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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (19 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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El señor Barnacle despidió al señor Clennam inclinando severamente la cabeza como un hombre de familia ofendido, un hombre de posición ofendido y un hombre de residencia señorial ofendido, todo en uno; Clennam se despidió con otro gesto de cabeza y el fláccido lacayo lo plantó en Mews Street.

Llegado a este punto, tomó la decisión de perseverar, dirigirse otra vez al Negociado de Circunloquios e intentar obtener alguna respuesta. De modo que regresó al Negociado de Circunloquios y, de nuevo, dio su tarjeta, destinada al joven Barnacle, a un mensajero que se tomó muy a mal su vuelta y que estaba comiendo puré de patatas con salsa de carne detrás de una mampara situada junto a la chimenea del vestíbulo.

Volvieron a admitirlo a presencia de Barnacle hijo y, en esta ocasión, encontró al joven caballero chamuscándose las rodillas y, con la boca abierta, dejando que el tiempo transcurriera hasta que fueran las cuatro.

—Sí, bueno, mire, está usted poniéndose muy pesado —dijo Barnacle hijo, mirando por encima del hombro.

—Quisiera saber…

—Bueno, mire, le aseguro que no puede usted entrar en un sitio diciendo que quiere saber algo —replicó Barnacle hijo, dando media vuelta y poniéndose el monóculo.

—Quisiera saber —repitió Arthur Clennam, que había tomado la decisión de insistir con una frase breve— la naturaleza exacta de la demanda de la Corona contra un preso por deudas llamado Dorrit.

—Bueno, mire, no vaya tan deprisa. ¡Pardiez! Si es que no tiene usted ni cita previa —exclamó Barnacle hijo como si la cosa estuviera poniéndose seria.

—Quisiera saber… —dijo Arthur, y repitió la petición.

El joven Barnacle lo miró fijamente hasta que se le cayó el monóculo, se lo puso otra vez y volvió a mirarlo hasta que se le cayó de nuevo.

—No tiene usted derecho a tomar estas iniciativas —y añadió con voz débil—: Mire, ¿qué pretende? Me ha dicho antes que no sabía si se trataba de un asunto público o privado.

—Ahora sé que se trata de un asunto público —contestó el demandante—. Y quisiera saber… —añadió, repitiendo la monótona petición.

Lo que tuvo como consecuencia que Barnacle hijo repitiera con aire indefenso:

—¡Bueno, mire! ¡Ya le he dicho que no puede irrumpir aquí diciendo que quiere saber algo!, ¿sabe?

Lo que tuvo como consecuencia que Arthur Clennam repitiera la petición exactamente con las mismas palabras y el mismo tono que antes. Y eso tuvo como consecuencia, a su vez, que el joven Barnacle pareciera derrotado e indefenso.

—Oiga, mire, será mejor que pregunte en el departamento de Secretaría —dijo finalmente, inclinándose para tocar la campanilla—. ¡Jenkinson —dijo al mensajero del puré de patatas—, el señor Wobbler!

Arthur Clennam, que tenía ahora la sensación de que había iniciado el asalto al Negociado de Circunloquios y tenía que llegar hasta el final, acompañó al mensajero a otro piso del edificio, donde ese funcionario le indicó la puerta del despacho del señor Wobbler. Entró en la oficina y encontró a dos caballeros, sentados frente a frente en un gran escritorio: uno de ellos estaba puliendo el cañón de una pistola con un pañuelo mientras el otro extendía mermelada con un abrecartas sobre un trozo de pan.

—¿El señor Wobbler? —preguntó el demandante.

Los dos hombres lo miraron y parecieron sorprendidos de su aplomo.

—Así que se marchó —dijo el caballero del arma, que elegía sus palabras con sumo cuidado— a casa de su primo y se llevó el perro en el tren. Un perro inestimable. Saltó sobre el portero cuando lo metieron en el compartimiento para perros y saltó sobre el vigilante cuando lo sacaron. El individuo reunió a media docena de sujetos en una cabaña, un buen número de ratas y cronometró al perro. Como el perro era muy bueno, el individuo organizó un concurso y apostó mucho por el perro. Pero, cuando llegó el momento, sobornaron a alguien, emborracharon al perro y el amo quedó desplumado.

—¿El señor Wobbler?

El caballero que estaba untando mermelada contestó sin levantar la vista de su tarea.

—¿Y cómo se llamaba el perro?

—Se llamaba Lovely —dijo el otro caballero—. Él decía que el perro era el vivo retrato de una vieja tía en cuya herencia tenía puestas algunas esperanzas. Se parecía especialmente cuando estaba borracho.

—¿El señor Wobbler? —preguntó el demandante.

Ambos caballeros rieron un rato. El caballero del arma, después de inspeccionarla, le dio el visto bueno y se la pasó al otro; tras recibir confirmación de éste, la colocó en su sitio, en un estuche que tenía delante, cogió la culata y la limpió mientras silbaba suavemente.

—¿El señor Wobbler? —preguntó el demandante.

—¿Qué quiere? —dijo entonces el señor Wobbler con la boca llena.

—Quisiera saber… —y Arthur Clennam expuso mecánicamente lo que quería saber.

—No puedo informarle —dijo el señor Wobbler dirigiéndose, aparentemente, a su comida—. No he oído nunca hablar del caso. No tengo nada que ver con él. Consulte al señor Clive, segunda puerta a la izquierda del siguiente pasillo.

—Tal vez él me dé la misma respuesta.

—Es muy probable. No sé nada del caso —dijo el señor Wobbler.

El demandante dio media vuelta y había salido del despacho cuando el caballero del arma exclamó:

—¡Oiga, caballero!

Clennam volvió a asomarse a la oficina.

—¡Cierre la puerta al irse, deja entrar una corriente de mil demonios!

Unos pocos pasos lo llevaron hasta la segunda puerta a la izquierda del siguiente pasillo. En esa sala encontró a tres caballeros: el número uno no hacía nada en concreto, el número dos no hacía nada en concreto y el número tres no hacía nada en concreto. Sin embargo, parecían más directamente ocupados que los anteriores en la ejecución material del gran principio del Negociado, puesto que la sala daba a un terrible despacho interior, con una puerta doble, en el que los Sabios de la Circunlocución parecían haberse reunido en consejo, y del cual entraban y salían constantemente una cantidad imponente de documentos; tarea de la que se ocupaba el caballero número cuatro.

—Quisiera saber… —dijo Arthur Clennam, exponiendo de nuevo el caso como un organillo. Mientras el número uno lo remitía al número dos y el número dos lo remitía al número tres, tuvo ocasión de plantear el asunto tres veces antes de que los tres lo remitieran al número cuatro, al cual volvió a exponerle el caso.

El número cuatro era un joven vivaz, apuesto, bien vestido y agradable —era un Barnacle, pero de la rama más despierta de la familia—, y contestó con aire desenvuelto:

—Oh, me parece que no tendría que haberse preocupado.

—¿Que no tendría que haberme preocupado?

—¡No! Le recomiendo que no se preocupe de este asunto.

Era un punto de vista tan novedoso que Arthur Clennam no supo cómo interpretarlo.

—Puede usted preocuparse, si quiere. Puedo darle multitud de impresos para rellenar. Montones. Una docena, si quiere, pero no sacará nada en limpio —dijo el número cuatro.

—¿Tan inútil será todo? Usted perdone, pero es que me siento como un extranjero en Inglaterra.

—No le digo que no sirva para nada —contestó el número cuatro con una sonrisa franca—. No le doy mi opinión sobre el asunto, sólo le doy mi opinión sobre usted. No creo que pueda usted sacar adelante nada. Por supuesto, puede usted hacer lo que quiera. Supongo que es algún caso de de incumplimiento de contrato, ¿no es así?

—Lo cierto es que no lo sé.

—¡Bueno! Eso lo puede averiguar usted. Después tendrá que enterarse de en qué departamento estaba el contrato y allí le informarán.

—Usted perdone, ¿cómo puedo averiguarlo?

—¿Cómo…? Pues pregunte hasta que se lo digan. A continuación, escriba usted un memorándum al otro departamento (de acuerdo con las pautas que tendrá usted que conocer) solicitando permiso para dirigir un memorándum a este departamento. Si lo obtiene (cosa que es posible, transcurrido cierto tiempo), el memorándum tendrá que pasar al otro departamento, lo enviarán para que se registre su entrada en este departamento, de ahí para que se firme en el otro departamento, lo volverán a enviar para que se refrende en este departamento y entonces se admitirá debidamente en el otro departamento. Averiguará en cuál de estas etapas se encuentra preguntando en ambos departamentos hasta que se lo digan.

—Pero esa no será la manera habitual de hacer las cosas —exclamó Arthur Clennam sin poder contenerse.

Al joven y animoso Barnacle le hizo gracia la ingenuidad de que Arthur hubiera supuesto, por un momento, que podía serlo. El joven y sensible Barnacle sabía perfectamente que no era el caso. El joven y osado Barnacle había convertido el departamento en una secretaría privada, preparada para hacerse con cualquier fortuna que se pusiera al alcance de la mano; y consideraba que el departamento era una maquinaria consistente en un galimatías político y diplomático, destinada a prestar ayuda a los poderosos para mantener alejados a los menesterosos. Este joven y gallardo Barnacle, en una palabra, bien podría llegar a ser un hombre de Estado y convertirse en un alto personaje.

—Cuando el asunto llegue por la vía reglamentaria a un departamento, sea el que sea —prosiguió el joven y brillante Barnacle—, podrá usted seguirle los pasos en ese departamento. Cuando llegue por la vía reglamentaria a este departamento, entonces podrá seguirle los pasos en este departamento. De ahí podremos remitirlo a un lado o a otro; y, cuando lo remitamos, tendrá usted que venir a ver dónde está. Y, si el asunto vuelve a nosotros, hará usted bien en volver a hablar con nosotros. Si en alguno de estos pasos se atasca, tendrá que darle usted un empujón. Y, cuando escriba a otro departamento sobre el asunto y después a este departamento, si no obtiene noticias satisfactorias del caso, en ese caso hará usted bien en seguir escribiendo.

Arthur Clennam tenía una expresión de gran perplejidad.

—En todo caso, muchas gracias por su amabilidad —dijo.

—No hay de qué —contestó el joven y encantador Barnacle—. Inténtelo y ya verá si le gusta. Si no le gusta, siempre puede dejarlo correr. Hará bien en llevarse un montón de impresos. ¡Denle un montón de formularios!

El joven y radiante Barnacle, tras dar esta instrucción al número dos, cogió un puñado de papeles de los números dos y tres y los llevó al santuario para ofrecérselos al Ídolo del Negociado de Circunloquios.

Arthur Clennam se metió los impresos en el bolsillo con aire pesimista y recorrió el largo pasillo de piedra y la larga escalera de piedra. Había llegado a las puertas de vaivén que daban a la calle y estaba esperando, sin demasiada paciencia, a que salieran las dos personas que tenía delante, cuando la voz de una de ellas le resultó familiar. Miró hacia quien hablaba y reconoció al señor Meagles; éste tenía el rostro colorado —mucho más que lo que el viajar podía enrojecerlo— y agarraba por el cuello al hombre bajo que tenía a su lado mientras le decía:

—Fuera de aquí, granuja, ¡fuera!

Fue tan sorprendente oírlo y fue también tan sorprendente ver al señor Meagles abrir de golpe las puertas y salir a la calle con aquel hombre menudo de aspecto inofensivo que Clennam se quedó inmóvil un momento y cruzó una mirada de sorpresa con el portero. Sin embargo, salió rápidamente y vio que el señor Meagles andaba calle abajo con su enemigo. No tardó en ponerse a la altura de su antiguo compañero de viaje y darle un golpecito en la espalda. El rostro colérico del señor Meagles se suavizó cuando se dio la vuelta, lo reconoció y le tendió una mano amistosa.

—¿Qué tal está usted? —exclamó Meagles—. ¿Qué tal le va? Acabo de llegar del extranjero, me alegro de verlo.

—Y yo me alegro de verlo a usted.

—¡Gracias, gracias!

—¿Cómo están la señora Meagles y su hija?

—Lo mejor posible —contestó Meagles—. Me habría gustado que me hubiera encontrado usted en un momento de mayor tranquilidad.

Aunque el día no tenía nada de caluroso, el señor Meagles estaba tan acalorado que llamaba la atención de los transeúntes; más todavía cuando se apoyó en una verja, se quitó el sombrero y la corbata y se frotó la cabeza, el rostro, las orejas enrojecidas y el cuello sin preocuparse gran cosa por la opinión ajena.

—¡En fin! —exclamó Meagles, arreglándose de nuevo—. Así está mejor, me siento algo más fresco.

—Parece que ha tenido una trifulca, señor Meagles, ¿qué ha pasado?

—Espere un momento y se lo contaré. ¿Tiene tiempo de dar un paseo por el parque?

—Todo el que quiera.

—Entonces, venga conmigo. ¡Ah!, puede también mirarlo a él —añadió al ver que Clennam había vuelto los ojos hacia el individuo que había agarrado por el cuello—. Este individuo es digno de verse.

No había mucho que ver en el tamaño del individuo o su atuendo; era bajo, recio, con aspecto práctico, cabello gris y rostro y frente surcados por profundas arrugas, producto de la cavilación, como talladas en madera. Iba vestido de un color negro decente, un poco ajado, y parecía un artesano cualificado. Llevaba en la mano un estuche de gafas al que daba vueltas mientras Arthur y el señor Meagles hablaban de él; movía los pulgares con la soltura de las manos acostumbradas a manejar herramientas.

—Usted viene con nosotros —anunció Meagles con tono amenazador—, que ya le presentaré. ¡Vamos!

Mientras tomaban el camino más corto hacia el parque, Clennam se preguntó qué podría haber hecho el desconocido (que obedeció la orden sin rechistar). Nada en él permitía sospechar que hubiera albergado intenciones aviesas respecto al pañuelo de bolsillo del señor Meagles; nada tampoco sugería que fuera un hombre pendenciero o violento. Era un hombre tranquilo, sencillo y formal; no intentaba escapar y parecía un poco deprimido, pero no avergonzado ni arrepentido. Si se trataba de un delincuente, sin duda era también un hipócrita incorregible; y, si no era un criminal, ¿por qué el señor Meagles lo había agarrado en el Negociado de Circunloquios? Clennam advirtió que el hombre no sólo le daba a él que pensar: también el señor Meagles parecía preocupado; la conversación que mantuvieron en el breve trayecto hasta el parque no fue fácil y Meagles no dejó de mirar al hombre, incluso cuando lo que decía no tenía nada que ver con él.

Finalmente, ya entre los árboles, el señor Meagles se detuvo en seco y dijo:

—Señor Clennam, ¿quiere hacerme el favor de observar a este hombre? Se llama Doyce, Daniel Doyce. No diría usted que parece un auténtico granuja, ¿verdad?

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