Read La pequeña Dorrit Online

Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (21 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Tras cruzar la puerta, se llevó la mano al ajado sombrero, mirando a los pocos parroquianos que ocupaban la sala. Dos jugaban al dominó en una de las mesitas; tres o cuatro estaban sentados en torno a la estufa, charlando y fumando; la mesa de billar situada en el centro estaba en ese momento sola; la patrona de El Amanecer, sentada detrás del pequeño mostrador entre turbias botellas de siropes, cestitos con galletas y un recipiente de plomo donde se secaban los vasos, cosía una labor.

El viajero se acercó a una mesita vacía que se encontraba en un rincón de la sala, detrás de la estufa, y dejó el morral y la capa en el suelo. En cuanto lo hizo y alzó la cabeza, encontró a la tabernera a su lado.

—¿Se puede dormir aquí, señora?

—¡Claro que sí! —contestó la patrona con una voz alegre, aguda y cantarina.

—Bien, ¿y se puede cenar o comer, como ustedes lo llamen?

—¡Por supuesto! —exclamó la mujer con el mismo tono.

—Entonces dese usted prisa, señora, por favor. Póngame algo para comer lo antes posible y un poco de vino ahora mismo, estoy agotado.

—Hace muy mal tiempo, señor —dijo la tabernera.

—Maldito tiempo.

—Y el camino es largo.

—Maldito camino.

La voz, ya ronca, se le quebró, y el viajero descansó la cabeza en las manos hasta que le trajeron del mostrador una botella de vino. Después de llenar y vaciar el vasito dos veces y después de partir un extremo del gran trozo de pan que le pusieron delante con el mantel y la servilleta, un plato sopero, sal, pimienta y aceite, apoyó la espalda en el rincón de la pared, se repantigó en el banco en el que estaba sentado y se puso a mascar un poco de corteza mientras esperaba que la comida estuviera lista. La conversación se había interrumpido momentáneamente junto a la estufa, igual que se había producido la breve distracción que acostumbra a acompañar la llegada de un desconocido. Pero eso había pasado ya, los hombres habían dejado de mirarlo y estaban charlando de nuevo.

—Ése es el verdadero motivo —dijo uno de ellos, concluyendo la historia que había estado contando—, ése es el verdadero motivo de que dijeran que habían dejado suelto al diablo.

Era un suizo alto que pertenecía a la iglesia y aportaba a la discusión parte de la autoridad de ésta, especialmente cuando del diablo se trataba.

La patrona, después de dar indicaciones a su marido, que hacía de cocinero en El Amanecer, para atender al nuevo huésped, había retomado la labor detrás del mostrador. Era una mujercita pulcra, aguda y despierta, con mucha cofia y mucha media, e intervino en la conversación asintiendo con la cabeza, riendo y sin levantar la vista de la costura.

—¡Santo Cielo! —exclamó—. Cuando llegó la barca de Lyon y trajo la noticia de que habían soltado al diablo de Marsella, algunos bobos se lo tragaron, pero ¿yo? Yo no.

—Señora, usted siempre tiene razón —contestó el suizo alto—. Le teníais ojeriza a ese hombre, ¿verdad, señora?

—¡Por supuesto! —exclamó la patrona, apartando la vista de la labor, abriendo mucho los ojos y ladeando la cabeza—. Claro que sí.

—Era un mal hombre.

—Era un malvado —remachó la patrona— y merecía el castigo al que, por desgracia, tuvo la fortuna de escapar.

—Espere, señora. Vamos a ver —dijo el suizo mientras daba vueltas al cigarro entre los labios con ganas de discutir—. Tal vez todo se debiera a su desgraciado destino, quizá fue hijo de las circunstancias. Es posible que sea bueno en el fondo, si uno sabe mirar bien. La filantropía filosófica nos enseña…

El resto del grupito que se congregaba en torno a la estufa objetó entre murmullos a la introducción de una expresión tan amenazadora. Incluso los dos jugadores de dominó dejaron de prestar atención a su juego, como si quisieran protestar por la apelación a la filantropía filosófica en El Amanecer.

—Alto ahí usted y su filantropía —exclamó la sonriente tabernera, asintiendo con la cabeza con más entusiasmo que nunca—. Oiga usted. Soy una mujer. No sé nada de filantropía filosófica, pero sé lo que he visto y lo que me he encontrado frente a frente en el mundo que me rodea. Y le diré, amigo mío, que hay personas, tanto hombres como mujeres, por desgracia, que no tienen nada bueno dentro, nada bueno. Que hay personas a las que hay que odiar sin término medio. Que hay personas a las que hay que tratar como enemigos de la raza humana. Que hay personas que no tienen corazón de ser humano y a las que hay que aplastar como si fueran fieras salvajes y quitarlas de en medio. Son pocas, espero; pero, incluso en este mundo en el que me encuentro, incluso en este pequeño Amanecer, he visto que hay personas así. Y no dudo que este hombre, se llame como se llame, porque se me ha olvidado su nombre, es una de esas personas.

El animado discurso de la tabernera fue recibido con mayor entusiasmo en El Amanecer del que habría suscitado en la cercana Gran Bretaña entre algunos amables hipócritas pertenecientes a la clase a la que de modo tan poco racional se oponía la mujer.

—A fe mía, si su filantropía filosófica —añadió, dejando la labor y levantándose para coger la sopa del desconocido de manos de su marido, que apareció por una puerta lateral— deja a alguien a merced de personas como ésa, contemporizando con ellas de palabra, de obra o ambas cosas, llévesela de El Amanecer porque no vale un
sou
.

Mientras servía la sopa al cliente, éste se incorporó, miró a la cara de la patrona y su bigote se alzó bajo la nariz y la nariz bajó sobre el bigote.

—¡Bueno! —exclamó el hombre que había hablado antes—, volvamos al asunto. Precisamente porque el hombre fue absuelto en el juicio, la gente de Marsella dijo que habían soltado al diablo. Así fue como empezó a circular la frase y eso es lo que quería decir, nada más.

—¿Y cómo se llama el individuo? —preguntó la tabernera—. Algo así como Biraud, ¿no?

—Rigaud,
madame
—contestó el suizo alto.

—¡Claro, Rigaud!

Después de la sopa del viajero, llegó un plato de carne y luego otro de verduras. El hombre comió todo lo que le pusieron delante, vació la botella de vino, pidió un vaso de ron y se fumó un cigarrillo con una taza de café. A medida que se recuperaba de su cansancio, iba adoptando una actitud dominante; intervino en la charla de El Amanecer con una actitud que parecía indicar que su condición social se hallaba muy por encima de su aspecto.

Fuera porque los presentes tuvieran otros compromisos o porque les molestara que los tratara como inferiores, se fueron dispersando y, como nadie ocupó su lugar, dejaron al nuevo cliente en posesión de El Amanecer. El patrón trajinaba en la cocina haciendo ruido; la patrona cosía en silencio, y el viajero, ya recuperado, fumaba junto a la estufa, calentándose los maltrechos pies.

—Disculpe,
madame
… ese Biraud…

—Rigaud, señor.

—Rigaud, disculpe de nuevo… ¿Cómo es que le tiene tanta inquina?

La patrona, que, por unos momentos, había pensado que el viajero era un hombre guapo y, por otros, había considerado que era feo, al ver cómo bajaba la nariz y subía el bigote se decantó definitivamente por la segunda idea. Le explicó que Rigaud era un criminal que había matado a su mujer.

—¡Vaya, vaya! Pardiez, eso sí que es de veras criminal… pero ¿usted cómo lo sabe?

—Todo el mundo lo sabe.

—¡Ah! ¿Y ha escapado de la justicia?


Monsieur
, la ley no pudo demostrarlo sin resquicio de duda. Eso dice la ley. Pero todo el mundo sabe que la mató; la gente lo sabía tan bien que intentó descuartizarlo.

—¿Y en eso sí estaban completamente de acuerdo maridos y mujeres? —preguntó el cliente.

—¡Ja, ja!

La patrona de El Amanecer lo miró de nuevo y confirmó casi por completo la decisión que había tomado. Sin embargo, tenía unas manos finas con las que gesticulaba ostensiblemente. Empezó a pensar de nuevo que no era un hombre feo, al fin y al cabo.

—¿Ha dicho usted, señora, o alguno de los caballeros, qué fue de él?

La patrona negó con la cabeza; era la primera vez que no asentía con vivacidad siguiendo el ritmo de sus propias palabras. Se había dicho en El Amanecer, citando a los periódicos, señaló, que lo habían retenido en la cárcel por su propia seguridad. Sin embargo, había escapado a lo que merecía; mal asunto.

El cliente se quedó mirándola mientras fumaba un último cigarrillo —y ella cosía con la cabeza inclinada sobre la labor—, con una expresión que, si la tabernera hubiera visto, habría resuelto sus dudas y habría zanjado la cuestión de si era un hombre guapo o feo. Cuando la mujer alzó la vista, la expresión había desaparecido y el hombre se alisaba el hirsuto bigote con una mano.

—¿Podría mostrarme usted mi cama,
madame
?

Alegremente, la tabernera de El Amanecer, interrumpiéndose varias veces para gritar por la puerta lateral: «¡Eh, marido!», le explicó que éste lo acompañaría al piso de arriba, donde había un viajero dormido que se había acostado muy temprano, ya que estaba muy cansado; pero que era una habitación grande con dos camas y espacio para veinte.

El marido contestó por fin: «Aquí estoy, mujer» y apareció con el gorro de cocinero; iluminó las estrechas y empinadas escaleras al viajero y lo acompañó al piso; el viajero, cargado con el morral y la capa, deseó buenas noches a la tabernera al tiempo que le expresaba el placer que tendría de verla al día siguiente. La habitación era grande, con un suelo tosco y astilloso, vigas al descubierto y dos camas en los extremos. El marido dejó la vela que llevaba y, después de mirar de soslayo al cliente que se inclinaba sobre el morral, dijo bruscamente: «La cama de la derecha» y lo dejó para que se acostara. Fuera buen o mal fisionomista, el tabernero había llegado a la conclusión definitiva de que el cliente era un individuo de mala catadura.

El cliente miró con despreció la ropa de cama, limpia y tosca, que le habían preparado y, tras sentarse en la silla de mimbre que había junto al lecho, sacó el dinero del bolsillo y, contemplándolo en su mano, murmuró: «Uno tiene que comer, pero vive Dios que mañana comeré a costa de otro».

Mientras meditaba y sopesaba mecánicamente su dinero, la respiración profunda del viajero acostado en la otra cama atrajo su atención. El hombre estaba bien cubierto y había corrido la cortina blanca junto a la cabeza, de modo que se le oía pero no se le veía. Pero la respiración profunda y regular, que no cesó mientras él se quitaba los gastados zapatos y polainas, y se prolongó después de que se despojara de la chaqueta y la corbata, terminó por suscitar su curiosidad de tal modo que decidió echar un vistazo a la cara del durmiente.

Así pues, el viajero despierto se fue acercando a hurtadillas un poquito, luego otro poquito y otro poquito más a la cama del viajero durmiente hasta plantarse a su lado. Ni siquiera entonces pudo verle el rostro, ya que estaba cubierto por la sábana. La respiración seguía siendo regular, de modo que llevó su fina y blanca mano (¡qué traicionera parecía mientras la extendía!) a la sábana y la apartó suavemente.

—¡Así me caiga muerto! —susurró, dando un paso atrás—. ¡Si es Cavalletto!

El pequeño italiano, que tal vez había intuido en sueños la presencia sigilosa junto a su cama, dejó de respirar con regularidad y, tras una larga inspiración, abrió los ojos. Al principio, aunque los tenía abiertos, no estaban despiertos. Por unos segundos observaron plácidamente a su viejo compañero de celda hasta que, de repente, con un grito de sorpresa y alarma, se incorporó de un brinco.

—¡Ssst! ¿Qué pasa? ¡Calla! ¿Me reconoces? —exclamó el otro en voz baja.

Pero Giovanni Baptista, con los ojos bien abiertos, murmurando invocaciones e imprecaciones mientras se ponía los pantalones y se ataba el abrigo al cuello por las mangas, manifestaba un inconfundible deseo de huir antes que reanudar aquella amistad. Al verlo, el viejo camarada de la cárcel corrió a la puerta y apoyó en ella la espalda.

—Cavalletto, despierta, muchacho. Frótate los ojos y mírame. No se te ocurra llamarme como antes, llámame Lagnier… ¡Lagnier!

Giovanni Baptista, contemplándolo con ojos que se le salían de las órbitas, agitó el índice derecho en el aire con el gesto típico de los de su país, como si estuviera dispuesto a rechazar por adelantado cualquier propuesta que pudiera hacerle el otro en toda la vida.

—¡Cavalletto! Dame la mano. Ya conoces a este caballero llamado Lagnier. ¡Estrecha la mano de un caballero!

Giovanni Baptista, cediendo al viejo tono de autoridad condescendiente, aunque todavía no se sostenía con firmeza sobre las piernas, avanzó y tendió la mano a su señor.
Monsieur
Lagnier se rio y, después de estrechársela, tiró de ella y la soltó.

—Así que no… —tartamudeó Giovanni Baptista.

—… No me afeitaron, no. ¡Mira! —exclamó Lagnier, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Tan en su sitio como la tuya.

Giovanni Baptista, con un ligero estremecimiento, inspeccionó la habitación como si tuviera que recordar en qué lugar se encontraba. Su señor aprovechó la oportunidad para dar la vuelta a la llave en la cerradura y sentarse en la cama.

—¡Mira! —le dijo, enseñándole los zapatos y las polainas—. Mal atuendo para un caballero, dirás. No te preocupes, ya verás cómo pronto lo arreglo. Ven y siéntate, ocupa tu viejo sitio.

Giovanni Baptista, que parecía cualquier cosa menos tranquilo, se sentó en el suelo junto al lecho, sin apartar los ojos de su señor.

—Así está bien —exclamó Lagnier—. Como si estuviéramos en aquel agujero del infierno, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo llevas fuera?

—Salí dos días después que usted, capitán.

—¿Y cómo has venido a parar aquí?

—Me dijeron que no me quedara por ahí, así que me fui de la ciudad en seguida y, desde entonces, he ido moviéndome. He estado haciendo cosillas por Aviñón, en Pont d’Esprit, en Lyon; en el Ródano y en el Saona —mientras decía esto, dibujaba el mapa con su mano morena sobre el suelo.

—¿Y adónde vas?

—¿Que adónde voy, capitán?

—Sí.

Se habría dicho que Giovanni Baptista no quería responder a la pregunta pero no sabía cómo evitarla.

—¡Por Baco! —dijo finalmente, como obligado a confesarse—. Algunas veces he pensado en ir a París y luego a Inglaterra.

—Cavalletto, te lo digo en confianza: yo también voy a París y quizá a Inglaterra. Iremos juntos.

El hombrecillo asintió y enseñó los dientes, aunque no parecía muy convencido de que la idea fuera buena.

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