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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (92 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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El coro contestaba rápidamente con gran sentimiento:

—Ya nos gustaría a nosotros que lo fuera usted.

—A todos nos vendría mejor que fuera usted el señor Merdle, caballero —insistía el deudor, animándose—: y sería mejor para ambas partes. Mejor para nosotros y mejor para usted. Entonces no tendría que preocuparse por nadie, no tendría que preocuparse por nosotros ni por usted mismo. Estaría usted más tranquilo y dejaría tranquilos a los demás, si fuera usted Merdle.

Al señor Pancks los cumplidos impersonales le producían una timidez irresistible y nunca contestaba a estas acometidas. No le quedaba más remedio que morderse las uñas y salir resoplando en busca del siguiente deudor. El coro de corazones sangrantes se congregaba entonces en torno al deudor que Pancks acababa de dejar y comentaba los rumores más disparatados, para su gran consuelo, sobre el dinero contante y sonante del señor Merdle.

Tras una más de esas derrotas en un día más de cobro de alquileres, el señor Pancks, al término de su trabajo, se dirigió con el cuaderno bajo el brazo a la esquina de la señora Plornish. El objeto de la visita no era profesional sino social: había tenido un día difícil y necesitaba animarse un poco. Había trabado ya amistad con la familia Plornish, la visitaba regularmente en ocasiones semejantes y llevaba ahí su parte de recuerdos de la señorita Dorrit.

La señora Plornish se había ocupado personalmente de decorar la trastienda y ésta, en la zona contigua a la tienda, ofrecía a la vista una pequeña ficción en la que la mujer se recreaba indeciblemente. Este detalle poético consistía un dibujo en la pared que representaba una casita de campo con el techo de bálago; el artista había encajado ahí la puerta y la ventana auténticas (con la mayor eficacia que pudo, dada la desproporción de las dimensiones). En la rústica morada florecían esplendorosamente un modesto girasol y una malva, mientras una gran cantidad de humo denso salía de la chimenea, indicando que en el interior se disfrutaba de bienestar y también, tal vez, que hacía tiempo que no se deshollinaba. Un perro fiel aparecía saltando desde el umbral a las piernas del visitante amigo; y un palomar circular, envuelto en una nube de palomas, se asomaba por detrás de la valla del jardín. En la puerta (cuando estaba cerrada), se veía una placa de metal pintada con la inscripción «La casita feliz de T. y M. Plornish», en alusión a la asociación de marido y mujer. La poesía y el arte nunca habían seducido tanto la imaginación de la señora Plornish como la unión de ambas en aquella casita de campo falsa. No le preocupaba que el señor Plornish tuviera la costumbre de apoyarse en ella mientras se fumaba una pipa después de trabajar, tapando con el sombrero el palomar y todas las palomas, que su espalda se tragara la casita y que las manos en los bolsillos arrancaran el jardín florido y arrasaran el campo contiguo. Para la señora Plornish seguía siendo la más preciosa de las casitas y la más hermosa de las ficciones; y le daba lo mismo que los ojos del señor Plornish quedaran un poco por encima del nivel de la buhardilla de la casa. Entrar en la tienda después de cerrar la puerta de la casita y oír a su padre dentro cantando una canción resultaba para ella de lo más pastoril, como si viviera de nuevo en una edad de oro. Y lo cierto es que si esta época existió alguna vez, cabe dudar que tuviera una hija que la admirara más que aquella pobre mujer.

Advertida de que tenía una visita por la campanilla de la puerta de la tienda, la señora Plornish salió de la casita feliz para ver quién era.

—Ya sabía que sería usted, señor Pancks, porque le toca esta tarde, ¿verdad? —dijo la señora Plornish—. Aquí tiene a mi padre, ya ve, que sale a atender en cuanto oye la campanilla como si fuera un tendero joven y despierto. ¿Verdad que tiene muy buen aspecto? A mi padre le gusta más verlo a usted que a cualquier cliente, porque le encanta charlar; y, si resulta que hablamos de la señorita Dorrit, le gusta todavía más. Cada vez tiene mejor voz —dijo la señora Plornish; ella, en cambio, tenía la voz temblorosa, tal era el orgullo y la satisfacción que la embargaban—. Anoche nos cantó
Strephon
[40]
tan bien que Plornish se levantó de la mesa y le dijo: «John Edward Nandy —dijo Plornish a mi padre—: nunca le había oído cantar como esta noche, trinaba usted como un pájaro». Qué satisfacción, señor Pancks, ¿verdad?

El señor Pancks, que había saludado al viejo con uno de sus más cordiales resoplidos, contestó afirmativamente y le preguntó, como quien no quiere la cosa, si aquel vivaz muchacho, Altro, había vuelto ya. La señora Plornish contestó que no, que todavía no, aunque había ido al West-End para hacer un trabajo y había dicho que volvería a la hora del té. Instó hospitalariamente al señor Pancks a que pasara a la casita feliz, donde encontró al mayor de los hijos que acababa de regresar del colegio. Miró por encima los trabajos del día del joven alumno y se encontró con que los estudiantes más adelantados, a propósito de la letra M, habían copiado: «Merdle, Millones».

—¿Y qué tal anda usted, señora Plornish —preguntó Pancks—, ya que hablamos de millones?

—Muy bien, la verdad —contestó la señora Plornish—. Querido padre, ¿por qué no va a arreglar un poquito el escaparate antes del té, usted que tiene tan buen gusto?

John Edward Nandy se alejó trotando, agradecido, para satisfacer la petición de su hija. La señora Plornish, que tenía siempre pánico de hablar de dinero delante del anciano, no fuera a revelarle algún dato que lo empujara a marcharse al asilo de pobres, pudo así hablar confidencialmente con el señor Pancks.

—Es cierto que el negocio va bien —dijo la señora Plornish, bajando la voz— y está muy bien situado. El único obstáculo es el crédito.

Este lastre, con el que se topaban la mayoría de quienes se embarcaban en relaciones comerciales con los habitantes de la Plaza del Corazón Sangrante, era una gran traba para el negocio de la señora Plornish. Cuando el señor Dorrit le montó la tienda, los corazones sangrantes mostraron una gran emoción y una decisión a apoyarla que honraban la naturaleza humana. Reconocieron que la señora Plornish tenía derechos adquiridos sobre sus sentimientos de generosidad y se comprometieron, con gran afecto, a ser clientes de la señora Plornish ocurriese lo que ocurriese, y no frecuentar otros establecimientos. Influidos por estos nobles sentimientos, habían llegado al extremo de adquirir pequeños lujos en forma de alimentos o derivados de la mantequilla a los que estaban poco acostumbrados; se decían el uno al otro que si no hacían algún sacrificio por una amiga y vecina, ¿por quién lo harían, si no? Con este estímulo, el negocio resultaba muy animado y los artículos del almacén salían con gran rapidez. En definitiva, si los corazones sangrantes hubieran pagado también, el negocio habría sido un éxito completo. Pero, dado que compraban siempre de fiado, los beneficios no habían empezado a aparecer en los libros de cuentas.

Al ver las cuentas, el señor Pancks empezó a mesarse los cabellos, y ya se había convertido en un auténtico puercoespín cuando el viejo señor Nandy volvió a entrar en la casita con aire de misterio para pedirles que fueran a ver la extraña conducta del señor Baptist, que parecía haberse encontrado con algo que lo había asustado. Los tres salieron a la tienda y, mirando por el escaparate, vieron al señor Baptist, pálido y agitado, haciendo cosas rarísimas. Primero lo vieron esconderse en lo alto de las escaleras de entrada a la Plaza, atisbar calle arriba y calle abajo con la cabeza pegada a la puerta de la tienda. Después del escrutinio, salió del escondrijo y caminó calle abajo como si quisiera marcharse; de repente, se dio media vuelta y regresó calle arriba al mismo paso. No había recorrido más distancia que en sentido contrario cuando, de golpe, cruzó la calle y desapareció. El objetivo de esta maniobra sólo lo comprendieron cuando su entrada con un quiebro inesperado hizo evidente que había dado un amplio y complicado rodeo por el otro extremo de la Plaza, por Doyce y Clennam, y que, tras recorrerla entera, se había metido en la tienda de un salto. Estaba completamente sin aliento y el corazón parecía latirle más deprisa que la campanilla de la tienda, que se agitaba y tintineaba a su espalda, después de que cerrara apresuradamente la puerta.

—¡Hola, muchacho! —exclamó el señor Pancks—.
¡Altro
, amigo! ¿Qué pasa?

El señor Baptist o
signor
Cavalletto entendía ya el inglés casi tan bien como el propio señor Pancks y lo hablaba muy bien. Sin embargo, la señora Plornish, con una vanidad disculpable que la hacía cualquier cosa menos italiana, dio un paso adelante para actuar como intérprete.

—Yo pregunto —dijo la señora Plornish—, ¿qué malo hay?

—Vamos a la casita feliz,
padrona
—contestó el señor Baptist, señalando a su espalda con el índice derecho con gran sigilo—. Vamos.

A la señora Plornish le gustaba que la llamara
padrona
, que, en su opinión, indicaba no tanto su condición de ama de la casa como ama de la lengua italiana. Así pues, obedeció inmediatamente la petición del señor Baptist y entraron todos en la casita.

—Espero tú no miedo —dijo la señora Plornish, haciendo de intérprete para el señor Pancks de una forma nueva, con su habitual riqueza de recursos—. ¿Qué pasar? ¡Habla a
padrona
!

—He visto a alguien —contesto Baptist—. Lo he
rincontrato
.

—¿A él? ¿Quién es él? —preguntó la señora Plornish.

—Un hombre malo. El más malo. Esperaba no volver a verlo nunca.

—¿Cómo saber que ser malo? —preguntó la señora Plornish.

—Eso no importa,
padrona
. Lo sé de sobra.

—¿Él verte a ti? —preguntó la señora Plornish.

—No, espero que no. Creo que no.

—Dice —tradujo la señora Plornish, dirigiéndose a su padre y a Pancks con ligera superioridad— que se ha encontrado con un hombre malo, pero que espera que el hombre malo no lo haya visto. ¿Por qué tú esperar hombre malo no ver? —añadió, volviendo al italiano.

—Querida
padrona
—contestó el menudo extranjero al que protegía tan afectuosamente—. Le ruego que no pregunte. De nuevo le digo que no importa. Tengo miedo de este hombre. No quiero verlo, no quiero que me vea… ¡nunca más! Y ya está, querida
padrona
, dejémoslo así.

El tema le resultaba tan desagradable y en tal medida le privaba de su vivacidad habitual que la señora Plornish no quiso insistir más; sobre todo, porque el té llevaba rato esperando en el hogar. Pero no por dejar de hacer preguntas disminuían en ella la curiosidad o el asombro ni tampoco en el señor Pancks, que, desde la entrada del hombrecito, respiraba tan ruidosamente como un motor de locomotora ascendiendo con una gran carga por una pendiente inclinada. Maggy, mejor vestida ahora que en otros tiempos, aunque todavía fiel a su monstruosa cofia, había estado en segundo plano desde el principio, con la boca y los ojos muy abiertos, y la brusca interrupción de la conversación no había conseguido que se cerraran. Sin embargo, no se comentó nada más, aunque se diría que todos pensaron mucho sin que, de ningún modo, se pudiera exceptuar a los pequeños Plornish, que compartieron la cena como si la probabilidad de que el peor de los hombres apareciera dispuesto a devorarlos ahí mismo hiciera casi superfluo que comieran el pan con mantequilla. Poco a poco, el señor Baptist empezó a gorjear, pero no se movió del asiento que había ocupado detrás de la puerta y cerca de la ventana, aunque no era su lugar habitual. Cada vez que sonaba la campanilla, se sobresaltaba y, en secreto, miraba hacia fuera con el extremo de la cortinilla en la mano y el resto delante de la cara; era evidente que no estaba tranquilo y, a pesar de sus vueltas y revueltas, temía que el hombre lo hubiera seguido como el más terrible de los sabuesos.

En dos o tres ocasiones, la entrada de los clientes y del señor Plornish le dieron al señor Baptist suficiente ocupación para llamar la atención de la concurrencia. Terminaron el té, los niños se fueron a la cama, y la señora Plornish empezó a tantear el terreno para proponer tiernamente a su padre que los agasajara con la canción de
Chloe
cuando sonó de nuevo la campanilla y entró el señor Clennam.

Clennam había trabajado hasta tarde en los libros y cartas, ya que las salas de espera del Negociado de Circunloquios le quitaban muchísimo tiempo.

Por encima de todo, estaba triste e incómodo por los últimos acontecimientos en casa de su madre. Parecía cansado y solitario. Además, lo estaba; sin embargo, cuando volvía a casa de su trabajo de contabilidad en el extremo de la Plaza, pasó para comunicar a los Plornish que había recibido otra carta de la señorita Dorrit.

La noticia causó sensación en la casita y dejaron de prestar atención al señor Baptist. Maggy, que se abrió paso inmediatamente, parecía absorber las noticias de su madrecita por los oídos, nariz, boca y ojos, aunque estos últimos estaban obstruidos por las lágrimas. Estuvo especialmente encantada cuando Clennam le aseguró que en Roma había hospitales y, además, muy bien atendidos. El señor Pancks ascendió de categoría en cuanto la carta lo mencionó expresamente. Todo el mundo se mostró interesado y complacido, y Clennam se sintió bien pagado por la molestia.

—Está usted cansado, señor Clennam. Deje que le prepare una taza de té —dijo la señora Plornish—. Si le parece bien a usted tomarla en la casita, y muchas gracias por acordarse de nosotros.

El señor Plornish consideró que le correspondía, en su calidad de anfitrión, añadir su gratitud personal y la expuso de la manera que, en su opinión, mejor combinaba la ceremonia con la sinceridad.

—John Edward Nandy —declaró, dirigiéndose al anciano caballero—. Uno no ve con frecuencia a la gente obrar sin una pizca de orgullo y, por lo tanto, cuando uno lo ve, debe mostrar agradecimiento y, si no lo hace y más adelante se arrepiente, le estará bien empleado.

A lo que el señor Nandy contestó:

—Comparto plenamente su opinión, Thomas, puesto que su opinión es la misma que la mía, y por ello no añadiré más palabras ni me retractaré de dicha opinión, y esa opinión es que sí, Thomas, sí; en esa opinión usted y yo debemos coincidir unánimemente; y donde no hay diferencia de opinión sólo puede haber una opinión, Thomas, sólo una.

Arthur, menos formalmente, expresó su agradecimiento por el alto aprecio con que se había acogido una pequeña atención por su parte; y sobre el té, explicó que todavía no había cenado y se iba directamente a casa para descansar tras un largo día de trabajo; si no fuera por eso, aceptaría rápidamente la hospitalaria oferta. Como el señor Pancks estaba aumentando la presión ruidosamente para ponerse en marcha, Clennam terminó preguntándole si quería acompañarlo. El señor Pancks dijo que no deseaba otra cosa y los dos salieron de la casita feliz.

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