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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (90 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Y entonces llegó lord Decimus. El mayordomo, que hasta el momento se había limitado a una de sus atribuciones habituales, la de mirar a los invitados a medida que iban entrando (y además con un gesto más desafiante que amistoso), se tomó la enorme molestia de subir con él las escaleras y anunciarlo. Al ser lord Decimus un miembro tan sumamente destacado de la Cámara de los Lores, un tímido y joven parlamentario de la Cámara Baja, que era el último pez atrapado por los Barnacle y que había sido invitado al acontecimiento para conmemorar su captura, cerró los ojos cuando Su Alteza entró.

No obstante, lord Decimus se alegró de ver al parlamentario. También se alegró de ver al señor Merdle, se alegró de ver al Obispado, se alegró de ver a la Abogacía, se alegró de ver a la Medicina, se alegró de ver a Tite Barnacle, se alegró de ver al Coro, se alegró de ver a Ferdinand, su secretario particular. Lord Decimus, pese a ser uno de los más grandes hombres de la tierra, no destacaba por su simpatía, y Ferdinand le había dado instrucciones para que saludara a todos los invitados con los que se encontrase y a decirles que se alegraba de verlos. Después de perpetrar semejante exhibición de animación y condescendencia, Su Alteza se sumó a la imagen que imitaba al cuadro de Cuyp y se convirtió en la tercera vaca del grupo.

La Abogacía, que creía que ya se había ganado a los otros miembros y que ahora debía dedicarse al presidente del jurado, no tardó en acercarse sigilosamente a él, anteojos en ristre. Solicitó la opinión del presidente sobre el tiempo, pues éste suele ser un tema no afectado por circunspecciones oficiales. Comentó que le habían dicho (porque a la gente siempre le dicen cosas así, aunque quién las dice, y por qué, nunca deja de ser un misterio) que ese año no se podía esperar nada de los frutales en espaldera. A lord Decimus nadie le había informado de que les hubiera pasado nada malo a sus melocotones, aunque sí creía, si sus empleados estaban en lo cierto, que no iba a tener manzanas. ¿Se iba a quedar sin manzanas? La Abogacía se sumió en un abismo de perplejidad y congoja. En realidad le habría traído completamente sin cuidado que no hubiera quedado una sola camuesa sobre la faz de la tierra, pero, dado el interés manifestado, se habría dicho que las manzanas le causaban un gran dolor. Y entonces lord Decimus, pues a los latosos abogados nos encanta obtener información, pues nunca sabemos cuándo puede sernos útil, lord Decimus, ¿a qué podía deberse todo esto? Lord Decimus no tenía ninguna teoría, lo cual podría haber desalentado a otro hombre, pero la Abogacía, sin separarse un ápice de su interlocutor, insistió: «¿Y sus peras?».

Mucho después de que nombraran fiscal general a la Abogacía, se comentaría que aquélla había sido una jugada maestra por su parte. Lord Decimus se acordó de un peral que había en un huerto cercano a la casa donde tenía su habitación de estudiante en Eton; en ese peral florecía perpetuamente el único chiste que había sabido contar en su vida. Era un chiste de naturaleza compacta y portátil, que detallaba la diferencia entre las peras que había comido en Eton y la forma en que ahora les ponía las peras al cuarto a los miembros de la Cámara; pero se trataba de un chiste, al fin y al cabo, una refinada chanza que, en opinión de lord Decimus, no podía apreciarse sin conocer a fondo ese árbol. Por eso, en el chiste al principio no aparecía el peral, luego el árbol iba viéndose poco a poco en invierno, seguía apareciendo mientras se sucedían las estaciones, luego despuntaban los capullos, luego daba flores, luego daba frutos, luego el fruto maduraba; en resumidas cuentas, en la historia el árbol se cultivaba de una forma diligente y minuciosa, hasta que al fin sus ramas alcanzaban la ventana del dormitorio y se podía robar la fruta, y los pacientes oyentes agradecían sinceramente que el árbol se hubiera plantado, que se hubiera injertado antes de que naciera lord Decimus. El interés de la Abogacía por las manzanas se vio tan ampliamente superado por la fascinación y la avidez con que fue siguiendo la evolución de las peras, desde el momento en que lord Decimus inició solemnemente el discurso con las palabras: «Ya que habla usted de peras, me acuerdo de un peral», hasta la ingeniosa conclusión: «Y así es la vida: pasamos de comer peras en Eton a ponerle las peras al cuarto a los parlamentarios», que la Abogacía no tuvo más remedio que bajar al piso inferior con lord Decimus, e incluso sentarse a su lado en la mesa para que pudiera contarle el final de la anécdota. Cuando llegó el momento, supo que ya se había ganado al presidente del jurado, por lo que pudo cenar con apetito.

Y era una cena pensada para despertar el apetito, aunque la Abogacía no lo hubiera tenido. Los platos más distinguidos, suntuosamente preparados y suntuosamente servidos; las frutas más selectas; los vinos más exquisitos; asombrosa artesanía en oro y plata, porcelana y cristal; innumerables cosas, deliciosas para los sentidos del gusto, del olfato y de la vista, habían concurrido en su composición. ¡Oh, qué hombre tan maravilloso era el señor Merdle, qué gran hombre, qué hombre superior, cuán afortunado y envidiablemente colmado de dones! En dos palabras… ¡qué hombre tan rico!

El anfitrión, como era habitual, comió como un pajarito, a su estilo indigesto, y fue el más callado de los hombres maravillosos. Felizmente, lord Decimus era uno de esos seres tan sublimes que no necesitan que se les hable, pues siempre están ocupados con la contemplación de su propia grandeza. Gracias a eso, el joven y tímido parlamentario pudo tener los ojos abiertos el tiempo suficiente para ver la comida. Aunque cuando lord Decimus tomaba la palabra los volvía a cerrar.

El simpatiquísimo y joven Barnacle y la Abogacía fueron los más locuaces de la reunión. La compañía del Obispado también habría sido sumamente agradable si su inocencia no le hubiera creado un obstáculo. Muchas veces perdía el hilo. En cuanto algo era meramente insinuado, ya no entendía nada. Los asuntos mundanos le superaban; para él eran completamente impenetrables.

Esto quedó de manifiesto cuando la Abogacía expresó, de pasada, su alegría por la noticia de que, al cabo de poco tiempo, iban a tener el honor de sumar a su causa la sólida y sencilla sagacidad (no una sagacidad llamativa ni florida, sino totalmente sensata y práctica) de su amigo el señor Sparkler.

Ferdinand Barnacle soltó una carcajada y dijo que sí, que eso parecía. Un voto era un voto, y siempre venía bien.

La Abogacía lamentaba no contar con la presencia de nuestro buen amigo el señor Sparkler en esta velada, señor Merdle.

—Está de viaje con la señora Merdle —respondió el caballero interpelado, saliendo lentamente de un prolongado ensimismamiento, en el transcurso del cual se había dedicado a introducirse una cuchara en la manga—. No es indispensable que esté aquí.

—Basta con el mágico apellido Merdle —dijo la Abogacía con su reverencia de tribunal—, no cabe duda.

—Eh… sí, eso espero —convino el anfitrión, dejando la cuchara y escondiendo con torpeza una mano en cada manga—. Creo que la gente que representa allí mis intereses no se opondrá.

—¡Modélicos ciudadanos! —exclamó la Abogacía.

—Me alegra que les parezcan bien.

—Y los habitantes de esos otros dos lugares —prosiguió la Abogacía, mirando a su magnífico vecino con intensidad y una chispa en la mirada—, pues ya sabe que en mi profesión siempre somos curiosos, inquisitivos, siempre vamos recogiendo material para nuestra cabeza hecha de retales, pues nunca se sabe en qué esquina podrá encajar uno… los habitantes de esos dos lugares… ¿se someten de forma tan loable a la enorme y provechosa influencia de vuestros esfuerzos y vuestra fama? ¿Confluyen esos arroyuelos con discreción y docilidad como si obedecieran a leyes naturales? ¿Se someten con tanta hermosura a la fuerza de la majestuosa corriente que en su portentoso curso fertiliza las tierras de los alrededores? ¿Puede así la dirección de esos arroyos calcularse perfectamente y predecirse con exactitud?

El señor Merdle, un tanto inquieto por la elocuencia de la Abogacía, miró nervioso el salero más cercano unos instantes y después dijo, titubeando:

—Son muy conscientes, señor, de sus deberes con la Sociedad. Responderán debidamente ante cualquier persona que les envíe para que así lo demuestren.

—Lo celebro —replicó la Abogacía—, lo celebro.

Los tres lugares aludidos eran tres infectos antros de la Gran Bretaña donde se asentaban tres remotas circunscripciones repletas de ignorancia, de borrachos, de comilones, de suciedad, que habían acabado en manos del señor Merdle. Ferdinand Barnacle soltó con ligereza una de sus carcajadas y declaró con displicencia que eran unos tipos de lo más agradable. El Obispado, deambulando en su cabeza por los caminos de la paz, estaba tan distraído que no se enteró de nada.

—Aclárenme una cosa —rogó lord Decimus, recorriendo la mesa con la mirada—, ¿qué es esa historia que me han contado de un caballero que estuvo encerrado mucho tiempo en una cárcel de deudores, que al final procedía de una familia acaudalada y heredó una importante cantidad de dinero? He oído hablar de él. ¿Sabes algo de eso, Ferdinand?

—Lo único que sé —respondió éste— es que ese hombre le ha causado al departamento con el que tengo el honor de estar vinculado —el chispeante y joven Barnacle pronunció estas palabras como si practicara un deporte, como si dijera: «Todos conocemos perfectamente este lenguaje, pero tenemos que seguir hablándolo, tenemos que seguir jugando»— infinidad de inconvenientes, y nos ha creado muchas complicaciones.

—¿Complicaciones? —repitió lord Decimus, con una majestuosa pausa y ponderando la palabra que había llevado al tímido parlamentario a cerrar los ojos con fuerza—. ¿Complicaciones?

—Qué caso tan asombroso —comentó el señor Tite Barnacle con un gesto de hondo resentimiento.

—Ferdinand —preguntó lord Decimus—, ¿en qué consistió el caso, cuál fue la naturaleza de las complicaciones?

—Ah, como historia no tiene precio —respondió el mencionado caballero—, es prácticamente impagable. Este señor Dorrit, pues ése es su apellido, se había portado de manera poco responsable con nosotros mucho tiempo antes de que el hada madrina saliera del banco y lo hiciera rico: se había comprometido a cumplir un contrato que, desde luego, no cumplió. Era uno de los socios más destacados de una empresa dedicada a los licores, o a los botones, o al vino, o a lustrar zapatos, o a la harina de avena, o a la lana, o a la ganadería porcina, o a los corchetes, o al hierro, o a la melaza, o a los zapatos, o a cualquier cosa que les hiciera falta a las tropas, o a los marineros, o a quien fuera, pero la empresa quebró y, como nosotros nos contábamos entre los acreedores, la Corona se encargó de encarcelar científicamente a las personas pertinentes, y con todo lo que correspondía. Cuando apareció el hada madrina y el señor quiso pagar su deuda, hay que ver… habíamos llegado a elaborar un método tan perfecto de comprobar de arriba abajo y de abajo arriba, de firmar y contrafirmar, que tardamos seis meses en averiguar cómo aceptar el dinero y cómo hacer un recibo. Fue un triunfo de los servicios públicos —añadió este joven y apuesto Barnacle mientras se reía con ganas—. Jamás se habían visto tantos impresos. «Caramba —me dijo un día el abogado—, si quisiera que esta oficina me diera dos o tres mil libras, en lugar de recibirlas, seguro que me costaba menos». «Cuánta razón tienes, amigo mío —le dije—: así, en lo sucesivo, sabrás que aquí nos dedicamos a algo» —concluyó el joven y simpático Barnacle, volviendo a reírse sonoramente.

No cabía duda de que era un muchacho simpático, campechano, de trato sumamente encantador.

En la versión de Tite Barnacle hubo un poco menos de displicencia. No le había parecido nada bien que el señor Dorrit hubiera molestado al departamento queriendo devolver el dinero, cosa que le pareció enormemente informal, al cabo de tantos años. Sin embargo, el señor Tite Barnacle se abrochaba los botones hasta arriba, y, por tanto, estaba gordo. Todos los hombres que se abrochan hasta el último botón están gordos. Todos los hombres tan abotonados inspiran confianza. Bien sea porque la capacidad reservada y nunca utilizada de desabrochar botones fascina a la humanidad, bien porque se supone que la sabiduría se condensa y aumenta cuando uno se abrocha hasta arriba, y se disipa al desabrocharse, lo cierto es que el hombre a quien se considera importante es siempre un hombre abotonado. Al señor Tite Barnacle jamás se le habría atribuido ni la mitad de la estima que merecía si no hubiera llevado la chaqueta siempre abrochada hasta el pañuelo blanco.

—¿Y sabrían decirme —inquirió lord Decimus— si el señor Darrit, o Dorrit, tiene familia?

Como nadie respondía, el anfitrión dijo:

—Dos hijas, mi señor.

—¡Oh! ¿Lo conoce usted? —preguntó el lord.

—La señora Merdle sí. Y también el señor Sparkler —admitió el banquero—. Si le soy sincero, creo que una de las jóvenes damas ha causado muy buena impresión a Edmund Sparkler. Es un hombre impresionable, y tengo entendido que la conquista…

En este punto el señor Merdle guardó silencio y miró el mantel, cosa que solía hacer cuando lo observaban o lo escuchaban.

A la Abogacía le procuró un inmenso placer ver que las familias Merdle y Dorrit ya se conocían. Le dijo en voz baja al Obispado, que estaba al otro lado de la mesa, que era como una ilustración analógica de las leyes físicas que dictan que los objetos similares se buscan. Le parecía que la capacidad de la riqueza para atraer más riqueza era un fenómeno de lo más curioso e interesante, indefiniblemente relacionado con las leyes del magnetismo y la gravedad. El Obispado, que había vuelto a bajar a la tierra al tratarse la cuestión, asintió y añadió que, efectivamente, era de enorme importancia para la Sociedad que una persona que se vea en la difícil situación de adquirir repentinamente la facultad de hacer el bien o el mal, debía fundirse, por así decirlo, con una facultad superior, de desarrollo más legítimo y gigantesco, cuya influencia (como en el caso de su común amigo el anfitrión) solía recibir de acuerdo con aquello que más convenía a la Sociedad. De este modo, en vez de tener dos llamas rivales, enfrentadas, una mayor y otra menor, cada una con un brillo misterioso e incierto, podíamos disponer de una luz mezclada y atenuada que, con su rayo fraternal, difundía un calor ecuánime por toda la nación. Al Obispado pareció gustarle mucho cómo le habían quedado estas palabras y se dedicó a repetirlas; entre tanto, la Abogacía (que no quería prescindir de un miembro del jurado) casi parecía que iba a sentarse a sus pies para recibir sus preceptos.

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