimos a las habitaciones de la gente en las cumbres de las gélidas montañas y nos sentamos a su lado muertas de frío a menos que sepamos algo de antemano. No es difícil adivinar de quién es amiga la señora Gowan.

—¿De quién es amiga? —preguntó el padre.

—Papá —contestó Fanny, que para entonces ya había conseguido, haciendo el esfuerzo habitual, irritarse como víctima de un gran abuso y ultraje—, lamento decirle que me parece que es amiga de esa persona tan desagradable e inconveniente que, con total falta de delicadeza, en contra de lo que nuestra experiencia podría habernos llevado a esperar de él, insultó y ofendió nuestros sentimientos de modo público y deliberado en una ocasión a la que hemos acordado no aludir jamás directamente.

—Amy, hija mía —dijo el señor Dorrit, atemperando cierta severidad con un afecto digno—. ¿Es ése el caso?

La pequeña Dorrit contestó con mansedumbre que sí, efectivamente.

—¡Efectivamente! —exclamó la señorita Fanny—. ¡Claro, ya lo decía yo! Papá, declaro de una vez por todas —la joven dama había adquirido la costumbre de declarar las cosas de una vez por todas todos los días de su vida e incluso varias veces al día— que es una vergüenza. Declaro de una vez por todas que hay que poner freno a todo esto. No basta con que hayamos pasado por lo que nosotros sabemos sino que, precisamente, tiene que echárnoslo en cara constante y sistemáticamente quien más sensible tendría que ser a nuestros sentimientos. ¿Y nos veremos expuestos a esta conducta innatural todos los días de nuestra vida? ¿No se nos permitirá nunca olvidar? Lo digo de nuevo: ¡eso es completamente infame!

—Amy —señaló el hermano, moviendo la cabeza con un gesto de negación—, ya sabes que te respaldo siempre que puedo y en la mayoría de las ocasiones. Pero debo decir que, a fe mía, me parece una forma bastante inexplicable de mostrar tu afecto fraternal que respaldes a un hombre que me trató del modo menos caballeroso que un hombre puede tratar a otro. Y que —añadió concluyente— tiene que ser un ladrón de lo más rastrero para comportarse como se comportó.

—Y mira —añadió la señorita Fanny—, mira las consecuencias, ¿podremos esperar que nos respeten los criados? Jamás. Tenemos dos doncellas, el ayuda de cámara de papá, un lacayo y un guía privado, además de las personas que nos atienden, y, a pesar de todo, uno de nosotros corre con vasos de agua fría como si fuera un sirviente —insistió Fanny—. ¡Vamos, si un mendigo tuviera un ataque en la calle, un policía no tendría más remedio que socorrerlo con vasos de agua, como hizo Amy anoche en esta misma habitación ante nuestros ojos!

—La verdad es que, en esta ocasión, eso no me preocupa demasiado —señaló Edward—. Pero lo de vuestro Clennam, como a él le gusta llamarse, es cosa distinta.

—Clennam forma parte del mismo asunto —dijo la señorita Fanny—: impuso su presencia desde el principio, nunca la pedimos. Y yo, por ejemplo, siempre le demostré que podría prescindir de su compañía con el mayor placer. Y ahora nos ofende tremendamente, una ofensa que nunca habría cometido si no hubiera sido por el placer que obtiene al dejarnos en evidencia. ¡Y ahora nos rebaja poniéndonos al servicio de sus amigos! Vaya, no me extraña que este señor Gowan se portara así contigo. ¡Qué otra cosa se podía esperar cuando estaba disfrutando de la historia de nuestras desgracias pasadas, cuando se estaba recreando en ellas en ese mismo momento!

—¡Padre! ¡Edward! ¡Claro que no es eso! —exclamó la pequeña de los Dorrit—. Ni el señor ni la señora Gowan habían oído nunca nuestro nombre. Desconocían y desconocen por completo nuestra historia.

—En ese caso, peor todavía —replicó Fanny, decidida a no aceptar atenuantes—, porque no tienes excusa. Si hubieran sabido algo de nosotros, podrías haberte sentido obligada a tener con ellos una buena relación. Habría sido un error deleznable y ridículo, pero puedo aceptar un error; pero no puedo respetar que rebajes voluntariamente y con premeditación a las personas que más tendrías que querer y respetar. No, no puedo aceptarlo. No puedo por menos de denunciarlo.

—Jamás te ofendería deliberadamente, Fanny —dijo la pequeña Dorrit—, aunque me trates con tanta dureza.

—En tal caso, Amy, tendrías que ir con más cuidado —contestó su hermana—. Si haces estas cosas sin querer y sin darte cuenta, tendrías que ir con más cuidado. Si yo hubiera nacido en un lugar especial y en circunstancias especiales y ello enturbiara mi conocimiento de las formas sociales, imagino que me consideraría obligada a analizar cada paso que daba. Y me preguntaría si iba a poner en un compromiso a mis parientes más cercanos. Eso es lo que me parece que haría, si fuera ése mi caso.

Llegado este momento, intervino el señor Dorrit para poner fin de inmediato a estos asuntos dolorosos con su autoridad y extraer una enseñanza moral con su sabiduría.

—Querida —le dijo a su hija menor—, te ruego que… ejem… no digas nada más. Tu hermana Fanny se expresa con contundencia, pero no sin una dosis considerable de razón. Ocupas ahora… ejem… una posición muy elevada. Esta posición no la ocupas sola, sino… ejem… conmigo y… ejem… con todos nosotros. Nosotros. Así pues, corresponde a todas las personas que tienen un lugar destacado en la sociedad, pero especialmente a esta familia, por razones sobre las que… ejem… no quiero extenderme, hacerse respetar. Estar atentos que se nos respete. Para que los subordinados nos respeten debemos saber guardar las distancias… ejem… y quedar por encima. Así pues, no puedes exponerte a las observaciones de nuestros sirvientes sugiriendo que puedes realizar tú sus servicios y prescindir de ellos… ejem… Eso es de suma importancia.

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