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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (78 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Además, el hábito de buscar alguna compensación en jactarse quejosamente del desencanto es un hábito vicioso que no tarda en desembocar en una ociosa indiferencia y en un desprecio por la constancia. Uno de sus perversos placeres consiste en denigrar todo lo que tiene mérito, mientras se ensalza todo lo que no tiene valor; y en ningún juego se pueden hacer trampas con la verdad sin que se deriven las peores consecuencias.

Cuando expresaba su opinión sobre obras pictóricas que carecían completamente de valor, Gowan era el hombre más generoso del mundo. Afirmaba que determinado pintor tenía más arte en el dedo meñique (siempre que careciera de talento) que otro (siempre que fuera todo un artista) en todo su cuerpo y alma. Si alguien protestaba señalando que el cuadro elogiado era una bazofia, él respondía, refiriéndose a su propia obra: «Querido amigo, ¿acaso creamos otra cosa que bazofia? Yo no hago más que bazofia, y no me molesta confesarlo».

Alardear de pobreza era otra de las características de su melancólico estado, aunque quizá en este caso la intención era dar a entender que era rico; también ensalzaba y vituperaba públicamente a los Barnacle, para que nadie olvidase que él formaba parte de la familia. De un modo u otro, estos dos temas estaban siempre en su boca, y los manejaba tan bien que, aunque se hubiera pasado un mes entero alabándose, no habría conseguido parecer un hombre tan importante como con ese ligero menosprecio de su derecho a la consideración ajena.

De sus displicentes declaraciones también se deducía rápidamente, allí donde su mujer y él hacían acto de presencia, que se había casado pese a una férrea oposición familiar, y que había tenido que hacer ímprobos esfuerzos para que aceptaran a Minnie. Nunca se quejaba; al contrario, la idea le parecía ridícula. Pero, en realidad, con tanto empeño por quitarse importancia, siempre se ponía en un lugar superior al de los demás. Desde el viaje de novios, Minnie Gowan había empezado a notar que todo el mundo la consideraba mujer de un hombre que se había casado con alguien socialmente inferior, pero cuyo amor y caballerosidad habían anulado la desigualdad.

El señor Blandois de París los había acompañado a Venecia, y, en Venecia, el señor Blandois de París había frecuentado la compañía de Gowan. Al conocer a este caballero galante en Ginebra, el pintor no había sabido si rechazarlo sin contemplaciones, o si animarlo a que entablara relaciones con ellos; había pasado veinticuatro horas tan inquieto intentando tomar una decisión acertada que se había planteado la posibilidad de echarlo a suertes con una moneda de cinco francos («Cara, le doy una patada; cruz, me acerco») y obedecer la voz del oráculo. Sin embargo, resultó que su mujer le comentó que el encantador Blandois le caía antipático; resultó también que, en general, en el hotel dicho personaje inspiraba sentimientos negativos. Por eso, Gowan decidió acercarse a él.

¿Cuál era el motivo de semejante perversión, si no se debía a un arrebato de generosidad, cosa que desde luego no era? ¿Por qué Gowan, de rango muy superior al señor Blandois de París, y muy capaz de despedazar a este simpático caballero para estudiar sus entrañas, buscaba su compañía? En primer lugar, para oponerse al único deseo individual que su mujer había expresado, pues el padre de Minnie había pagado las deudas de Gowan y a éste le convenía aprovechar la primera ocasión que se le presentara para dejar bien claro que era un hombre independiente. En segundo lugar, se oponía a la opinión general porque, pese a tantas oportunidades para ser lo contrario, se había convertido en un hombre avieso. Le procuraba cierto placer declarar que un cortesano con los modales refinados de Blandois merecía figurar entre la flor y la nata de cualquier país civilizado. Le procuraba cierto placer ofrecer a Blandois como modelo de elegancia, y para mofarse de otros que presumían de gracias personales. Afirmaba con la mayor seriedad que las reverencias de Blandois eran perfectas, que su forma de hablar era irresistible, y que, si a su pintoresca campechanía se le pusiera precio (aunque fuera un don, y no algo que se pudiera comprar), cien mil francos sería barato. Los exagerados modales de su nuevo amigo, algo muy característico en él y en todos los que son como él, sea cual sea su crianza, y tan irrefutable como la pertenencia del Sol a nuestro sistema planetario, eran aceptables para Gowan por su valor caricaturesco, porque le parecía un recurso útil para ridiculizar a muchas personas que, por necesidad, hacían más o menos lo mismo que Blandois llevaba al extremo. Así pues, había aceptado entablar relaciones con él; así pues, reforzando negligentemente la simpatía con un trato habitual, y dado que la conversación de Blandois le procuraba cierto entretenimiento, se acostumbró a tenerlo por compañero. Y todo esto, a pesar de que sospechaba que vivía del juego y de otras actividades semejantes, a pesar de que sospechaba que era un cobarde, siendo él, por el contrario, valiente y osado, a pesar de saber muy bien que a Minnie le era antipático, y a pesar de que, al fin y al cabo, le tenía tan poco apego que, si Blandois le hubiera dado un motivo palpable para inspirarle aversión, no habría tenido el menor reparo en tirarlo desde la ventana más alta a las aguas más profundas de Venecia.

La pequeña Dorrit habría preferido visitar a solas a la señora Gowan, pero Fanny, que todavía no se había recuperado del exabrupto de su tío, aunque ya habían pasado veinticuatro horas, insistió en acompañarla. Las dos hermanas se embarcaron en una de las góndolas que aguardaban bajo la ventana del señor Dorrit y, en compañía del guía, se dirigieron con gran ceremonia al alojamiento de la señora Gowan. Lo cierto es que no hacía falta tanta ceremonia para trasladarse a ese alojamiento, que estaba, en palabras de una quejosa Fanny, «lejísimos», y que los obligó a atravesar un laberinto de estrechos canales que ella misma calificó despectivamente de «meras acequias».

La casa, situada en una islita desierta, parecía haberse desgajado de otro lugar y haber llegado flotando, azarosamente, a su fondeadero actual, junto a una parra casi tan falta de cuidados como los pobres desgraciados que se recostaban debajo de ella. Completaban la estampa una iglesia tapada por tablas y andamios, que llevaba tanto tiempo sometida a una supuesta restauración que los medios para llevarla a cabo parecían tener cien años y también se habían deteriorado; cierta cantidad de ropa blanca tendida al sol; varias casas discordantes entre sí, desviadas de la perpendicularidad, como quesos podridos de los tiempos de antes de Adán, cortados de formas asombrosas y llenos de pequeños insectos; y un febril desorden de ventanas con las celosías medio caídas, en la mayoría de las cuales colgaba algo sucio y húmedo.

En el primer piso de la casa había un banco —cosa sumamente sorprendente para cualquier caballero que se dedicara a los negocios y que promulgara leyes dirigidas a toda la humanidad desde una ciudad británica—, en el cual dos empleados ociosos, como dragones de secano, con barba y unos sombreros de terciopelo verde adornados con borlas doradas, atendían detrás de un mostrador pequeño en un local pequeño, donde no se veían más objetos que una caja de caudales vacía, de hierro y con la puerta abierta, una jarra de agua y un papel pintado con guirnaldas de rosas. Estos empleados, cuando recibían una petición legítima, podían sacar interminables montoncitos de monedas de cinco francos metiendo simplemente las manos en un sitio invisible para el cliente. Debajo del banco había un piso de tres o cuatro habitaciones con ventanas enrejadas que parecía una cárcel para ratas delincuentes. Encima del banco estaba la residencia de la señora Gowan.

A pesar de las manchas que llenaban las paredes, como si de ellas surgieran mapamundis para impartir clases de geografía; a pesar de que los extraños muebles estaban tristemente desgastados y mohosos, y de que el característico olor veneciano a aguas de pantoque y a marea baja en una costa llena de maleza era muy intenso; la casa era, por dentro, mejor de lo esperado. Abrió la puerta un hombre risueño que parecía un asesino rehabilitado —un criado temporal—, y que las condujo a la sala donde se hallaba la señora Gowan, anunciando que dos bellas damas inglesas habían venido a ver a la señora.

Minnie, que estaba cosiendo, dejó la labor en un costurero y se levantó con cierta precipitación. La señorita Fanny se mostró exageradamente cortés con ella, y la saludó recurriendo a los habituales lugares comunes con la pericia de una veterana.

—Papá lamenta profundamente —dijo Fanny— estar ocupado hoy. Aquí está ocupadísimo, ¡tenemos tantos conocidos! Me ha rogado insistentemente que le traiga su tarjeta al señor Gowan. Para cerciorarme de que cumplo un recado que me ha encomendado al menos media docena de veces, permítame dejársela en la mesa ahora mismo; así me quedo tranquila.

Y eso hizo con la soltura de una veterana.

—Nos ha alegrado mucho —prosiguió Fanny— saber que conocen ustedes a los Merdle. Confiamos en que eso cree otro vínculo entre nosotros.

—Son amigos de la familia del señor Gowan —confirmó Minnie—. Yo todavía no tengo el gusto de conocer personalmente a la señora Merdle, pero imagino que me la presentarán en Roma.

—Ah, no me diga —se sorprendió Fanny, con aire de sacrificar en aras de la amistad su sensación de superioridad—. Creo que le caerá bien.

—¿La conoce usted mucho?

—Bueno —respondió la mayor de las Dorrit con un enérgico movimiento de sus bonitos hombros—, en Londres todos nos conocemos. Nos encontramos con ella estando de viaje, y, si soy sincera, al principio a papá le disgustó mucho que hubiera ocupado una de las habitaciones que nuestros empleados nos habían reservado. Pero el incidente no tardó en olvidarse, naturalmente, y volvió a reinar la cordialidad.

Aunque en el curso de la visita la pequeña Dorrit todavía no había tenido ocasión de decirle nada a la señora Gowan, ambas consiguieron entenderse sin palabras y comunicarse lo que querían. Amy miraba a Minnie con un vivo y continuo interés; le fascinaba su voz; nada de lo que estaba cerca de ella, ni un detalle de su apariencia o de cualquier otra cosa, se le escapaba. Era capaz de percibir el mínimo cambio que se producía en ella con mayor nitidez que en cualquier otra persona, con una excepción.

—¿No ha vuelto a encontrarse mal desde aquella noche? —le preguntó al fin.

—No, querida. ¿Y usted está bien?

—¡Oh, yo siempre estoy bien! —respondió Amy tímidamente—. Sí, gracias…

El único motivo de su titubeo y su interrupción fue que la señora Gowan le había rozado la mano, y sus miradas se habían encontrado. Amy vio en seguida en los ojos grandes y dulces de su anfitriona una cavilación y un temor.

—¿No sabe que mi marido siente predilección por usted, que casi debería estar celosa? —dijo la señora Gowan.

La pequeña Dorrit se sonrojó y negó con la cabeza.

—Por lo menos a mí me dice que es usted la persona más discreta y más espabilada que ha visto en su vida.

—Es demasiado generoso conmigo —protestó Amy.

—Lo dudo; pero lo que no dudo es que debo comunicarle que está usted aquí. Nunca me perdonaría que la dejara marcharse, y también a la señorita Dorrit, sin anunciarle su visita. ¿Me lo permite? ¿Podrá disculpar el desorden y la incomodidad de un estudio de pintor?

Estas preguntas se las había dirigido a Fanny, quien respondió graciosamente que la idea le inspiraba un enorme interés y que estaría encantada. La señora Gowan se dirigió a una puerta, asomó la cabeza y en seguida volvió.

—Sean tan amables de pasar a ver a Henry —les pidió—. ¡Sabía que querría recibirlas!

El primer objeto con el que se topó la pequeña Dorrit, que entró antes que su hermana, fue el señor Blandois de París, en una esquina sobre una tarima, con una capa enorme y un sombrero torcido que le tapaba la cara, y en la misma postura que en el Gran San Bernardo, cuando parecía que todos los dedos lo apuntaban a modo de advertencia. Al ver que le dedicaba una sonrisa, Amy dio un paso atrás.

—No se asuste —le dijo Gowan acercándose desde el caballete, que estaba detrás de la puerta—. No es más que Blandois. Hoy me hace de modelo. Estoy haciendo un estudio con él. Gracias a él ahorro dinero. A los pobres pintores no nos sobra.

Blandois de París se quitó el sombrero torcido y saludó a las damas sin moverse de su esquina.

—¡Mil perdones! —les dijo—. Pero este
professore
es tan estricto conmigo que no me atrevo ni a moverme.

—Pues no se mueva —replicó Gowan tranquilamente mientras las hermanas se acercaban al caballete—. Damas, vengan a ver este bosquejo hecho a toda prisa, para que sepan qué va a representar. Fíjense: eso de ahí es él. Un bandido que aspira a atracar a una víctima, un distinguido noble que aspira a salvar un país, un villano cualquiera que aspira a cometer alguna fechoría, un mensajero celestial que aspira a realizar una buena obra… ¿A cuál de ellos creen que se parece más?

—Incluya,
professore mio
, a un pobre caballero que aspira a rendir homenaje a la elegancia y la belleza —intervino Blandois.

—O también,
cattivo soggeto mio
[34]
—añadió Gowan mientras retocaba el retrato con el pincel en la parte en la que el rostro real se había movido—, puede representar a un asesino después de un crimen. Enséñeme esa mano tan blanca, Blandois. Sáquela de la capa. No la mueva.

A Blandois le temblaba el pulso, pero se estaba riendo, lo que podía explicar el temblor.

—Acaba de participar en una refriega con otro asesino o con una víctima, como pueden apreciar —prosiguió Gowan, dibujando los contornos de la mano con trazos rápidos, impacientes, poco conseguidos—, y aquí vemos las huellas. Pero ¡quítese la capa, hombre! ¿Se puede saber en qué está pensando?

Blandois de París volvió a soltar una carcajada y a estremecerse, con lo que la mano le tembló todavía más; después la levantó para retorcerse el bigote, que parecía húmedo; finalmente se colocó en la posición requerida con un nuevo aire de bravuconería.

Tenía el rostro tan vuelto hacia la pequeña Dorrit, que estaba al lado del caballete, que podía mirarla de arriba abajo. Su mirada peculiar llamó la atención de la muchacha, quien, a su vez, tampoco podía dejar de mirarlo: estuvieron estudiándose un buen rato. Ella empezó a temblar; Gowan, al notarlo, creyendo que le daba miedo el perro enorme que tenía al lado y que acababa de gruñir por lo bajo mientras ella le acariciaba la cabeza, le dijo:

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