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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (85 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Apenas había vuelto de nuevo la cabeza, que todavía tenía agachada para escuchar a la joven, cuando el camino quedó libre y se reanudó el avance interrumpido de los transeúntes. Todavía con la cabeza gacha y escuchando a la chica, el hombre siguió caminando, y Clennam los siguió, decidido a llevar el juego hasta el final y averiguar a dónde iban.

Acababa de tomar esta decisión (cosa que le costó poco) cuando se vio nuevamente obligado a detenerse. La pareja se había desviado hacia los edificios Adelphi (era evidente que la ruta la marcaba la muchacha) y después siguió recto, como si se dirigiera a la terraza que se extiende delante de los edificios, por encima del río.

Todavía hoy en ese lugar la algarabía de las grandes avenidas hace una repentina pausa. Los miles de ruidos llegan tan amortiguados que parece que uno se ha metido algodón en los oídos, o que lleva la cabeza tapada por un gorro muy grueso. En esa época el contraste era aún mayor, pues no había barquitos de vapor en el río ni otro sitio para desembarcar que unos resbaladizos y angostos escalones o unas pequeñas pasarelas; tampoco había un ferrocarril en la otra orilla, ni un puente colgante o una lonja de pescado en las inmediaciones, ni tráfico en el puente de piedra más cercano: nada que avanzara por la corriente a excepción de algunos botes de pescadores y barcazas de carbón. Algunas de estas barcazas, largas, anchas y negras, unas al lado de otras y firmemente amarradas en el cieno como si nunca fueran a moverse, daban a la ribera un aire funerario y silencioso después del ocaso e impedían que el menor movimiento de las aguas llegara a la orilla. Una hora después de que anocheciera, en ese momento en que la mayoría de los que tienen algo que comer en casa se dirigen precisamente a casa para comérselo, y en que la mayoría de los que no tienen nada todavía no ha salido sigilosamente a robar o mendigar, la ribera era un lugar desierto con vistas a un paisaje también desierto.

A esa hora se detuvo Clennam en la esquina para observar a la joven y al hombre extraño que bajaban por la calle. Los pasos del hombre hacían tanto ruido en el sonoro pavimento que Arthur no se decidía a sumar a ellos el ruido de los suyos. Sin embargo, en cuanto la pareja se introdujo en la oscuridad de la tenebrosa esquina que llevaba a la terraza, él la siguió, simulando, hasta donde le fue posible, la indiferencia de un transeúnte cualquiera.

Cuando dobló la oscura esquina, la pareja, ya en la terraza, se dirigía hacia una figura que se les acercaba. Si Arthur hubiera visto a esa figura sola, la luz de las farolas, la neblina y la distancia quizá no le habrían permitido reconocerla inmediatamente; pero, al lado de la silueta de Tattycoram, que le puso sobre la pista, en seguida identificó a la señorita Wade.

Parado en la esquina, volvió la cabeza, fingiendo esperar a alguien con quien hubiera concertado una cita, pero sin dejar de vigilar. Cuando las tres personas se encontraron, el hombre se quitó el sombrero y le hizo una reverencia a la señorita Wade. A Arthur le pareció que Tattycoram decía unas palabras, como si hiciera las presentaciones o explicara que el hombre había llegado tarde, pronto, o lo que fuera; después se quedó un paso por detrás, sola. La señorita Wade y el desconocido empezaron a pasear por la terraza; daba la impresión de que los modales del hombre eran sumamente corteses y halagadores; los de la señorita Wade parecían sumamente altivos.

Cuando llegaron a la esquina y se dieron la vuelta para volver sobre sus pasos ella iba diciendo:

—Si eso me supone un perjuicio, señor, es asunto mío. Ocúpese usted de sus cosas y no me pregunte nada.

—¡Por amor de Dios, señora! —exclamó él con otra reverencia—. Lo he dicho por el profundo respeto que me inspira la fortaleza de su carácter y por lo mucho que admiro su belleza.

—No necesito ni el respeto ni la admiración de nadie, y menos de alguien como usted —dijo ella—. Continúe con el informe.

—¿Me ha perdonado usted? —preguntó el hombre con una actitud entre galante y avergonzada.

—Le he pagado —contestó ella—, que es lo único que quiere.

Clennam no pudo averiguar si Tattycoram iba rezagada porque le habían prohibido oír la conversación o porque ya estaba al corriente del asunto. La pareja dio la vuelta y ella también. La joven caminaba mirando el río con las manos entrelazadas delante de ella; Arthur no podía verla sin delatar su rostro. La suerte quiso que hubiera otro hombre que sí esperaba a alguien, que a veces se quedaba mirando el agua detrás de la barandilla y otras se acercaba a la esquina oscura y escudriñaba la calle; de esa forma, la presencia de Arthur resultaba menos llamativa.

Cuando la señorita Wade y el desconocido volvieron a aproximarse, ella estaba diciendo:

—Debe esperar usted hasta mañana.

—¡Mil perdones! —respondió él—. ¡Caramba! ¿Entonces ésta no es una buena noche?

—No. Ya le he dicho que, para dárselo, primero tengo que conseguirlo.

La señorita Wade se detuvo en la calzada, como si quisiera poner fin a la conversación. El desconocido, evidentemente, hizo lo mismo. Y Tattycoram también.

—Eso es un pequeño contratiempo —dijo el hombre—. Pequeño. Pero qué diablos, no tiene importancia al lado de un favor tan grande. Casualmente, esta noche estoy sin blanca. No crea, en esta ciudad tengo un buen banquero, pero no quiero recurrir a él hasta que tenga que sacar una cantidad importante.

—Harriet —dijo la señorita Wade—, encárgate de mandarle algún dinero mañana a… este caballero.

Pronunció la palabra «caballero» muy lentamente, de un modo que expresaba más desdén que la pronunciación más marcada, y siguió andando con parsimonia.

El hombre volvió a agachar la cabeza, y Tattycoram le dijo algo en cuanto empezaron a seguir a la señorita Wade. Mientras se alejaban, Clennam se aventuró a mirar a la joven. Advirtió que sus ojos negrísimos no se despegaban del desconocido; también se fijó en que, mientras se dirigían al otro extremo de la terraza, iba a cierta distancia de él.

Un nuevo y ruidoso movimiento en los adoquines lo avisó, antes de ver lo que ocurría, de que el hombre volvía solo. Arthur salió a la terraza con aire perezoso y se encaminó a la barandilla; el desconocido pasó rápidamente, la capa al hombro y tarareando unas estrofas de una canción francesa.

Ahora se había quedado solo en el mirador. El paseante se había esfumado; la señorita Wade y Tattycoram se habían ido. Más empeñado que nunca en averiguar adónde iban, y en obtener alguna información para su buen amigo Meagles, alcanzó el otro extremo de la terraza sin dejar de mirar con cautela a su alrededor. Había previsto, acertadamente, que las dos mujeres irían en dirección opuesta al hombre del que acababan de despedirse, al menos al principio. No tardó en verlas en una callecita lateral en la que no solía haber mucho tránsito, esperando sin duda a que el desconocido se alejara. Iban paseando sin prisas, cogidas del brazo, por una de las aceras, y volvieron por la otra. Al llegar a la esquina cambiaron el paso; empezaron a andar como quien va a algún sitio que queda algo lejos, y emprendieron la marcha sin detenerse. Clennam tampoco se detuvo y no las perdió de vista.

Cruzaron el Strand, atravesaron Covent Garden (pasando por debajo de las ventanas de las antiguas habitaciones de Clennam, en las que aquella noche había ido a verle su querida Amy), y torcieron en dirección al noreste hasta pasar el gran edificio que había inspirado el nombre de Tattycoram
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; después entraron en Gray’s Inn Road. Clennam conocía muy bien la zona gracias a Flora, por no hablar del Patriarca y de Pancks, y no le costó nada seguirlas. Empezaba a preguntarse asombrado qué rumbo tomarían a continuación cuando vio, más asombrado aún, que entraban en la calle del Patriarca. Pero su asombro aún sería mayor al ver que se detenían delante de la puerta del Patriarca. Dos golpes discretos con la brillante aldaba de latón, un reflejo de luz en la calle a través de la puerta abierta, una breve pausa para una pregunta y una respuesta, y la puerta se volvió a cerrar: las dos mujeres ya estaban dentro.

Después de observar cuanto lo rodeaba para cerciorarse de que no estaba soñando, Arthur dio unas cuantas vueltas delante de la casa y finalmente llamó a la puerta. Le abrió la criada habitual, que le hizo pasar de inmediato, con la diligencia habitual, al salón de Flora.

Sólo acompañaba a Flora la tía del señor F.; esta respetable dama, que disfrutaba de los agradables efluvios del té y las tostadas, se encontraba cómodamente instalada en una butaca al lado de la chimenea, con una mesita a un lado y una servilleta blanca y limpia extendida en el regazo, sobre la cual, en ese momento, dos tostadas esperaban a ser consumidas. Con la cabeza agachada sobre el humeante recipiente de té, mirando a través del vapor y resoplando vapor, como una pérfida hechicera china entregada a ritos paganos, la tía del señor F. dejó la enorme taza y exclamó:

—¡Maldito sea, ya ha vuelto este hombre!

A tenor de esta exclamación, la intransigente pariente del llorado señor F., que medía el tiempo según lo intenso de sus sensaciones, no según el reloj, parecía creer que Arthur acababa de salir de su última visita, cuando en realidad había pasado al menos medio año desde la última vez que había tenido la osadía de presentarse ante ella.

—¡Cielo santo, Arthur! —exclamó Flora, poniéndose en pie y brindándole una cordial acogida—. Doyce y Clennam qué sorpresa qué asombrada estoy porque aunque no vivamos lejos de las máquinas y de la fundición y podría usted ir a otro lado aunque sólo fuera a mediodía porque un vaso de jerez y un humilde bocadillo o un poco de embutido de la despensa nunca vienen mal y no van a ser peores porque se los ofrezca una amiga pero usted los compra en otro sitio y los compre donde los compre permite que otra persona haga negocio o si no cerraría la tienda eso es evidente pero hacía mucho que no lo veía y ya no lo esperaba, como el propio señor F. decía, si ver es creer no ver también es creer y cuando una no ve puede creer perfectamente que no la recuerdan y no es que esperara que usted Arthur Doyce y Clennam me recordara por qué iba a hacerlo, esa época ya es cosa del pasado pero traiga en seguida otra taza de té y pídale que le haga una tostada y le ruego que se siente junto al fuego.

Arthur no veía la hora de explicar el motivo de su visita, pero, en contra de su voluntad, tuvo que esperar, pues había notado una oculta recriminación en las palabras de Flora y el placer auténtico que demostraba al verlo.

—Y ahora le ruego que me cuente todo lo que sepa —añadió Flora, acercando su butaca a la de Arthur— de esa chiquilla tan preciosa y tan calladita y de cómo ha cambiado su suerte no me cabe duda de que ahora tienen carruaje propio y un sinfín de caballos qué cosa tan romántica, se habrán hecho un escudo de armas y seguro que lo sostienen bestias salvajes levantadas sobre las patas traseras como si fuera una copia de un dibujo transmitido boca a boca, madre mía, y espero que ande bien de salud porque al fin y al cabo eso es lo principal porque la riqueza sin salud no es nada como el señor F. decía muchas veces cuando le venían los dolores es mucho mejor disponer sólo de seis peniques al día pero no tener gota, aunque él no podría haber vivido con esa cantidad de ninguna de las maneras pero esa chiquilla tan preciosa ay no debo tomarme tantas confianzas esa chica no corre el riesgo de padecer gota es demasiado menuda y flaca y tenía un aspecto tan frágil, ¡que Dios la bendiga!

La tía del señor F., que se había comido una tostada entera y sólo había dejado la corteza, se la tendió solemnemente en ese momento a Flora, que se la comió como si tal cosa. Entonces, la tía del señor F. se llevó los dedos a los labios y se los humedeció, uno a uno y con lentitud, y después se los secó exactamente en el mismo orden con la servilleta; a continuación cogió la otra tostada y se lanzó sobre ella. Mientras ejecutaba esta operación, miró a Clennam con una severidad tan intensa que él se sintió obligado a sostenerle la mirada, lo cual no era precisamente lo que más le apetecía.

—Flora, la pequeña Dorrit está en Italia, con toda su familia —dijo cuando la temible dama estuvo ocupada de nuevo.

—¿Ah, en Italia? No me diga —comentó Flora— con tantas uvas y tantos higos creciendo por todas partes y collares y pulseras de lava en ese país de poetas con montañas que echan fuego incomparablemente pintorescas así que si los organilleros dejan su lugar natal para no morir abrasados no me sorprende porque son muy pequeños y tampoco es de extrañar que vengan con sus ratoncitos blancos es muy comprensible
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, así que es cierto que la muchacha se encuentra en ese privilegiado país rodeada de azul y gladiadores moribundos y Apolos de Belvedere aunque al señor F. no le gustaba aquello y cuando estaba de buen humor decía que las estatuas que tienen allí no pueden ser auténticas porque algunas se tapan con cantidades ingentes de telas todas arrugadas y mal puestas y otras van todas destapadas, lo que ciertamente parece muy extraño aunque quizá eso obedezca a que unas representaban a ricos y otras a pobres, eso lo puede explicar.

Arthur intentó intervenir, pero Flora lo interrumpió:

—¿Y Venecia está bien conservada? Creo que ha ido usted está bien o mal conservada porque la gente cuenta cosas muy distintas y es cierto que se comen los macarrones como los infieles por qué no los hacen más cortos, ha ido usted Arthur, querido Doyce y Clennam, bueno, querido no, y menos aún Doyce, porque a éste no tengo el placer de conocerlo, pero discúlpeme por favor, tengo entendido que conoce usted Mantua, dígame si es cierto que las mantas provienen de esa ciudad porque si no, no entiendo por qué se llaman así.

—Creo que una cosa y otra no tienen nada que ver, Flora —empezó a decir Arthur antes de que ella lo interrumpiera otra vez.

—Pues entonces le creo, yo no lo sabía pero siempre hago lo mismo, se me ocurre una idea y como no suelo tener muchas pues me la guardo, desgraciadamente hubo un pasado querido Arthur, bueno, nada de querido ni de Arthur pero ya me entiende usted hubo un momento en que una idea brillante refulgía en el futuro de cierta persona pero ahora han aparecido unas nubes oscuras y todo ha terminado.

En ese momento a Clennam ya se le notaba tanto que quería hablar de otra cosa que Flora calló, lo miró con ternura y le preguntó de qué se trataba.

—Tengo la imperiosa necesidad de hablar con una persona que se encuentra ahora mismo en esta casa, sin duda con el señor Casby. Alguien a quien he visto entrar y que, de forma insensata y deplorable, se ha marchado del hogar de un amigo mío.

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