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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (22 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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—Iremos juntos —repitió Lagnier—. Ya verás lo poco que tardo en conseguir que se me trate como a un caballero y tú te beneficiarás de ello, ¿de acuerdo? ¿Vamos juntos?

—Claro, claro —contestó el hombrecillo.

—Entonces, antes de que me duerma (porque quiero dormir) te contaré en seis palabras que para ti seré Lagnier. Recuérdalo, no el otro.


Altro, altro!
No Ri… —antes de que Giovanni Baptista pudiera completar el nombre, su camarada le había puesto la mano bajo la barbilla y le había cerrado la boca con fuerza.

—¡Maldición! ¿Qué haces? ¿Quieres que me pisoteen y me lapiden? ¿Quieres que te pisoteen y te lapiden a ti? Serían capaces. No creerás que, si me pillan, dejarán escapar a mi compañero de cárcel. Ni se te ocurra.

De la expresión de su rostro cuando le soltó la barbilla, su amigo dedujo que, si los acontecimientos terminaban por llevarlos al pisoteo y el apedreamiento,
monsieur
Lagnier lo señalaría asegurándose de que también él recibiera su parte. Recordó que
monsieur
Lagnier era un caballero cosmopolita y no se paraba en distinciones menores.

—Soy un hombre al que la sociedad ha maltratado mucho desde la última vez que me viste —explicó
monsieur
Lagnier—. Ya sabes que soy sensible y valiente y que tengo un carácter hecho para mandar. ¿Y de qué manera ha respetado la sociedad estas cualidades mías? He tenido que encogerme por las calles. Han tenido que protegerme en las calles de los hombres y especialmente de las mujeres que corrían hacia mí, armados con cualquier arma que tuvieran a mano. Me han metido en una cárcel y han ocultado mi paradero por mi propia seguridad, para que no me sacaran de ahí y me mataran a golpes. He tenido que salir de Marsella en carro, en plena noche, y me han llevado a leguas de la ciudad envuelto en paja. Habría sido peligroso volver a mi casa y, con la miseria de un mendigo en el bolsillo, he caminado por el barro y las inclemencias desde entonces, hasta dañarme los pies, ¡míralos! Ésas son las humillaciones que la sociedad me ha infligido a pesar de las cualidades que he mencionado y que tú bien sabes que poseo. Pero la sociedad pagará por ello.

Todo esto lo dijo al oído de su compañero y mientras le tapaba la boca.

—Incluso aquí —prosiguió del mismo modo—, incluso en esta miserable taberna, la sociedad me persigue. La patrona me difama y sus clientes me difaman. A mí, a un caballero con modales y conocimientos que podrían dejarlos muertos. Pero guardo en el pecho todos los daños que esta sociedad me ha infligido.

Giovanni Baptista, que escuchaba atentamente la voz ronca y ahogada, decía de vez en cuando: «¡Claro, claro!», mientras movía la cabeza y cerraba los ojos, como si estuviera ante el caso más flagrante de injusticia social.

—Pon ahí los zapatos —prosiguió Lagnier—. Cuélgame la capa junto a la puerta para que se seque. Coge el sombrero —Giovanni Baptista obedeció a cada orden a medida que la recibía—. Y ésta es la cama a la que la sociedad me condena, ¿verdad? Bueno, magnífico.

Mientras Lagnier se tumbaba en el lecho con un ajado pañuelo atado en torno a la malvada cabeza y dejando que sólo esta asomara entre la ropa de cama, Giovanni Baptista recordó nítidamente lo que había estado a punto de ocurrir para que ese bigote no subiera nunca más y esa nariz no bajara nunca más.

—Así que el cubilete de dados del destino ha vuelto a ponerme a tu lado, ¿verdad? Cáspita, mejor para ti, ya sacarás partido. Necesito descansar, no me despiertes por la mañana.

Giovanni Baptista contestó que durmiera tanto como quisiera y, deseándole buenas noches, apagó la vela. Alguien podría pensar que el paso siguiente del italiano consistiría en desvestirse, pero hizo justo lo contrario, se vistió de pies a cabeza, aunque no se puso los zapatos. Después, se acostó y se tapó con la ropa de cama, con el abrigo todavía atado al cuello, dispuesto a pasar la noche.

Cuando se despertó, el amanecer atisbaba en la taberna que llevaba su nombre. Cavalletto se levantó, cogió los zapatos en la mano, abrió la puerta con la llave y bajó las escaleras. Todos dormían menos el olor a café, vino, tabaco y siropes; el pequeño mostrador de
madame
tenía un aire fantasmal. Pero Giovanni Baptista había pagado a
madame
por adelantado y no quería ver a nadie, sólo quería ponerse los zapatos, coger el morral, abrir la puerta y huir.

Consiguió su objetivo. No se oyó ni un movimiento ni una voz cuando abrió la puerta; ninguna cabeza malvada con un pañuelo viejo atado asomó por la ventana del piso superior. Cuando el sol hubo alzado todo su disco sobre la línea del horizonte y ya arrancaba destellos de la fangosa carretera pavimentada con su monótona avenida de arbolillos, una manchita negra se movía por el camino, chapoteando entre los flameantes charcos de agua de lluvia; la mancha negra era Giovanni Baptista Cavalletto, que huía de su señor.

Capítulo XII

La Plaza del Corazón Sangrante

En Londres, si accedemos a la ciudad por la carretera rural que conduce a un afamado barrio en el cual, en la época del dramaturgo y actor William Shakespeare, se encontraban los cotos de caza de la realeza, pese a que en la actualidad no se pueda practicar en ellos otro deporte que no sea la caza de hombres, acabamos llegando a la Plaza del Corazón Sangrante. Un lugar de aspecto y fortuna muy cambiados, pero con cierto regusto de antiguo esplendor. Dos o tres portentosas series de chimeneas y algunas viviendas amplias y oscuras que se habían librado de los muros y las subdivisiones capaces de eliminar las antiguas proporciones, daban a la Plaza una personalidad propia. En ella vivía gente pobre que se había establecido en medio de aquella magnificencia venida a menos igual que esos árabes del desierto que montan las tiendas entre las piedras caídas de las pirámides; no obstante, en la Plaza reinaba la idea familiar y sentimental de que tenía personalidad.

Como si la ciudad hubiera elevado, en sus aspiraciones, el nivel del suelo sobre el que estaba construida, el terreno había subido tanto en torno la Plaza que había que llegar a ella bajando unas escaleras que no formaban parte del trazado original, y salir por una puerta baja que conducía a un laberinto de calles desastradas que daban vueltas y más vueltas; por ellas se volvía de forma tortuosa al nivel de los alrededores. En ese extremo de la Plaza, y pasada la puerta de entrada, se hallaba el taller de Daniel Doyce, donde frecuentemente se oían golpes semejantes a los latidos de un sangrante corazón de hierro cuando el metal chocaba con el metal.

Las opiniones estaban divididas sobre el origen del nombre de la Plaza. Los habitantes más prácticos observaban la tradición y pensaban que se debía a un asesinato; los más imaginativos y menos violentos, entre los que se contaba la totalidad del bello sexo, se mostraban fieles a la leyenda de una joven dama de una época pretérita, encerrada a cal y canto en su habitación por un padre cruel tras haberse negado a traicionar a su verdadero amor, y no haber accedido a casarse con el pretendiente que ese padre le había elegido. La leyenda contaba que se había visto a menudo a la joven dama, detrás de la ventana enrejada, musitando hasta el día de su muerte una canción de amor arrebatado, cuyo estribillo decía: «Corazón sangrante, corazón sangrante, que no deja de sangrar». La facción favorable al asesinato objetaba que dicho estribillo, como todo el mundo sabía, era obra de una bordadora, solterona y romántica, que aún vivía en la Plaza. No obstante, dado que las leyendas más queridas deben vincularse siempre a los afectos, y siendo mucho más frecuente que la gente se enamore, y no que cometa asesinatos —y esperemos que ese signo siga rigiendo nuestros destinos hasta el fin de los tiempos, por mucha maldad que anide en nosotros—, la historia del corazón sangrante, corazón sangrante, que no deja de sangrar, contaba con un número mucho mayor de adeptos. Ninguna de las dos facciones hacía caso a los expertos en antigüedades, que iban soltando doctas peroratas por el vecindario para explicar que el corazón sangrante era el escudo heráldico de la antigua familia que había sido dueña de aquel lugar. Pero, teniendo en cuenta que la arena que llenaba el reloj al que iban dando la vuelta cada año era sumamente terrosa y áspera, los habitantes de la Plaza contaban con motivos suficientes para resistirse a que se les arrebatara el único grano dorado de poesía que brillaba en ese reloj.

Por los escalones que llevaban a la Plaza bajaron Daniel Doyce, el señor Meagles y Clennam. Cruzaron la explanada, pasaron delante de las puertas abiertas de las casas de una y otra parte, todas rebosantes de niños alegres que cuidaban a niños desconsolados, y llegaron a la frontera del otro lado: a la puerta de salida. Allí, Arthur Clennam se detuvo e intentó encontrar el domicilio de Plornish, yesero, cuyo nombre, siguiendo las costumbres de los londinenses, Daniel Doyce nunca había visto ni oído hasta ese momento.

No obstante, no resultó difícil hallarlo, como la pequeña Dorrit había asegurado; estaba en una esquina, en una entrada manchada de cal, donde Plornish guardaba una escalera y un par de toneles. La última vivienda de la Plaza del Corazón Sangrante, en la que la muchacha había dicho que vivía el yesero era grande y estaba alquilada a varias personas, pero Plornish había conseguido indicar ingeniosamente que él residía en el salón pintando una mano debajo de su nombre; el dedo índice de esa mano (al que el artista había puesto un anillo y una uña, de forma elegantísima, con todo lujo de detalles) guiaba a las visitas a su alojamiento.

Clennam se despidió de sus acompañantes después de concertar otro encuentro con el señor Meagles, entró solo en la vivienda y llamó con los nudillos a la puerta del salón. En seguida la abrió una mujer, con un niño en brazos y recomponiéndose apresuradamente la parte superior del vestido con la mano libre. Se trataba de la señora Plornish, y esas actividades maternales constituían toda su actividad durante una parte sustancial de sus horas de vigilia.

¿Estaba el señor Plornish en casa?

—Verá usted, caballero —respondió ella, una mujer muy educada—, no quiero mentirle: ha salido a buscar trabajo.

«No quiero mentirle» era una de las frases que más repetía la señora Plornish. Pasara lo que pasara, ella mentía lo menos posible, pero siempre conseguía que sus respuestas fueran provisionales.

—Si lo espero, ¿cree usted que tardará mucho?

—Hace media hora —respondió ella— que espero que aparezca en cualquier momento. Pase, señor.

Arthur entró en un salón oscuro y de ambiente bastante viciado (aunque de techos altos), y se sentó en la silla que ella le ofreció.

—No quiero engañarle señor: me he dado cuenta —añadió la mujer—, y lo considero muy amable por su parte.

Él no alcanzó a entender a qué se refería, y, con un gesto, le pidió que se explicara.

—No hay muchas personas que, al entrar en un hogar pobre, consideren necesario quitarse el sombrero —aclaró la señora Plornish—. Pero significa más para nosotros de lo que la gente suele creer.

Clennam respondió, con una sensación de malestar por lo infrecuente de esa pequeña expresión de cortesía, que su gesto no tenía importancia, y se agachó a pellizcar la mejilla de otro niño pequeño que estaba sentado en el suelo y lo miraba de hito en hito; le preguntó a la señora Plornish cuántos años tenía aquel chico tan guapo.

—Acaba de cumplir cuatro, señor —respondió ella—. Está hecho un hombrecito, ¿verdad? Pero éste siempre está enfermo. —Mientras decía esto, acunaba con ternura al bebé que tenía en brazos—. No le importará que le pregunte si ha venido usted por algún trabajo, ¿verdad, señor? —añadió tristemente.

Lo dijo con tanta angustia que, si Arthur hubiera tenido casa propia, habría encargado aplicarle una gruesa capa de yeso antes que responder que no. Pero se vio obligado a dar precisamente esta última respuesta, y notó la sombra de la decepción en el rostro de la señora mientras ésta contenía un suspiro y miraba el débil fuego. También advirtió que era una mujer joven, cuya apariencia y posesiones ofrecían un aspecto algo abandonado por culpa de la pobreza; y tanto la pobreza como los niños habían pasado por encima de ella de tal modo que la fuerza sumada de ambos había dejado en su rostro unas arrugas que parecían surcos.

—Todos los trabajos —continuó la señora Plornish— parecen haber desaparecido de la faz de la tierra.

(Este comentario se limitaba al oficio de yesero, y no incluía el Negociado de Circunloquios ni a la familia Barnacle).

—¿Resulta muy difícil conseguir empleo? —se interesó Arthur Clennam.

—Eso dice Plornish —respondió ella—. Tiene muy mala suerte. Una suerte malísima.

Efectivamente, era malísima. Aquel hombre era, en el camino de la vida, uno de tantos caminantes que, por lo que se ve, tienen unos callos tan fuera de lo normal que son incapaces de seguir el paso siquiera de sus rivales más cojos. Tipo animoso, trabajador, de gran corazón pero talante escasamente práctico, Plornish aceptaba su suerte con el mayor de los sosiegos, aunque esa suerte le era muy poco favorable. Lo mandaban llamar con muy poca frecuencia; era tan insólito que requirieran sus servicios que su despistada cabeza no conseguía averiguar cómo había sobrevenido semejante acontecimiento. Por tanto, aceptaba las cosas como venían, tropezaba con toda clase de dificultades y salía de ellas a tropezones; y, al transitar por la vida con tantos tropiezos, acababa considerablemente magullado.

—No es por falta de empeño en buscar trabajo, de eso no cabe duda —dijo la señora Plornish, alzando las cejas y buscando una solución entre las varillas de la rejilla de la chimenea—, ni por falta de ahínco, cuando hay una ocupación. Nadie ha oído nunca a mi marido quejarse de tener que trabajar.

De un modo u otro, ésa era la desgracia general en la Plaza del Corazón Sangrante. De vez en cuando se alzaban protestas públicas, que circulaban patéticamente, por la escasez del trabajo (una circunstancia que ciertas personas se tomaban extraordinariamente mal, como si les asistiera un derecho incuestionable a imponer sus condiciones laborales), pero en la Plaza del Corazón Sangrante, donde se mostraba la misma buena disposición que en cualquier otro lugar de Gran Bretaña, las ofertas nunca llegaban. Los Barnacle, una familia antigua y distinguida, llevaba mucho tiempo demasiado preocupados por sus grandes principios para tratar de arreglar la cuestión; y dicha cuestión, efectivamente, era de todo punto ajena a su afán de destacar sobre las demás familias antiguas y distinguidas, exceptuando a los Stiltstalking.

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