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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (75 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Espero no inquietarlo respecto a la señora Gowan —ya que recuerdo que me dijo que sentía por ella el interés de un verdadero amigo— si le digo que, en mi opinión, ojalá se hubiera casado con alguien más apropiado. El señor Gowan parece amarla y, por supuesto, ella lo ama muchísimo, pero me ha dado la impresión de que él no es una persona seria: no lo digo en este sentido sino en general. No puedo quitarme de la cabeza que si yo fuera la señora Gowan (¡qué cambio supondría y cuánto tendría que cambiar para parecerme a ella!) me sentiría sola y perdida, necesitada de alguien firme y constante en sus propósitos. Incluso me pareció que ella misma, sin saberlo, notaba esa carencia. Pero le ruego que no se inquiete por este motivo porque ella estaba «muy bien y era muy feliz». Y, además, estaba muy hermosa.

Espero volver a verla antes de que pase mucho tiempo y lo cierto es que llevo varios días esperando verla por aquí. En atención a usted, seré tan buena amiga suya como pueda. Estimado señor Clennam: tal vez a usted le pareciera poca cosa ser amigo mío cuando yo no tenía otro (tampoco es que los tenga ahora, ya que no he hecho nuevas amistades), pero para mí es muy importante y nunca lo olvidaré.

Me gustaría saber (aunque es mejor que no me escriba nadie) si el señor y la señora Plornish prosperan en el negocio que mi amado padre les puso, y si el anciano señor Nandy vive felizmente con ellos y los dos nietos, y si sigue cantándoles las mismas canciones una y otra vez. No puedo contener las lágrimas cuando pienso en mi pobre Maggy y el vacío que habrá sentido al principio, por muy buenos que sean todos con ella, sin su madrecita. ¿Podrá ir y decirle en secreto, con todo mi amor, que nunca sentirá tanto nuestra separación como la he sentido yo? ¿Y podrá decirles a todos que he pensado en ellos todos los días y que los llevo para siempre en mi corazón? ¡Oh, si supiera usted lo que los echo de menos, casi se apiadaría de mí por estar tan lejos y vivir entre tantos lujos!

Estoy segura de que se alegrará de saber que mi querido padre está muy bien de salud y que todos estos cambios han sido muy beneficiosos para él, y que es muy distinto de como era cuando usted lo trataba. Me parece a mí que mi tío también se encuentra mejor, aunque antes nunca se quejaba y ahora tampoco da muestras excesivas de alegría. Fanny es muy elegante, muy viva y muy lista, es natural en ella ser una dama; se ha adaptado a nuestra nueva fortuna con una maravillosa facilidad.

Eso me recuerda que yo no he sido capaz y que algunas veces me desespero y pienso que no lo seré nunca. Constato que no puedo aprender. La señora General está siempre con nosotras y hablamos francés e italiano, y se esfuerza en formarnos en muchos aspectos. Cuando digo que hablamos francés e italiano quiero decir que lo hablan los demás. En cuanto a mí, soy tan lenta que me cuesta muchísimo. En cuanto empiezo a hacer proyectos, a pensar y a querer hacer cosas, mis planes, pensamientos e intentos se encaminan por antiguos derroteros y empiezo a inquietarme por los gastos del día, por mi querido padre y por mi trabajo, hasta que recuerdo con un sobresalto que todas esas inquietudes han desaparecido y todo me resulta tan nuevo e improbable que me desconcierta por completo. No tendría valor para contárselo a nadie más que a usted.

Lo mismo sucede con estos nuevos países y paisajes maravillosos. Son muy hermosos y me admiran, pero no estoy lo bastante compuesta —no estoy lo bastante familiarizada conmigo misma, si es que entiende lo que quiero decir— para obtener todo el placer que debería. Lo que sabía de ellos se mezcla de un modo curioso con lo que veo. Por ejemplo, cuando estábamos en las montañas (dudo en contar una tontería semejante, incluso a usted, querido señor Clennam), con frecuencia tenía la sensación de que Marshalsea aparecería detrás de cualquier roca; o de que la habitación de la señora Clennam, en la que trabajé tantos días y donde lo vi a usted por primera vez, iba a surgir tras la nieve. ¿Recuerda aquella tarde en que aparecí con Maggy en su alojamiento de Covent Garden? He imaginado muchas veces que tenía aquella habitación delante de mí, viajando largo trecho junto a nuestro carruaje, cuando miraba por la ventanilla después de oscurecer. Aquella noche no pudimos volver a la cárcel porque cerraron la puerta y estuvimos dando vueltas hasta la mañana. Con frecuencia miro las estrellas, incluso desde el balcón de esta habitación, y creo que estoy de nuevo en la calle con Maggy y nos han dejado fuera porque han cerrado la puerta. Lo mismo me sucede con la gente que dejé en Inglaterra.

Cuando paseo en góndola, me sorprendo mirando otras góndolas, como si esperara verla. Me llenaría de alegría encontrarme con ella, y no creo que me sorprendiera demasiado, de buenas a primeras. En los momentos de fantasía, imagino que esa gente podría estar en cualquier sitio y casi espero ver los rostros queridos en los puentes o en los muelles.

Le parecerá extraña otra de mis dificultades. Supongo que a todo el mundo, excepto a mí, le parecerá rara. Muchas veces siento la misma pena por él —no hace falta que escriba su nombre—. Por mucho que haya cambiado, a pesar de la inexpresable gratitud que siento al saberlo, un triste sentimiento de compasión me invade con tal fuerza que quisiera abrazarlo, decirle cuánto lo quiero y llorar un poco sobre su pecho. Me sentiría mejor, más orgullosa y feliz. Pero sé que no debo hacerlo, que a él no le gustaría, que Fanny se enfadaría, que la señora General se extrañaría mucho, así que me contengo. Sin embargo, de ese modo lucho contra el sentimiento de que debo guardar las distancias, de que incluso entre tantos criados y asistentes está solo y me necesita.

Querido señor Clennam, he escrito mucho sobre mí, pero debo seguir haciéndolo porque, si no, no le contaría lo que le quería contar en esta cartita. Todos estos pensamientos tontos que tengo y que he tenido el valor de confesarle porque sé que, si alguien puede entenderme en este mundo, es usted y que, si no me comprende, al menos sabrá disculparme, hay uno que casi nunca abandona mi memoria, y es la esperanza de que alguna vez, en algún momento de tranquilidad, piense usted en mí. Sobre esto quiero decirle que desde que estoy de viaje he sentido una inquietud que tengo grandísimo empeño en aliviar. He temido que acaso me viera usted ahora en sus pensamientos bajo otra luz y otro carácter. No haga usted tal cosa, no podría soportarlo, me haría sufrir mucho más de lo que puede imaginar. Me destrozaría el corazón la idea de que piensa usted en mí de un modo diferente que en los tiempos en que era tan bueno conmigo. Lo que quiero pedirle y suplicarle es que jamás piense en mí como en la hija de un hombre rico; que nunca piense que visto mejor o vivo mejor que cuando me vio usted por primera vez. Que me recuerde tan sólo como la pobre jovencita mal vestida a la que con tanta ternura protegió, cuyas prendas raídas resguardó de la lluvia y cuyos pies secó usted en su chimenea. Que piense en mí (si alguna vez piensa en mí) y en mi cariño sincero y devota gratitud (que no han cambiado nada) como en su pobre niña,

la pequeña
DORRIT

P.D. Recuerde especialmente que no debe preocuparse por la señora Gowan. Sus palabras fueron «muy bien y muy feliz». Y estaba hermosísima.

Capítulo V

Algo malo

La familia llevaba uno o dos meses en Venecia cuando el señor Dorrit, que se codeaba constantemente con condes y marqueses y tenía poco tiempo libre, se reservó una hora y un día para mantener una conversación con la señora General.

Llegada la ocasión así prefijada, envió al señor Tinkler, su ayuda de cámara, a las habitaciones de la señora General (en las que habría cabido un tercio de la superficie de Marshalsea) para presentar sus respetos a la dama y expresarle sus deseos de verla. Como era el momento de la mañana en que los diferentes miembros de la familia tomaban café en sus habitaciones, un par de horas antes de que se reunieran a desayunar en un deslucido salón, en otros tiempos suntuoso pero dominado ahora por los vapores acuosos y una inalterable melancolía, la señora General pudo recibir al ayuda de cámara. El enviado la encontró sobre una pequeña alfombra cuadrada, tan diminuta en proporción con el tamaño del suelo de piedra y mármol que parecía que la hubiera puesto para probarse unos zapatos de confección; o como si hubiera comprado un trozo de alfombra mágica, por cuarenta saquitos de monedas, a uno de los tres príncipes de los de las
Mil y una noches
, y acabara de formular el deseo de ser transportada a un salón palaciego con el que la alfombra nada tuviera que ver.

La señora General contestó al enviado, mientras dejaba en una mesa la taza de café vacía, que estaba preparada para acudir al instante a las habitaciones del señor Dorrit y ahorrarle la molestia de ir a verla (cosa que él había propuesto galantemente), por lo que el mensajero abrió las puertas y la escoltó a su presencia. Desde las habitaciones de la señora General había una buena caminata por misteriosas escaleras y pasillos —ensombrecidos por una estrecha callejuela con un puente bajo y triste, frente a un edificio con aspecto de mazmorra, con muros cubiertos de miles de manchas y churretones, como si cada boquete llevara siglos llorando lágrimas de óxido sobre el Adriático— hasta las habitaciones del señor Dorrit, el cual tenía una ventana (por la que habría pasado toda una casa inglesa) con vistas a bellas cúpulas de iglesias que se alzaban hasta el cielo azul desde el agua que las reflejaba, y por la que entraba el apagado murmullo del Gran Canal que bañaba las puertas donde las góndolas y los gondoleros, meciéndose adormilados en un bosquecillo de pilotes, esperaban a que la familia quisiera salir.

El señor Dorrit, con una bata y un gorro resplandecientes —la crisálida dormida que tanto tiempo había aguardado entre los internos de Marshalsea se había convertido en una rara mariposa—, se puso en pie para recibir a la señora General. Un asiento para la señora General. No una silla, un sillón; pero qué hace usted, hombre, qué hace. Ahora, retírese.

—Señora General —dijo el señor Dorrit—, me he tomado la libertad…

—De ninguna manera —interrumpió la señora General: ella estaba totalmente a su disposición. Había tomado ya el café.

—… me he tomado la libertad —repitió el señor Dorrit con la magnífica placidez de quien se halla por encima de toda corrección— de solicitarle que me conceda una conversación en privado porque estoy bastante preocupado en relación con… ejem… la más joven de mis hijas. Habrá observado usted una gran diferencia de temperamento entre ambas,
madame
.

La señora General, en respuesta, cruzó las manos enguantadas (nunca salía sin guantes, éstos jamás se arrugaban y siempre le encajaban a la perfección).

—En efecto, hay gran diferencia.

—¿Podría hacerme usted el favor de darme su opinión? —preguntó el señor Dorrit con una deferencia no incompatible con una serenidad mayestática.

—Fanny —contestó la señora General— posee un carácter fuerte y seguridad en sí misma. En cambio, Amy no tiene ni lo uno ni lo otro.

¿Ni lo uno ni lo otro? Oh, señora General, pregunte a las piedras y a los barrotes de Marshalsea. Oh, señora General, pregunte a la sombrerera que le enseñó a coser y al maestro de baile que enseñó a bailar a su hermana. ¡Oh, señora General, señora General, pregúnteme a mí, su padre, cuánto le debo, y oiga mi testimonio de la vida, desde que nació, de esta menospreciada criatura!

Al señor Dorrit ni le pasó por la cabeza defender así a su hija. Miró a la señora General, sentada muy rígida, como siempre, en el pescante del carro de las normas sociales, y dijo con aire pensativo:

—Bien cierto, señora.

—Por supuesto, no quiero decir con ello —prosiguió la señora General— que Fanny no pueda mejorar. Pero tiene materia prima… Tal vez incluso demasiada.

—¿Tendría usted la amabilidad —dijo el señor Dorrit— de ser… ejem… más explícita? No entiendo bien eso de que mi hija mayor tiene demasiada materia prima, ¿de qué materia se trata?

—En este momento, Fanny —contestó la señora General— se forma una opinión sobre demasiadas cosas. Una persona con modales perfectos jamás tiene opinión propia y, en cualquier caso, nunca la expresa.

No fuera a reprocharle que su educación no era perfecta, el señor Dorrit se apresuró a contestar:

—Sin duda, señora, tiene usted toda la razón.

La señora General contestó con sus modales impasibles e inexpresivos.

—Eso creo.

—Pero ya sabe usted, querida señora —dijo el señor Dorrit—, que mis hijas tuvieron la desgracia de perder a su llorada madre cuando eran muy pequeñas y que, como consecuencia de que hasta fechas recientes no se me ha reconocido heredero de mi hacienda, han vivido conmigo, un caballero que estaba relativamente lejos de considerarse adinerado, aunque siempre orgulloso, una vida… ejem… retirada.

—No pierdo de vista las circunstancias —concedió la señora General.

—Señora —prosiguió el señor Dorrit—, en cuanto a mi hija Fanny, si la tiene a usted como guía permanente y dándole ejemplo constante… —la señora General cerró los ojos—… no albergo la menor inquietud. Tiene un carácter adaptable. Pero mi hija menor, señora General, me inquieta y me preocupa. Debo informarle de que ha sido siempre mi favorita.

—No hay motivo para esa preferencia —señaló la señora General.

—Ejem… no —asintió el señor Dorrit—. No, no, señora. En fin, señora, estoy preocupado porque Amy no es, por así decirlo, uno de nosotros. No le interesa venir con nosotros, no participa de las relaciones sociales que tenemos aquí; nuestros gustos no son los suyos, no cabe duda. Lo cual equivale a decir —resumió el señor Dorrit con severidad judicial— que, en otras palabras, algo malo tiene Amy.

—¿Podríamos suponer —preguntó la señora General recurriendo, como era su costumbre, al barniz— que se debe a la novedad de la situación familiar?

—Disculpe usted, señora —observó el señor Dorrit rápidamente—: la hija de un caballero, aunque éste haya conocido… ejem… épocas de escasa abundancia relativamente… relativamente… y que se haya criado en una situación… de cierto retiro… no tiene motivos para considerar que su posición haya cambiado.

—Es cierto —admitió la señora General—, muy cierto.

—Por ese motivo,
madame
, me he tomado la libertad —dijo el señor Dorrit con énfasis y repitiendo la última frase, como si quisiera dejar claro, con firmeza cortés, que no quería que le llevara la contraria de nuevo—, me he tomado la libertad de solicitarle esta entrevista para plantearle la situación y pedirle consejo.

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