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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (82 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Amy advirtió que se operaba un nuevo cambio en el ámbito de los prismas y patatas muy poco después de su llegada. Habían recibido en seguida una visita de la señora Merdle, quien ese invierno encabezaba ese amplio departamento de la vida en la Ciudad Eterna; y Fanny y la invitada se habían enzarzado en un combate de esgrima tan habilidoso que casi había dejado boquiabierta a Amy, igual que una espectadora ante el brillo de los floretes.

—Estoy encantada —proclamó la señora Merdle— de reanudar unas relaciones que con tan mal pie empezaron en Martigny.

—En Martigny, cierto es —dijo Fanny—. ¡Sí, imagino lo encantada que debe estar!

—Sé por mi hijo, Edmund Sparkler, que él ya ha sacado provecho de ese encuentro azaroso. Ha vuelto de Venecia embelesado con la ciudad.

—No me diga —replicó Fanny con indiferencia—. ¿Ha pasado mucho tiempo allí?

—Eso se lo podría preguntar usted al señor Dorrit —dijo la señora Merdle, volviendo el busto al mencionado caballero—; Edmund le debe a él en gran medida que su estancia haya sido tan agradable.

—Oh, no tiene la menor importancia, se lo aseguro —afirmó Fanny—. Creo que mi padre tuvo el placer de invitar al señor Sparkler en un par de ocasiones, pero no debe agradecérselo. Venía tanta gente a vernos y teníamos las puertas tan abiertas que, si tuvo ese placer, no fue por nada especial.

—Pero no olvidemos, querida —intervino el señor Dorrit—, que, ejem… me ha procurado un gran placer, ejem… poder mostrar, aunque haya sido con medios escasos, el, ejem… el gran aprecio que, al igual que el resto del mundo, me merece un personaje tan distinguido y de tanta categoría como el señor Merdle.

El Busto recibió el homenaje con la mayor de las deferencias.

—Debe usted saber, señora Merdle —aclaró Fanny, para que la cuestión del señor Sparkler pasara a un segundo plano—, que mi padre no deja de hablar de su marido.

—Me he llevado una gran, ejem… una gran desilusión, señora —añadió el señor Dorrit—, al ser informado por el señor Sparkler de que no hay muchas, ejem… posibilidades de que el señor Merdle salga de Londres.

—Efectivamente —confirmó la invitada—, está tan ocupado y tan solicitado que eso me temo. Lleva años sin poder viajar al extranjero. Pero usted, señorita Dorrit, tengo entendido que lleva una larguísima temporada fuera de Inglaterra.

—Oh, así es —dijo Fanny, recalcando mucho la respuesta y con enorme osadía—. Una cantidad inmensa de años.

—Sí, se nota nada más verla —dijo la señora Merdle.

—¿Verdad que sí? —replicó Fanny.

—Sin embargo —prosiguió el señor Dorrit—, confío en que, si no tengo el enorme, ejem… el enorme privilegio de ser presentado al señor Merdle en esta parte alpina o mediterránea del continente… confío en tener el honor al volver a Inglaterra. Es un honor al que aspiro especialmente y que valoraré especialmente.

—Estoy segura —respondió la señora Merdle, que había estado admirando a Fanny a través del monóculo— de que mi marido no lo valorará menos que usted.

La pequeña Dorrit, que normalmente seguía siendo reflexiva y solitaria pese a estar siempre acompañada, pensó al principio que todo aquello no era más que una exhibición de prismas y patatas. No obstante, después de asistir a una brillante recepción en casa de la señora Merdle, el señor Dorrit insistió mientras desayunaban en lo mucho que quería conocer al señor Merdle, pues creía que podía serle ventajoso el consejo de ese hombre excepcional para administrar su fortuna. Entonces Amy empezó a creer que sus palabras iban en serio y a sentir cierta curiosidad por conocer a esa lumbrera de la que todos hablaban.

Capítulo VIII

La viuda Gowan recuerda que hay cosas que nunca salen bien

Mientras las aguas de Venecia y las ruinas de Roma se soleaban para entretenimiento de la familia Dorrit y eran bosquejadas diariamente, sin el menor sentido de la proporción, el trazo o la fidelidad, por un sinfín de lápices viajeros, la empresa Doyce y Clennam trabajaba sin descanso en la Plaza del Corazón Sangrante, donde se oía, en horas laborables, el estruendo del hierro contra el hierro.

El socio más joven ya había asentado el negocio sobre unas bases sólidas; el de más edad, libre para dedicarse únicamente a la invención, había conseguido que el taller adquiriera una personalidad propia. Como hombre de ingenio, se veía obligado a enfrentarse a la infinidad de obstáculos que los poderes dirigentes llevaban tanto tiempo, con cualquier pretexto, poniendo en el camino de los delincuentes como él, porque «cómo hacer las cosas» debía verse, evidentemente, como el enemigo natural y mortal de «cómo no hacer las cosas». En eso se apoyaba todo el magnífico sistema fieramente defendido por el Negociado de Circunloquios: en avisar a cualquier súbdito británico dotado de ingenio de que, si desarrollaba ese ingenio, debía cargar con las consecuencias: y lo avisaban acosándolo, poniéndole zancadillas, ayudando a los ladrones a desplumarlo (al hacer que su invento resultara dudoso, difícil y caro), y en el mejor de los casos confiscándole sus propiedades después de un corto período de disfrute, como si inventar fuera una fechoría. Este sistema había sido favorecido unánimemente por los Barnacle, cosa de todo punto razonable, porque una persona que crea un invento memorable no puede sino tomarse la vida en serio, y no había cosa que los Barnacle repudiasen ni temiesen más. Lo cual era también muy razonable, porque, en un país que cayese víctima de la enfermedad propagada por un gran número de personas que se tomaran la vida en serio, al cabo de poquísimo tiempo no quedaría ni un solo cargo al que pudiera aferrarse Barnacle alguno.

Daniel Doyce sobrellevaba su enfermedad con los sufrimientos y los castigos que ésta acarreaba y trabajaba mucho, por puro amor al trabajo. Clennam, que le infundía ánimos con una cooperación entusiasta, se había convertido en un apoyo moral para él, además de cumplir eficazmente con su parte del negocio. La empresa se fue asentando y los socios se hicieron muy amigos.

Pero Daniel Doyce no podía olvidarse del invento en que llevaba tantos años enfrascado. No cabía esperar que lo hiciera: si lo hubiera podido olvidar con facilidad, nunca lo habría creado, ni habría tenido la paciencia ni la perseverancia para desarrollarlo. Eso pensaba Clennam algunas noches cuando lo veía revisar modelos y dibujos y consolarse con un suspiro mientras guardaba los papeles y concluía que el aparato no había perdido un ápice de su valor.

No ser un respaldo para tantas fatigas y decepciones habría supuesto, según lo entendía Clennam, incumplir una parte de las obligaciones que implícitamente había contraído con su socio. Este sentimiento reavivó el interés pasajero que la casualidad había despertado en Arthur a las puertas del Negociado de Circunloquios, y le pidió a su socio que le explicase en qué consistía el invento, «teniendo la amabilidad de considerar», aclaró, que él «no sabía trabajar con las manos, Doyce».

—¿Que no sabe trabajar con las manos? —repitió Daniel—. Lo habría hecho de maravilla si se hubiera dedicado a ello. Conozco a pocas personas tan dotadas como usted para entender estas cosas.

—Y con tan pocos conocimientos, lamento añadir —dijo Clennam.

—Yo no estoy tan seguro —respondió Doyce—, y, si fuera usted, no lo aseguraría. Ningún hombre cabal que haya mejorado en la vida, y que se haya mejorado a sí mismo, puede decir que desconoce completamente algo. No soy especialmente partidario de los misterios. Para ofrecer una explicación me da igual que me juzgue un hombre u otro, siempre que tenga el requisito mencionado.

—En todo caso —respondió Clennam—, y parece que nos estamos alabando mutuamente, aunque sé que no es así… estoy seguro de que su explicación no podrá ser más clara.

—¡Bueno! —dijo Doyce con su tono pausado y sin estridencias—. Intentaré que lo sea.

Doyce tenía la capacidad, que suele darse en personas de su carácter, de explicar lo que había visto y lo que quería transmitir con la misma fuerza y la misma nitidez con que le había venido a la cabeza. Su forma de exponer era tan ordenada, clara y sencilla que difícilmente se podían interpretar mal sus palabras. Había un elemento casi gracioso en lo irreconciliable de esa idea vaga y convencional de que Doyce era una especie de iluminado con la precisión y sagacidad con que sus ojos y sus dedos recorrían el papel, con la forma en que esos dedos se detenían con paciencia en puntos concretos y volvían minuciosamente sobre otros donde se encontraban pequeñas soluciones a nuevos problemas, con la calma con que lo dejaba todo sólidamente aclarado, en cada fase importante, antes de avanzar lo más mínimo en la exposición. Igualmente llamativa resultaba su manera de restarse importancia. Nunca decía: «Esta adaptación es descubrimiento mío», o «Esta combinación la he inventado yo», sino que lo explicaba todo como si fuera obra del divino creador y él lo hubiera encontrado sin querer. Así era su modestia, así mezclaba la callada admiración que le inspiraba su obra con un agradable matiz de respeto, así de tranquila era su convicción de estar obedeciendo leyes irrefutables.

Estas explicaciones tuvieron hechizado a Clennam no sólo esa noche, sino varias noches sucesivas. Cuanto mejor conocía el invento y cuanto más contemplaba la cabeza gris agachada sobre los papeles y esa mirada inteligente en la que se veía una chispa de placer y amor (aunque el invento, creado a lo largo de doce largos años, le hubiera procurado tantos sinsabores), más le costaba olvidar que él tenía más energía por ser más joven, y que podía hacer un último esfuerzo. Al fin dijo:

—Doyce, ¿lo que le dijeron es que su idea iba a ser descartada junto a Dios sabe cuántas más, y que para que no fuera así debía usted empezar de nuevo?

—Eso es —confirmó Doyce—, eso fue lo que los nobles y los caballeros decidieron después de doce años.

—¡Qué gente! —se lamentó Clennam con rabia.

—¡Lo de siempre! —dijo Doyce—. No debo presentarme como un mártir: hay tantísimos en mi situación…

—¿Que la abandonara o que empezara otra vez? —repitió Arthur con gesto reflexivo.

—Exactamente, ni más ni menos.

—¡Entonces, amigo mío —exclamó Clennam poniéndose en pie y cogiendo la áspera mano de trabajador de su amigo—, empezaremos otra vez!

Doyce puso cara de susto y respondió rápidamente:

—No, no. Es mejor dejarlo. Muchísimo mejor. Algún día mi aparato será reconocido por alguien. A mí no me importa dejarlo. Olvida, mi buen Clennam, que yo ya lo he dejado. Todo ha llegado a su fin.

—Sí, Doyce —respondió Clennam—, usted ya ha puesto fin a tantas tentativas y rechazos, de acuerdo, pero yo no. Soy más joven que usted, sólo he estado una vez en esa insuperable oficina: para ellos soy carne fresca. ¡Déjeme que lo intente! Usted seguirá haciendo exactamente lo mismo que lleva haciendo desde que nos hemos asociado. Yo me ocuparé de una tarea más, y no me será nada difícil: tratar de que se le haga justicia públicamente. No volveré a molestarle con este asunto a menos que pueda contarle que he conseguido algo.

Doyce seguía resistiéndose, e insistió repetidas veces en que lo mejor era olvidarlo. Pero también era natural que poco a poco fuera cediendo ante el entusiasmo arrollador de Clennam y que acabara aceptando. Y eso hizo. Así pues, Arthur reanudó la larga e imposible labor de lograr algo en el Negociado de Circunloquios.

Las salas de espera de este departamento no tardaron en acostumbrarse a su presencia, y normalmente los bedeles le hacían pasar a ellas como a un ratero camino de la comisaría. La diferencia principal consistía en que el propósito de esta última institución pública es que el ratero no salga, mientras que la del Negociado era que Clennam no entrase. Sin embargo, él había decidido frecuentar el magno departamento, y así regresó a la actividad de rellenar impresos, mandar cartas, levantar actas, redactar informes, firmar, contrafirmar, contracontrafirmar, desviar consultas a la mesa de atrás, a la de delante, a la de al lado, a la del otro extremo, a la de otra sala.

Aquí aparece un rasgo del Negociado de Circunloquios que no se había tratado previamente en este relato. Cuando el admirable departamento se metía en algún lío y recibía, por parte de algún indignado parlamentario, sospechoso de posesión demoníaca para los Barnacle menores, un ataque que no se derivaba de los méritos de ningún caso concreto, sino que se dirigía a toda la institución por aberrante y demente, en esos casos el noble o excelentísimo Barnacle que representaba al Negociado en la Cámara se abalanzaba contra el parlamentario y lo despedazaba presentándole un resumen de los enormes progresos (para impedir que nadie progresara) realizados en los Circunloquios. Este noble o excelentísimo Barnacle sostenía un papel con unas cifras que, con el debido permiso, mostraba a la Cámara. Y entonces los Barnacle inferiores exclamaban (acatando órdenes): «¡Muy bien, muy bien!» y «¡Que lo lea!». A continuación el noble o excelentísimo Barnacle declaraba, señor, que, a juzgar por el contenido de este pequeño documento, según él capaz de convencer hasta al espíritu más retorcido (risas desdeñosas y aplausos entre los Barnacle de poca monta), en el breve período del último semestre financiero, ese departamento tan denostado (vítores) había escrito y recibido quince mil cartas (ruidosos vítores), veinticuatro mil actas (ruidosos vítores) y treinta y dos mil quinientos diecisiete informes (vehementes vítores). Además, un ingenioso caballero relacionado con el departamento, que también era un extraordinario funcionario, le había hecho el favor de realizar un curioso cálculo: el de la cantidad de artículos de escritorio consumidos en el mismo período. El cálculo aparecía en el mismo y sucinto documento, donde figuraba el asombroso dato de que todos los pliegos de papel empleados en esa oficina consagrada al servicio público cubrirían las dos aceras de Oxford Street de principio a fin, y todavía sobraría casi medio kilómetro para tapizar el parque adyacente (tremendos vítores y risas); además, se habían utilizado tantas barras de lacre (una gran lacra) que, puestas una detrás de otra, llegarían de Hyde Park Corner a la oficina central de correos. En ese momento, en medio de un estallido de reverente júbilo, el noble o excelentísimo Barnacle se sentaba, dejando las extremidades mutiladas del parlamentario en el campo de batalla. Después de la destrucción ejemplar de dicho individuo, ningún otro tenía la osadía de sugerir que, cuanto más hacía el Negociado de Circunloquios, menos cosas se conseguían, y que el mayor favor que podía prestar el departamento a los sufridos ciudadanos era no dedicarse a nada.

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