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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (88 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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—Por Dios, Affery —susurró Arthur cuando la criada le abrió la puerta en el vestíbulo oscuro, y él salía a tientas buscando un lugar donde ver el cielo nocturno—, ¿se puede saber qué pasa aquí?

La apariencia de la mujer ya era lo bastante espectral, allí en la oscuridad, con el delantal por encima de la cabeza, y además habló con una voz baja y mortecina:

—No me pregunte nada, Arthur. Llevo muchísimo tiempo soñando. ¡Váyase!

Clennam salió y ella cerró la puerta. Arthur miró las ventanas del cuarto de su madre y la tenue luz, amortiguada por los postigos amarillos, parecía musitar las mismas palabras de Affery: «No me pregunte nada. ¡Váyase!».

Capítulo XI

Una carta de la pequeña Dorrit

Querido señor Clennam:

Como le dije en mi última carta que era mejor que nadie me escribiera y por eso, si le envío otra cartita, usted no tendrá que molestarse más que en leerla (quizá ni siquiera tenga tiempo libre para hacerlo, aunque espero que lo encuentre en algún momento), voy a dedicar una hora a redactarle otra. En esta ocasión lo hago desde Roma.

Nos marchamos de Venecia antes que los señores Gowan, pero sus jornadas de viaje fueron más cortas y siguieron otro camino, así que cuando llegamos les buscamos nosotros el alojamiento, en un sitio llamado Via Gregoriana. Seguro que lo conoce usted.

Le voy a contar todo lo que sé de ellos, pues entiendo que es lo que más le interesa. Sus habitaciones no son muy cómodas, aunque quizá al principio me lo parecieron menos de lo que le habrían parecido a usted, que ha estado en muchos países y que conoce costumbres muy diferentes. Desde luego, es un alojamiento muchísimo mejor que aquel al que yo he estado acostumbrada hasta hace poco, y supongo que no lo estoy viendo con mis propios ojos, sino con los de la señora Gowan. Porque no habría costado mucho darse cuenta de que se ha criado en un hogar lleno de cariño y felicidad, aunque no me hubiera hablado usted de él con tanto amor.

Bueno, pues se trata de un piso con muy pocos muebles al que se llega por una escalera oscura y muy normal; consiste casi únicamente en una habitación enorme y triste en la que el señor Gowan pinta. No se puede mirar por las ventanas porque las han entablado parcialmente, y las paredes están llenas de garabatos en tiza y carboncillo trazados por otras personas que han vivido ahí antes, ¡como si se hubieran dedicado a eso durante años! La cortina que divide la estancia está tan polvorienta que apenas se ve su color rojo; lo que queda detrás de ella constituye el salón privado. La primera vez que fui a visitar a la señora Gowan la encontré sola, se le había caído la labor al suelo y contemplaba la luz que entraba por la parte de arriba de las ventanas. Por favor, no se inquiete al leer esto, pero allí eché en falta un poco más de aire, luz, alegría, animación, juventud.

Como el señor Gowan le está haciendo un retrato a mi padre (aunque seguramente no lo habría reconocido si no hubiera asistido al proceso), he tenido muchas ocasiones de verla gracias a este afortunado accidente. Ella está muy sola. Solísima.

¿Quiere que le cuente qué pasó la segunda vez que fui a verla? Me presenté un día en que, casualmente, pude acercarme sin compañía, sobre las cuatro o las cinco de la tarde. La señora Gowan comía sola; esa comida solitaria se la habían preparado fuera de casa, y ella se la calentaba con una especie de brasero, y no tenía ninguna compañía ni la esperaba, a excepción del anciano que le había llevado el alimento y que le estaba contando una historia muy larga (sobre unos ladrones de fuera de la ciudad, que habían sido atrapados por la estatua de piedra de un santo) para entretenerla, según me dijo este hombre cuando me marché, «porque él también tenía una hija, aunque no tan guapa».

Ahora debería mencionar al señor Gowan antes de añadir lo poco más que sé de ella. Seguro que él admira su belleza, pues todo el mundo la comenta, seguro que está orgulloso de ella, seguro que le tiene cariño, y no dudo de que así es, pero a su manera. Ya sabe usted cuál es esa manera y, si a usted le parece tan poco atenta y tan insuficiente como me lo parece a mí, entonces no me equivoco al pensar que ella merece algo mejor. Si a usted no se lo parece, entonces seguro que me equivoco de medio a medio, pues su pobre niña, que sigue siendo la misma de siempre, confía en su sabiduría y su bondad más de lo que podría expresar, si lo intentara. Pero no se asuste, no lo voy a intentar.

Por culpa (o eso creo, si usted lo cree también) de la inconstancia y el malhumor del señor Gowan, éste se dedica muy poco a su profesión. No hace nada con perseverancia o paciencia: lo mismo empieza una cosa como la abandona, y todo lo hace, o lo deja inacabado, sin que le importe. Al oírlo hablar con mi padre en las sesiones para el retrato, he pensado que quizá no cree en nadie porque no cree en sí mismo. ¿Es ésa la explicación? ¡Me gustaría saber qué dirá usted al leer esto! Ya sé qué cara pondrá, y casi puedo oír la voz con que me respondería si estuviéramos en el puente de Southwark.

El señor Gowan sale mucho con la aquí considerada buena sociedad, aunque no parece que lo pase muy bien ni que disfrute mucho de su compañía; a veces ella va con él, aunque últimamente casi siempre se queda en casa. He creído observar cierta incoherencia en la forma en que esas personas hablan de ella: por un lado, como si se hubiera casado con el señor Gowan por interés y hubiera ganado un premio; por otro, esas mismas personas jamás habrían aceptado a ese hombre en sus familias ni lo querrían para sus hijas. Además Gowan se marcha con frecuencia al campo para pensar qué bocetos hacer, y en todos los sitios donde reciben visitas conoce a mucha gente y también lo conocen a él. Aparte de eso, tiene un amigo que suele acompañarlo, tanto en casa como fuera, aunque él lo trata con gran frialdad y de forma bastante imprevisible. Sé con certeza (porque me lo ha dicho ella) que a la señora Gowan no le gusta ese amigo. A mí también me resulta tan repulsivo que su actual ausencia me tranquiliza mucho. ¡Cuánto le tranquilizará también a ella!

Pero lo que quería contarle expresamente, el motivo por el que he decidido decirle todas estas cosas, por mucho que tema causarle cierta inquietud sin motivo, es lo siguiente: ella es tan fiel y sincera, sabe tan bien que se ha comprometido a amarlo para siempre, que puede estar usted seguro de que lo querrá, lo admirará, lo ensalzará y ocultará sus defectos hasta el día de su muerte. Creo que los oculta y que siempre lo hará; que incluso se los oculta a sí misma. Le ha entregado un corazón que no puede ser devuelto, y, por mucho que él se empeñe, su cariño nunca se agotará. Usted sabe si hay algo de verdad en esto, como en todo, muchísimo mejor que yo; pero no puedo dejar de hablarle del carácter que ella demuestra tener, ni de decirle que merece completamente la buena opinión que usted tiene de ella.

Todavía no la he llamado por su nombre en esta carta, pero nos hemos hecho tan amigas que sí lo hago cuando estamos solas y tranquilas, y ella a mí me llama igual: no por mi nombre de pila, sino por el que usted me puso. Cuando empezó a llamarme Amy le conté brevemente la historia de mi vida, y también que usted siempre me llamaba «pequeña Dorrit». Le conté que ése era el nombre al que más cariño le tengo, así que ahora también ella lo dice.

Es posible que todavía no haya recibido usted noticias de sus padres y que no sepa que Minnie ha tenido un hijo. Ha nacido hace dos días, sólo una semana después de que los señores Meagles llegaran, y les ha hecho muy felices. Sin embargo debo decirle, pues he decidido contárselo todo, que me parece que los Meagles se sienten algo incómodos con el señor Gowan, que creen que la actitud socarrona con que él los trata constituye una burla al amor que les inspira Minnie. Ayer, sin ir más lejos, cuando yo estaba con ellos, vi que al señor Meagles se le cambiaba el color de la cara, que se levantaba y salía, como si temiera acusarlo precisamente de eso si no se marchaba. Y los dos son tan considerados, tan alegres y tan razonables, que creo que el señor Gowan tendría que deponer su actitud. Resulta cruel por su parte no pensar un poco más en ellos.

Me he detenido en el último punto para releer toda la carta. Al principio me ha parecido que he intentado comprender y explicar demasiadas cosas, y he estado algo tentada de no enviarla. Sin embargo, después de pensarlo un poco, he confiado en que se dará cuenta en seguida de que sólo me he dedicado a observar por usted, de que sólo me he fijado en las cosas inspirada por el interés que siente usted por ellas. Y puede estar seguro de que ésa es la verdad.

Ya le he contado lo que le quería contar, y me queda muy poco que añadir.

Todos estamos muy bien, y Fanny mejora cada día. No se imagina usted lo amable que está conmigo ni lo mucho que se preocupa por mí. Tiene un pretendiente que la ha seguido primero desde Suiza y luego desde Venecia, y que acaba de confesarme que piensa seguir haciéndolo. Me sorprendió mucho que el muchacho me lo contara, pero así fue. No supe qué decir, pero al menos le respondí que me parecía que era mejor que se abstuviera. Porque Fanny (aunque eso no se lo confesé) es demasiado lista y tiene demasiado carácter para él. Pero él respondió que la iba a seguir igual. Yo, como era de esperar, no tengo ningún pretendiente.

Si ha leído usted hasta aquí, quizá piense: «Digo yo que la pequeña Dorrit no se despedirá sin contarme algo de sus viajes, que ya va siendo hora». Seguramente debería hacerlo, pero no sé qué contarle. Desde que nos fuimos de Venecia hemos estado en muchos lugares maravillosos, entre ellos Génova y Florencia, y hemos visto tantas cosas preciosas que casi me mareo al pensar en cuántas han sido. Pero usted podría hablarme de ellas mucho mejor que yo, así que ¿para qué voy a aburrirlo con mis relatos y descripciones?

Querido señor Clennam, en vista de que hasta ahora he tenido el valor de confesarle lo que me iba preocupando en el transcurso del viaje, no seré cobarde ahora. Muchas veces pienso que, por muy antiguas que sean estas ciudades, su antigüedad no me llama la atención, pero sí me sorprende que estuvieran ya donde están en la época en que yo sólo sabía que existían dos o tres de ellas, cuando apenas conocía nada de lo que había fuera de nuestros muros. Esta idea me inspira cierta tristeza, y no sé por qué. Cuando fuimos a ver la famosa torre inclinada de Pisa hacía un día espléndido y soleado, ¡y ese edificio y los que lo rodeaban parecían viejísimos, y la tierra y el cielo muy nuevos, y la sombra que proyectaba en el suelo muy agradable y acogedora! Pero al principio no fui capaz de prestar atención a lo bonito y curioso que era todo, sino que pensé: «¡Oh, cuántas veces, cuando la sombra del muro caía sobre nuestra habitación, cuando se oía el cansancio de tantos pasos en el patio, cuántas veces habrá estado este lugar tan tranquilo y tan hermoso como hoy!». Este sentimiento se apoderó de todo mi ser con tanta fuerza que los ojos se me llenaron de lágrimas, aunque hice todo lo posible por contenerlas. Y me embarga muchas veces la misma sensación, muchas.

¿Sabe usted que, desde que cambió nuestra suerte, aunque me parece que sueño más que antes, en mis sueños siempre me veo de muy pequeña? Me dirá usted que tampoco es que sea muy mayor ahora. No lo soy, pero no estoy hablando de eso. En mis sueños siempre me veo cuando era niña y aprendía a coser. Muchas veces me he visto, al soñar, en la cárcel, contemplando en el patio rostros prácticamente desconocidos, rostros que creía olvidados; con frecuencia, mientras viajábamos por el extranjero, por Suiza, Francia o Italia, por todos los sitios en que hemos estado, no he dejado de ser esa niña pequeña. He soñado que iba a ver a la señora General vestida con la ropa remendada de mis primeros recuerdos. He soñado con frecuencia que estábamos en Venecia, con muchísimos invitados a cenar, y que me sentaba a la mesa con el vestido de luto por mi pobre madre, el que llevaba con ocho años y que seguí llevando mucho después, deshilachado, cuando ya no podía remendarse. Me angustiaba mucho pensar que los invitados lo considerarían totalmente incompatible con la riqueza de mi padre, que iba a avergonzarlos y contrariarlos, a mi padre y a Fanny y a Edward, al revelar de forma tan clara lo que ellos querían guardar en secreto. Pero, por mucho que lo pensara, no dejaba de ser esa niña pequeña, y al mismo tiempo, en el sueño, estaba muy inquieta en esa mesa, distraída calculando lo que costaba la cena, y preguntándome cómo íbamos a pagarlo todo. Nunca he soñado con nuestra repentina riqueza; nunca he soñado con esa mañana memorable en que vino usted a darme la noticia; nunca he soñado con usted.

Querido señor Clennam, es posible que, como pienso tanto en usted (y en otras personas) a lo largo del día, no me queden ideas para que aparezca usted por la noche. Porque ahora debo confesarle que siento una gran añoranza, que tengo unas ganas tan intensas y tan sinceras de volver a casa que, a veces, cuando nadie me ve, me consumo pensando en ello. No soporto tener que alejarme todavía más de nuestro país. Mi ánimo mejora un poco cuando nos acercamos algo, aunque sean sólo unos pocos kilómetros, aunque sepa que en seguida volveremos a estar lejos, porque quiero mucho el lugar donde viví nuestra pobreza y donde usted fue tan bueno con nosotros. ¡Mucho, muchísimo!

Sólo Dios sabe cuándo volverá a ver Inglaterra su pobre niña. A todos les gusta tanto la vida que llevamos aquí (menos a mí) que nadie tiene la menor intención de volver. Mi querido padre habla de una visita a Londres a finales de la próxima primavera por ciertos asuntos relacionados con sus bienes, pero no albergo la menor esperanza de que me deje acompañarlo.

He intentado seguir las directrices de la señora General y desenvolverme mejor, y espero no ser tan sosa como antes. He empezado a hablar y a entender, casi sin dificultad, los idiomas tan complicados que le comenté. No recordaba, cuando le escribí la última carta, que usted sabe hablar los dos, pero sí me acordé luego, y eso me ayudó a progresar. Que Dios lo bendiga, querido señor Clennam. No me olvide.

Con el cariño y la gratitud de siempre,

la pequeña
DORRIT

P.D.: Recuerde muy especialmente que Minnie Gowan es digna del mejor concepto que pueda tener usted de ella. Ninguna opinión que merezca es demasiado generosa o demasiado elevada. La última vez olvidé al señor Pancks. Por favor, si lo ve, dele muchos recuerdos de la pequeña Dorrit; se portó muy bien con ella.

Capítulo XII

En el que se celebra una gran cumbre patriótica

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