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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (70 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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El joven, que estaba de pie en actitud relajada delante del hogar, pavoneándose con su monóculo, de espaldas a las llamas y con los faldones de la levita recogidos bajo el brazo, en cierto modo como un ave de corral y lista para el asador, quedó desconcertado al oír estas palabras; parecía a punto de pedir explicaciones cuando, al volver todos los ojos hacia el hombre que había hablado, vieron que la dama que lo acompañaba, que era joven y bella, no había podido oír sus comentarios porque se había desmayado con la cabeza apoyada en su hombro.

—Me parece que debería llevarla directamente a su cuarto —dijo el caballero en voz baja—. ¿Podría usted llamar a alguien que traiga una luz y nos indique el camino? —rogó a su compañero—. No sé si podrá orientarse en este sitio, tan grande y complicado.

—Le ruego que me permita llamar a mi doncella —exclamó la más alta de las señoritas.

—Le ruego que me permita mojarle los labios —añadió la más baja, que todavía no había dicho nada.

Como cada una hizo lo que había propuesto, los auxilios no faltaron. De hecho, cuando entraron las dos doncellas (escoltadas por el guía privado para evitar que por el camino alguien las abrumara dirigiéndoles la palabra en una lengua extranjera), la perspectiva de auxilio llegó a ser excesiva. Dándose cuenta y explicándoselo en pocas palabras a la más joven y menuda de las dos señoritas, el caballero se pasó el brazo de su mujer por los hombros, la levantó y se la llevó a cuestas.

Su amigo se quedó solo con los demás y anduvo arriba y abajo por la sala sin volver junto al fuego, tirándose del negro bigote en un gesto contemplativo, como si se sintiese comprometido por la última réplica. Mientras el objeto de ésta rumiaba la injuria en un rincón, el jefe se dirigió pomposamente a aquel caballero:

—Su amigo, señor mío, dijo, es… ejem… un poco impaciente; y, debido a su impaciencia, tal vez no sea todo lo sensible que debería ser a… ejem… pero pasémoslo por alto, pasémoslo por alto. Su amigo es algo impaciente, caballero.

—Tal vez sea el caso, señor —replicó el caballero—. Pero tuve el honor de conocerlo en el hotel de Ginebra, donde coincidimos en buena compañía hace cierto tiempo, y habiendo tenido el honor de disfrutar después de su presencia y conversación en multitud de excursiones, no puedo creer nada que se diga en su contra. Nada, ni siquiera en boca de una persona de su apariencia y posición, señor.

—De mi boca no lo oirá, desde luego. Al observar que su amigo peca de impaciencia, no digo nada en contra de él. Me limito a observarlo, ya que, puesto que sin duda mi hijo, que es, por nacimiento y… ejem… educación un… ejem… un caballero, se habría sometido de inmediato al deseo, expresado con amabilidad, de que el fuego quedase accesible en igual medida al conjunto del círculo aquí presente. Lo que a mí mismo, en principio… ejem… me parece bien, puesto que todos somos iguales… ejem… en estas ocasiones…

—Muy bien —fue la respuesta—. Dejémoslo aquí. Quedo humildemente a disposición de su hijo. Ruego a su hijo que tenga la seguridad de contar con mi más profunda consideración. Y ahora, caballero, estoy dispuesto a admitir, y admitirlo libremente, que mi amigo tiene a veces un temperamento algo sarcástico.

—¿Es esa dama la esposa de su amigo, caballero?

—Esa dama es la esposa de mi amigo, en efecto.

—Es muy agraciada.

—Señor, no tiene parangón. No llevan ni un año casados. Siguen de viaje, en parte de luna de miel y en parte por motivos artísticos.

—¿Su amigo es artista, caballero?

Éste respondió besándose los dedos de la mano derecha y lanzando el beso al cielo con el brazo extendido, como si dijera: «¡Lo encomiendo a los poderes celestiales como artista inmortal!».

—Pero pertenece a una familia importante —añadió—. Tiene las mejores relaciones. Es más que un artista: se mueve en altas esferas. Puede que haya renegado de dichas relaciones, con orgullo, impaciencia, sarcasmo (lo concedo); pero las tiene. Indicios que han surgido en el curso de nuestras conversaciones me lo han dado a entender.

—¡Bueno! —dijo el pomposo caballero, dispuesto, al parecer, a dejar por fin el tema—. Confío en que la señora no se sienta indispuesta por mucho tiempo.

—Así lo espero, señor.

—Simple fatiga, creo yo.

—Algo más que simple fatiga, caballero, porque su mula ha tropezado hoy y ella se ha caído de la silla. No ha sido una mala caída, ya que se ha levantado sin ayuda y ha seguido cabalgando muy risueña por delante de nosotros; pero por la tarde se ha quejado de cierto dolor en un costado. Lo ha dicho en más de una ocasión mientras seguíamos a su grupo montaña arriba.

El caballero que encabezaba la comitiva más numerosa, que se comportaba cortésmente pero sin familiaridad, pareció pensar que ya había conversado más que suficiente. No añadió nada y guardaron silencio aproximadamente un cuarto de hora hasta que se sirvió la cena.

Con ella llegó uno de los monjes jóvenes (no parecía haber monjes ancianos) para ocupar la cabecera de la mesa. La cena fue como la de un hotel suizo ordinario y no faltó un buen vino tinto elaborado por el monasterio en climas más benévolos. El artista viajero reapareció tranquilamente y tomó asiento con los demás, sin que pareciera acordarse de la pequeña escaramuza que había tenido con el viajero tan bien equipado.

—Dígame —preguntó al anfitrión mientras tomaba la sopa—, ¿tiene el monasterio muchos de sus famosos perros en este momento?

—Tiene tres,
monsieur
.

—He visto tres en la galería de abajo. Serán ellos, sin duda.

El anfitrión, un esbelto joven de cabello oscuro, ojos brillantes y modales educados, vestido con un hábito negro con bandas blancas cruzadas como si fueran tirantes, y que no se parecía más al tipo habitual de monje de san Bernardo que al tipo habitual de perro San Bernardo, respondió que, sin duda, se trataba de esos perros.

—Y me parece —continuó el viajero artista— que no es la primera vez que veo a uno de ellos.

Era posible. Era un perro bastante conocido.
Monsieur
bien podía haberlo visto en el valle o en algún lugar del lago, cuando bajaba (se refería al perro) con un monje de la orden para pedir ayuda para el monasterio.

—Lo que se hace en determinada época del año, según creo.

Monsieur
tenía razón.

—Y siempre con un perro. El perro es muy importante.

De nuevo tenía razón
monsieur
. El perro era muy importante. La gente se interesaba mucho por el perro, como era natural, pues se trataba de una raza de perro apreciada en todas partes, como bien podría observar
ma’amselle
.

Ma’amselle
tardó un poco en observarlo, como si todavía no estuviese acostumbrada al francés. La señora General, sin embargo, lo observó en su lugar.

—Pregúntele si ha salvado muchas vidas —dijo, en su inglés nativo, el joven que poco antes había sido desairado.

El anfitrión no necesitaba que le tradujesen la pregunta y respondió al instante en francés:

—No, éste no.

—¿Por qué no? —preguntó el mismo caballero.

—Si se le da la oportunidad, sin duda lo hará —respondió el anfitrión sin inmutarse—. Por ejemplo, estoy completamente convencido —prosiguió, sonriendo sosegadamente al caballero desairado mientras cortaba la ternera en la fuente para que se repartiese entre los comensales— de que, si usted mismo,
monsieur
, le diese la oportunidad, se apresuraría con gran entusiasmo a cumplir con su deber.

El viajero artista se echó a reír. El viajero entrometido (que daba muestras de una previsora impaciencia por hacerse con su parte de la cena), mientras se limpiaba unas gotas de vino del bigote con un trozo de pan, se incorporó a la conversación:

—Está ya un poco avanzada la estación para turistas viajeros, ¿no es así, padre?

—Sí, es tarde. Dos o tres semanas más, como máximo, y quedaremos a merced de las nieves invernales.

—¡Y también —añadió el viajero entrometido— de los perros que buscan en la nieve a los niños sepultados, según se ve en las imágenes!

—Usted perdone —preguntó el anfitrión, que no acababa de entender la alusión—. ¿A qué perros que buscan en la nieve y a qué niños enterrados se refiere?

El viajero artista tomó la palabra antes de que alguien pudiese responder.

—¿Acaso no sabe —inquirió con frialdad mirando a su compañero— que sólo los contrabandistas vienen por aquí en invierno, porque sólo ellos tienen algún interés en este lugar?

—¡Santo cielo! No; nunca lo había oído decir.

—Así es, según creo. Y, como saben interpretar los indicios del tiempo, no dan trabajo a los perros, que, en consecuencia, han ido desapareciendo, aunque este albergue no esté mal situado para ellos. Me temo que los contrabandistas suelen dejar en casa a los parientes de menor edad. Pero ¡es una gran idea! —exclamó el viajero artista, de repente con tono de entusiasmo—. Es una idea sublime. ¡Es la mejor idea del mundo! ¡Se me llenan los ojos de lágrimas sólo de pensarla, por Júpiter!

Tras lo cual siguió comiéndose la ternera con gran compostura.

Había habido en el fondo de su intervención algo incoherente y burlón que ponía una nota de discordia en el ambiente, aún en boca de un hombre refinado y atractivo; y el matiz desdeñoso estaba disimulado con tanta habilidad que era muy difícil de entender para quien no dominase perfectamente la lengua inglesa, e, incluso entendiéndola, difícilmente podría alguien llegar a ofenderse, debido a lo natural y desapasionado del tono. Después de acabar la ternera en silencio, el joven artista volvió a tomar la palabra para dirigirse a su amigo:

—¡Mire a este caballero, nuestro anfitrión —prosiguió en el mismo tono—, que todavía no está en la flor de la vida, y que preside nuestra mesa con tanta delicadeza y tan perfecta cortesía y modestia! ¡Sus modales son dignos de un rey! Cene usted con el lord principal alcalde de Londres (si es que consigue una invitación) y observe la diferencia. ¡Este cumplido caballero, cuya cara es la más finamente cincelada que he visto en mi vida, una cara de líneas perfectas, abandona una vida laboriosa y sube aquí arriba, a no sé qué altitud por encima del nivel del mar, sin otro propósito (además del de disfrutar, espero, de un refectorio excepcional) que el de albergar a pobres diablos ociosos como usted y como yo, y dejar la cuenta para nuestra conciencia! ¿No es éste un maravilloso sacrificio? ¿Qué otra cosa necesitamos para emocionarnos? ¿Vamos acaso a menospreciar este sitio por no haber encontrado en él individuos recién rescatados de aspecto interesante, sujetos al cuello de los perros más sagaces del mundo, que llevan un collar con un barrilito de madera, ocho o nueve meses de cada doce? ¡No! Bendito sea. ¡Es un lugar maravilloso, un lugar magnífico!

El pecho del caballero canoso, el jefe del grupo numeroso, se había hinchado como en señal de protesta por verse incluido entre los pobres diablos. Apenas terminó su intervención el viajero artista, tomó él la palabra con gran dignidad, como si fuese responsabilidad suya llevar la voz cantante en la mayoría de las situaciones y hubiese desatendido ese deber por unos momentos.

Comunicó ponderadamente a su anfitrión la opinión de que su vida, en invierno, debía de ser de lo más aburrida.

El anfitrión le concedió a
monsieur
que podía llegar a ser algo monótona. El aire se hacía difícil de respirar durante mucho tiempo. El frío era extremo. Se necesitaba juventud y fuerza para aguantarlo. Sin embargo, si se disponía de ambas y de la bendición de Dios…

Sí, todo eso era muy bonito. «Pero la reclusión…», dijo el caballero canoso.

Había días, incluso con mal tiempo, en los podían salir a dar un paseo. Tenían la costumbre de despejar un caminito y hacer ejercicio allí.

—Pero el espacio —insistió el caballero canoso—. Tan pequeño. Tan… tan extremadamente limitado.

Monsieur
tal vez recordaba que había refugios que visitar, y que también había que abrir sendas para poder llegar a ellos.

Monsieur
insistió, por su parte, en que el espacio era tan… ejem… tan extremadamente reducido. Sin contar con que era el mismo, siempre el mismo.

Restándole importancia con una sonrisa, el anfitrión alzó amablemente los hombros y los bajó con no menos amabilidad. Eso era cierto, observó, pero tenía que permitirle que señalara que la mayor parte de las cosas admiten diferentes puntos de vista.
Monsieur
y él no contemplaban su modesta vida desde el mismo punto de vista.
Monsieur
no estaba acostumbrado a la reclusión.

—Yo… ejem… sí, cierto —respondió el caballero canoso. Parecía muy impresionado por el peso del argumento.

Monsieur
, en su condición de viajero inglés, sin duda viajaría con todas las comodidades; y poseía fortuna, coches y servicio…

—Exactamente, exactamente. Sin duda —dijo el caballero.

Monsieur
no podía sin dificultad ponerse en el lugar de una persona que no podía elegir y decir: «Mañana iré aquí, pasado iré allá; saltaré estas barreras, ampliaré estos límites».
Monsieur
tal vez no podía saber cómo se adaptaba en estos casos el espíritu a la fuerza de la necesidad.

—Es cierto —dijo
monsieur
—. Dejemos… ejem… el asunto. Tiene usted… ejem… mucha razón, no lo dudo, no le demos más vueltas.

La cena había terminado y, mientras el caballero decía esto, apartó la silla y regresó al lugar que había ocupado previamente junto al fuego. Como hacía mucho frío en la mayor parte de la mesa, los otros huéspedes también volvieron a sus asientos cerca del hogar con la intención de tostarse convenientemente antes de irse a la cama. El anfitrión, cuando se hubieron levantado de la mesa, saludó a todos los presentes con una inclinación, les deseó buenas noches y se retiró. Antes de que se marchara, el viajero entrometido le preguntó si era posible que le trajeran un poco de vino caliente, a lo que el monje contestó afirmativamente; en cuanto llegó el vino, el viajero, sentado en el centro del grupo, recibiendo de lleno el calor del fuego, se dedicó sin demora a servirlo a todos.

En ese momento, la más joven de las dos señoritas, que había escuchado en silencio desde un rincón oscuro (el resplandor del fuego era la fuente de iluminación principal, ya que la luz de la lámpara era tenue y desprendía mucho humo) lo que se decía de la dama ausente, salió sigilosamente. Después de cerrar la puerta con cuidado, no supo hacia dónde dirigirse; pero, tras dudar un poco entre el eco de los pasadizos y los muchos caminos a su disposición, llegó a un cuarto en la esquina de la galería principal donde estaban cenando los criados. De ellos obtuvo una lámpara e indicaciones para llegar al dormitorio de la joven dama.

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