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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (66 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Pancks había seguido la pista de aquellos derechos con una sagacidad inalterable y una paciencia y una discreción incansables.

—Cómo iba a pensar yo, señor Clennam —dijo Pancks—, cuando nos cruzamos en Smithfield aquella noche y le conté a qué me dedicaba, que esto terminaría así. Cómo iba a pensar yo cuando le pregunté si era usted de los Clennam de Cornualles que un día le contaría yo quiénes eran los Dorrit de Dorsetshire.

Pancks pasó a exponerlo todo con detalle: cómo, después de anotar en su agenda el apellido Dorrit, éste le había llamado la atención. Y como en muchas ocasiones había visto que no había consanguinidad probada, cercana ni lejana, entre dos apellidos idénticos originarios del mismo lugar, no le había dado mucha importancia, excepto para imaginar qué cambio tan sorprendente supondría para la condición de una simple costurera que se pudiera demostrar que tenía algún derecho sobre una heredad tan importante. Y cómo había seguido investigando porque, tal vez, algo en la menuda costurera le había gustado y había despertado su curiosidad. Cómo había avanzado, paso a paso, y cómo había ido «topeando» (ésa fue la expresión del señor Pancks) poco a poco. Cómo, al principio de la tarea descrita por este nuevo verbo —para hacerlo más expresivo, Pancks cerró los ojos y se sacudió el cabello que le caía por encima—, había pasado de luces y esperanzas repentinas a oscuridades y desesperanzas una, otra, varias veces. Cómo había hecho amigos en la cárcel con la intención deliberada de entrar y salir igual que otros entraban y salían; y cómo el primer rayo de luz había venido, sin que ellos lo supieran, del mismo señor Dorrit y su hijo, con los que había trabado conocimiento sin dificultad; había hablado mucho con los dos («pero siempre “topeando”, ya ve usted», dijo el señor Pancks), y había deducido, sin que lo sospecharan, dos o tres cuestiones de la historia de la familia que, a medida que resolvía algunas pistas, le habían sugerido otras. Cómo, al final, le había parecido evidente que había descubierto en efecto sus derechos legales a una gran fortuna y que a ese descubrimiento sólo le faltaba el remate legal. Y cómo, llegados a este punto, había hecho jurar solemnemente a su casero, el señor Rugg, que guardaría el secreto y lo había incitado a colaborar en las tareas de topo. Cómo había contratado a John Chivery como único empleado y agente, ya que sabía por quién sentía devoción. Y cómo hasta el momento, cuando las autoridades que tenían poder en el Banco de Inglaterra y conocían la ley habían declarado que sus trabajos habían terminado, no habían confiado en nadie.

—De modo que, si todo se hubiera ido al garete en el último momento —concluyó Pancks—, pongamos que la víspera del día en que le enseñé a usted los papeles en el patio de la cárcel, o ese mismo día, sólo nosotros nos habríamos visto cruelmente decepcionados y nadie más habría perdido un solo penique.

Clennam, que durante toda la narración no había dejado de estrechar la mano de Pancks, gracias a estas últimas palabras recordó con una perplejidad que apenas atenuaba la revelación principal:

—Querido señor Pancks, todo esto tiene que haberle costado un dineral.

—Pues sí, bastante —dijo Pancks con aire triunfal—. No ha sido poco, aunque gastamos lo menos posible. Y el desembolso ha sido una dificultad añadida, permítame que le diga.

—¡Una dificultad! —repitió Clennam—. ¡Cuántas dificultades ha tenido que vencer en todo el proceso! —exclamó, estrechándole la mano de nuevo.

—Le diré cómo lo hice —dijo Pancks, encantado, enderezándose con un gesto el cabello hasta dejarlo tan exaltado como él mismo—. Primero, me gasté todo mi dinero, que tampoco era mucho.

—Lo siento —dijo Clennam—, aunque ahora ya no tenga importancia. ¿Y después?

—Después —contestó Pancks—, le pedí un préstamo a mi amo.

—¿El señor Casby? —preguntó Clennam—. Es un buen hombre.

—Un gran hombre, ¿verdad? —dijo Pancks, iniciando una serie de resoplidos un tanto secos—. Un tipo muy generoso. Un hombre muy confiado. Un tipo filántropo. ¡Un hombre benévolo! Al veinte por ciento. Y me comprometí a pagárselo, pero es que en nuestro negocio no pedimos menos.

Arthur se dio cuenta de que, en su entusiasmo, se había precipitado al sacar conclusiones.

—Le dije a ese fervoroso cristiano —prosiguió el señor Pancks, que, al parecer, disfrutaba con aquel epíteto— que tenía un proyecto entre manos muy prometedor. Le dije que era muy prometedor y que requería un poco de capital. Le propuse que hiciera el préstamo a mi nombre y eso hizo, al veinte por ciento. Y así lo anotó para que pareciera parte del capital. Si después de firmarlo me hubiera arruinado, habría sido su siervo los siete años siguientes con la mitad de sueldo y el doble de trabajo. Pero ese hombre es un Patriarca perfecto y merece la pena servirlo con esas condiciones u otras cualesquiera.

Aunque le hubiera ido la vida en ello, Arthur no habría sabido decir si hablaba en serio o no.

—Cuando el dinero se acabó —siguió contando Pancks—, y lo cierto es se acabó, aunque lo gasté como si fuera mi propia sangre, ya había metido al señor Rugg en el secreto. Pedí prestado al señor Rugg (o a la señorita Rugg; es lo mismo; ganó un poco de dinero especulando en un tribunal civil). Me lo dejó al diez por ciento y a él todavía le parecía mucho. Pero el señor Rugg es pelirrojo y lleva el pelo corto. Y usa sombrero de copa alta y de ala estrecha. Y no va por ahí con aire benevolente como si fuera un patriarca.

—Merece usted una buena recompensa por todo esto —dijo Clennam.

—Confío en obtenerla, señor —contestó Pancks—. No he hecho ningún trato. En una ocasión hice uno con usted y ahora lo cumplo. Si se me devuelve el dinero que gasté, se me paga el tiempo dedicado y se zanja la deuda con el señor Rugg, para mí mil libras sería una fortuna. Dejo en sus manos el asunto y le autorizo a revelarlo todo a la familia del modo que le parezca más oportuno. La señorita Amy Dorrit estará con la señora Finching esta mañana. Y cuanto antes, mejor; nunca será demasiado pronto.

Esta conversación se celebró en el dormitorio de Clennam mientras éste estaba todavía acostado. El señor Packs había llamado a la puerta y lo había despertado muy temprano y, sin sentarse un momento ni quedarse quieto, le había revelado todos los detalles (ilustrándolos con una serie de documentos) a la cabecera de la cama. A continuación anunció que iba a ver al señor Rugg; parecía tan alterado como si necesitara de nuevo respaldo de éste; y, después de recoger todos sus papeles y estrechar de nuevo la mano de Clennam efusivamente, bajó las escaleras a toda velocidad y se marchó resoplando.

Como es natural, Clennam decidió ir directamente a ver al señor Casby. Se vistió y salió con tanta prisa que se encontró en la esquina de la casa del Patriarca casi una hora antes de que llegara la pequeña Dorrit; pero no lamentó que se le ofreciera la oportunidad de calmarse con un paseo tranquilo.

Cuando regresó a su calle y llamó con la brillante aldaba de latón, le informaron de que la pequeña Dorrit había llegado y lo acompañaron por las escaleras hasta la sala donde desayunaba Flora. La pequeña Dorrit no estaba, pero Flora sí y pareció tremendamente sorprendida al verlo.

—¡Santo cielo, Arthur!… ¡Doyce y Clennam! —exclamó la dama—. Quién iba a decir que lo vería a esta hora le ruego que disculpe el salto de cama porque nunca y menos con estos cuadros descoloridos que es peor pero nuestra común amiga está cosiéndome… No me importa decírselo porque imagino que sabrá usted que hay cosas que se llaman falda y después de coserla tengo que probármela después del desayuno ése es el motivo de que me encuentre así aunque me gustaría mejor almidonada.

—Debo disculparme por venir de visita tan temprano y de modo tan inesperado, pero me perdonará usted en cuando sepa el motivo.

—En otros tiempos que han pasado para siempre, Arthur —prosiguió la señora Finching—, le ruego que me disculpe, Doyce y Clennam, mucho más correcto aunque más distante aunque la distancia también tenga su atractivo, aunque no lo pretenda, y supongo que depende considerablemente del punto de vista, pero otra vez me estoy yendo de tema y hace usted que pierda la cabeza… —con una mirada tierna, prosiguió—: en tiempos que han pasado para siempre iba a decir que habría sido extraño que Arthur Clennam (Doyce y Clennam es, por supuesto, algo muy distinto) tuviera que disculparse por aparecer en esta casa en cualquier momento, pero eso pertenece al pasado y el pasado no se repite a no ser que sea como el pepino, como decía el pobre señor F. cuando estaba de buen humor y por eso nunca lo comía.

Flora estaba preparando el té al entrar Arthur y se apresuró a terminar la operación.

—Papá —dijo, toda misterio y susurros, mientras cerraba la tapa de la tetera— está rompiendo el huevo recién puesto en el salón trasero mientras lee el artículo de economía como si fuera un pájaro carpintero y no tiene por qué saber que está usted aquí, y nuestra pequeña amiga, que bajará de cortar la tela en la mesa del piso de arriba, ya sabe usted que es de confianza.

Arthur le explicó entonces, con el menor número posible de palabras, que había venido a ver a su pequeña amiga y lo que tenía que comunicarle a ésta. Al saberlo, la asombrada Flora dio una palmada, se echó a temblar y derramó lágrimas de alegría y comprensión como la buena persona que era en realidad.

—Por amor de Dios, permítame que salga —dijo Flora, llevándose las manos a los oídos y dirigiéndose hacia la puerta— antes de que me ponga a gritar y lo estropee todo, y esa criaturilla que esta misma mañana parecía tan buena y pulcra y encantadora y tan pobre qué suerte ha tenido y cuánto la merece y se lo cuento a la tía del señor F., Arthur, ahora no Doyce y Clennam en esta ocasión ni nunca.

Arthur le dio permiso con un gesto de la cabeza, ya que Flora había cortado toda comunicación verbal. Ella asintió para darle las gracias y salió rápidamente de la sala.

Se oían ya los pasos de la pequeña Dorrit en las escaleras y al instante siguiente apareció por la puerta. Por muchos esfuerzos que hizo Clennam por guardar la compostura, resultó evidente que fue incapaz adoptar una expresión anodina y, en cuanto lo vio, Amy soltó la labor y exclamó:

—¡Señor Clennam! ¿Qué pasa?

—Nada, nada… es decir, nada malo. He venido para decirle algo, pero es un golpe de fortuna.

—¿Un golpe de fortuna?

—¡Una maravillosa fortuna!

Se encontraban junto a una ventana y los ojos de la joven, llenos de luz, no se apartaban del rostro de Arthur. Éste la rodeó con un brazo al ver que estaba a punto de desmayarse. Ella le puso una mano en el brazo, en parte para sostenerse y en parte para seguir mirándolo. Sus labios parecieron repetir: «¿Un golpe de fortuna?». Él volvió a repetirlo en voz alta:

—¡Mi querida pequeña Dorrit! Se trata de su padre.

El hielo que cubría la pálida cara se rompió al oír esta palabra y la recorrieron luces y expresiones, todas ellas de dolor. La respiración era breve y acelerada, el corazón le latía más deprisa. Clennam habría estrechado el abrazo, pero veía que los ojos de Amy le rogaban que no se moviera.

—Su padre puede quedar libre esta semana. No lo sabe; tenemos que ir a decírselo. Puede quedar libre dentro de pocos días. Puede quedar libre dentro de pocas horas. ¡Recuerde que tenemos que ir a decírselo directamente desde aquí!

Esto hizo que Amy volviera en sí. Los ojos se le estaban cerrando, pero volvió a abrirlos.

—Aquí no acaba la buena noticia, aquí no acaba la buenísima noticia, mi querida pequeña Dorrit. ¿Le digo más?

Amy dijo que sí con los labios.

—Su padre no será un mendigo cuando quede libre. No le faltará de nada. ¿Le digo más? ¡Recuerde, todavía no lo sabe! Tenemos que ir a decírselo ahora mismo.

La pequeña Dorrit pareció suplicarle que le concediera unos instantes. Clennam la sostuvo con un brazo y, después de una pausa, agachó la cabeza para oír si decía algo.

—¿Me ha pedido que continúe?

—Sí.

—Su padre será rico. Es rico. Va a heredar una gran cantidad de dinero, son todos ustedes muy ricos. Doy gracias a Dios por que la más valiente y la mejor de las hijas haya recibido esta recompensa.

Clennam la besó, ella volvió la cabeza hacia su hombro, alzó los brazos para rodearle el cuello y exclamó: «Padre, padre, padre»; entonces se desmayó.

En este momento entró Flora y se ocupó de ella; empezó a revolotear alrededor del sofá mezclando atenciones afectuosas e incoherentes fragmentos de conversación de una manera tan confusa que no fue posible saber si insistía en que Marshalsea tomara una cucharadita de rentas acumuladas, que le sentaría muy bien, o si felicitaba al padre de la pequeña Dorrit por haber entrado en posesión de cien mil frasquitos olorosos; o si ponía setenta y cinco mil gotas de esencia de espliego en cincuenta mil libras de terrones de azúcar, y animaba a la pequeña Dorrit a tomar este estimulante, o si bañaba la frente de Doyce y Clennam con vinagre y daba un poco de aire al difunto señor F. Un arroyo de confusión afluyó, además, desde el dormitorio contiguo, donde, al parecer, la tía del señor F., a juzgar por su voz, se hallaba en posición horizontal, esperando el desayuno; y desde su
boudoir
esta dama inexorable soltaba breves pullas, cuando lograba hacerse oír, del tipo: «¡No crean que es cosa suya!» y «¡No tiene ningún mérito!» o «¡Tardará mucho en poner de su dinero!», todas ellas destinadas a despreciar el papel de Clennam en el descubrimiento y a expresar su inveterada opinión de él.

Pero el deseo de la pequeña Dorrit de ir a ver a su padre para llevarle las buenas noticias y no dejarlo en la cárcel un momento más, ignorante de la felicidad que lo aguardaba, hizo más para acelerar su recuperación que todas las habilidades y atenciones del mundo.

—Venga conmigo a ver a mi querido padre, ¡le ruego que venga a decírselo a mi querido padre! —fueron las primeras palabras que dijo. Su padre, su padre. Sólo hablaba de él, sólo pensaba en él. Arrodillándose y expresando su gratitud con los brazos en alto, daba las gracias por su padre.

La ternura de Flora se desbordó al verla y, entre las tazas y platos, soltó un torrente de lágrimas y palabras:

—Declaro que nunca me había emocionado tanto desde que su mamá y mi papá, Doyce y Clennam en esta ocasión, pero dele a la pobre criatura una tacita de té y llévesela a los labios le ruego Arthur, ni siquiera con la última enfermedad del señor F. porque esa era de otro tipo y la gota no es cosa de niños aunque sea muy dolorosa y el señor F. fue un mártir con la pierna en reposo y el comercio de vinos también es inflamatorio y a quién le extraña parece un sueño sin duda esta mañana no podré pensar en otra cosa y ahora tienen un filón de dinero de verdad pero tiene que tomárselo cariño para ser fuerte y decírselo y no a cucharadas sería mejor llamar a mi médico porque aunque el sabor es cualquier cosa menos agradable me fuerzo a tomarlo porque él me lo ha recetado y me sienta bien preferiría no tomarlo querida pero lo hago por obligación, todo el mundo la felicitará, algunos de verdad y otros no y muchos la felicitarán de todo corazón pero nadie más que yo se lo aseguro de todo corazón aunque diga tonterías y Arthur no Doyce y Clennam adiós querida y Dios la bendiga y que sea muy feliz y disculpe la libertad que me tomo y le prometo que este vestido que estaba haciendo no lo terminará nadie sino que quedará como recuerdo tal como está y lo llamaré pequeña Dorrit aunque es el nombre más raro que he oído en mi vida y yo nunca la llamé así y nunca lo haré.

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