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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (18 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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En virtud de una larga carrera de estas características, el Negociado se había convertido en un centro de formación de hombres de Estado de tal calibre que varios lores solemnes habían alcanzado la reputación de ser prodigios en los negocios por el mero hecho de haber puesto en práctica «cómo no hacer las cosas» cuando dirigían el Negociado de Circunloquios. En cuanto a los sacerdotes y acólitos subalternos de este templo, como resultado de lo dicho se dividían en dos clases, empezando por el más joven de los recaderos: o bien creían que el Negociado de Circunloquios era una institución de origen divino que tenía todo el derecho del mundo a hacer lo que le viniera en gana, o bien se refugiaban en una infidelidad total y lo consideraban un auténtico engorro.

La familia Barnacle llevaba tiempo ocupándose de administrar el Negociado de Circunloquios. Es más, los miembros de la rama de Tite Barnacle se consideraban, en general, poseedores de derechos adquiridos y se tomaban a mal que cualquier otra familia interviniera. La de los Barnacle era una familia muy distinguida y numerosa. Se repartía por todos los Negociados y ocupaba todo tipo de cargos públicos. O bien el país debía mucho a los Barnacle o bien los Barnacle debían mucho al país. No todo el mundo estaba de acuerdo; los Barnacle tenían una opinión y el país tenía otra.

El Tite Barnacle de turno que en el período que nos interesa formaba o instruía al hombre de Estado que dirigía el Negociado de Circunloquios —cuando ese noble o justo individuo se sentía incómodo en su poltrona después de que algún pelagatos arremetiera contra él en un periódico— tenía más parentela que dinero. En tanto que Barnacle, tenía un puesto, francamente confortable; y en tanto que Barnacle, como es natural, había colocado a su hijo en el Negociado. Pero se había casado con un miembro de la rama de los Stiltstalking
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, también mejor dotados en parientes que en lo relativo a los bienes muebles o inmuebles, y este matrimonio había tenido descendencia, Barnacle hijo y tres jóvenes damas. Debido a las necesidades patricias del joven Barnacle, de las tres jóvenes damas, de la señora de Tite Barnacle, nacida Stiltstalking, y de él mismo, Tite Barnacle encontraba que los intervalos trimestrales entre días de pago eran más largos de lo que él habría deseado; una circunstancia que siempre atribuía a la mezquindad del país.

Un día Arthur Clennam preguntó por quinta vez por este tal Tite Barnacle en el Negociado de Circunloquios; en ocasiones anteriores, lo habían hecho aguardar en un vestíbulo, en una urna de cristal, en una sala de espera y en un pasillo de incendios en el que el departamento parecía almacenar el aire. En esta ocasión, a diferencia de las anteriores, el señor Barnacle no estaba ocupado con el noble prodigio que dirigía el departamento sino que se hallaba ausente. Sin embargo, le anunciaron la presencia de Barnacle hijo, una estrella menor pero bien visible en el horizonte del Negociado.

Clennam manifestó su interés por consultar con este Barnacle hijo y lo encontró chamuscándose las pantorrillas frente al fuego paterno y apoyando la columna vertebral en la repisa de la chimenea. Era una sala cómoda, bellamente amueblada al estilo de los altos funcionarios y con regias señales del Barnacle ausente en la gruesa alfombra, el escritorio forrado de piel para sentarse, el escritorio forrado de piel para despachar de pie, la formidable butaca y la alfombra delante de la chimenea, el guardafuegos, los papeles rotos, las cajas de las que asomaban pequeñas etiquetas, como si fueran botellas de medicamentos o trofeos de caza, el penetrante olor a cuero y caoba y una hechizante atmósfera de «cómo no hacer las cosas».

Este Barnacle, que sostenía la tarjeta de Clennam en la mano, tenía un aspecto juvenil y el bigotito más sedoso que tal vez se haya visto nunca. En la joven barbilla crecía una pelusa tan suave que parecía un pajarillo que estuviera echando las plumas; un observador compasivo habría alegado que, si no hubiera estado chamuscándose las pantorrillas, habría muerto de frío. Le colgaba del cuello un monóculo buenísimo, pero lamentablemente tenía unas órbitas tan planas y unos párpados tan débiles que no se sostenía cuando se lo colocaba sino que se le caía sobre los botones del chaleco con un repiqueteo que le molestaba sobremanera.

—¡Ah, sí, bueno, mire! Mi padre no está y no estará hoy —dijo Barnacle hijo—. ¿Puedo ayudarlo en algo?

(¡Clic! Cayó el monóculo. Barnacle hijo se sobresaltó y lo buscó a tientas, sin encontrarlo).

—Es usted muy amable —contestó Arthur Clennam—. Sin embargo, desearía ver al señor Barnacle.

—Pero, sí, bueno, mire; no tiene cita previa —dijo el joven Barnacle.

(Para entonces había encontrado el monóculo y se lo había puesto).

—No, una cita es justo lo que desearía.

—Ah, sí, bueno, mire, ¿es un asunto oficial? —preguntó Barnacle hijo.

(¡Clic! El monóculo volvió a caerse. Barnacle hijo se sumió en un estado de búsqueda durante el cual el señor Clennam consideró innecesario contestar).

—¿Se trata de algún asunto de tonelaje náutico —preguntó Barnacle hijo al observar el rostro bronceado del visitante— o algo parecido?

(Hizo una pausa esperando la respuesta, se abrió el ojo derecho con la mano y se metió la lente de modo tan inflamatorio que el ojo empezó a llorarle terriblemente).

—No —contestó Arthur—, no tiene nada que ver con el tonelaje.

—Ah, sí, bueno: entonces, será un asunto particular, ¿no?

—No estoy muy seguro, está relacionado con un tal señor Dorrit.

—Sí, bueno, mire: lo mejor es que se pase por nuestra casa, si le pilla de camino. Es el número 24 de Mews Street, en Grosvenor Square. Mi padre tiene un leve ataque de gota que lo ha obligado a quedarse en casa.

(El mal aconsejado joven Barnacle se estaba quedando ciego por culpa del monóculo, pero le daba vergüenza seguir manipulándolo).

—Muchas gracias, pasaré ahora mismo, buenos días.

El joven Barnacle pareció desconcertado al oírlo, ya que nunca había pensado que le hiciera caso.

—¿Está usted seguro —preguntó cuando Clennam se dirigía hacia la puerta, poco dispuesto a renunciar al brillante negocio que se le había ocurrido— de que no tiene nada que ver con el tonelaje naval?

—Segurísimo.

Con esa afirmación, y algo intrigado por lo que habría pasado si hubiera sido un asunto relacionado con el tonelaje, el señor Clennam se retiró para seguir con sus investigaciones.

Mews Street no estaba en Grosvenor Square, pero sí muy cerca. Era una callecilla infecta de paredes ciegas, caballerizas y montañas de estiércol, con buhardillas sobre las cocheras habitadas por las familias de los cocheros, aficionados a tender la ropa y adornar los alféizares de las ventanas con rejas en miniatura. El principal deshollinador de aquel barrio elegante vivía en el extremo sin salida de la calle; y ese mismo rincón albergaba un establecimiento muy frecuentado a primera hora de la mañana y a primera hora de la noche para la compra de botellas de vino y grasas residuales de las cocinas. Los propietarios de los teatros de títeres tenían por costumbre dejar sus bártulos junto a las paredes ciegas de Mews Street mientras cenaban en otro lugar; y los perros del vecindario se citaban también ahí mismo. Sin embargo, había dos o tres casas pequeñas y mal ventiladas en la entrada de la calle, alquiladas a un altísimo precio por el mero hecho de hallarse en la abyecta proximidad de una zona elegante; y, cuando alguna de esas espantosas jaulitas quedaba libre (cosa que sucedía raras veces, puesto que estaban muy solicitadas), el agente inmobiliario la anunciaba como una residencia señorial en el barrio más aristocrático de la ciudad, habitada exclusivamente por la
elite
del
beau monde
.

Si la parentela de los Barnacle no hubiera exigido una residencia señorial situada en ese reducido barrio, esa rama de la familia habría podido elegir entre, por lo menos, unas diez mil casas cincuenta veces más amplias por un tercio del alquiler solicitado. Y lo cierto era que el señor Barnacle, a quien aquella residencia señorial le parecía extremadamente incómoda y extremadamente cara, en tanto que funcionario, reprochaba la circunstancia a la nación y se lo echaba en cara como una muestra más de su tacañería.

Arthur Clennam se encontró con que el número 24 de Mews Street, Grosvenor Square, era una casa apretujada entre otras, con una fachada deslucida e inclinada hacia delante, ventanucos sucios y un pequeño patio delantero que parecía el bolsillo húmedo de un chaleco. La casa era, para el sentido del olfato, como un frasco lleno de un poderoso destilado de caballerizas
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; y, cuando el lacayo abrió la puerta, se habría dicho que lo descorchaba.

Aquel lacayo era a los lacayos de Grosvenor Square lo mismo que la casa era a las casas de Grosvenor Square. Admirable en su estilo, un estilo propio de una vía de servicio. Su magnífica apariencia no carecía de suciedad; y tanto su rostro como su consistencia padecían las consecuencias de la estrechez de su despensa. Cuando abrió la puerta y puso la botella en la nariz del señor Clennam, tenía un aspecto fláccido y cetrino.

—Tenga usted la amabilidad de dar esta tarjeta al señor Tite Barnacle y de decirle que acabo de ver a su hijo, el cual me ha sugerido que me pasara por aquí.

El lacayo (que tenía en el traje tantos botones grandes con la divisa de los Barnacle como si fuera la caja fuerte de la familia y llevara consigo las joyas y la plata de la casa) examinó la tarjeta un momento y después dijo:

—Pase usted.

Fue necesaria cierta prudencia para entrar sin chocar con la puerta abierta del interior del vestíbulo y, en la consiguiente confusión mental y oscuridad física, caer por las escaleras de la cocina. Sin embargo, el visitante consiguió llegar sano y salvo al felpudo de la puerta.

—Pase usted —repitió el lacayo, y el visitante lo siguió. En la puerta interior del vestíbulo fue como si le tendieran otro frasco y lo destaparan. Esta segunda botella parecía estar llena de provisiones concentradas y de extracto de fregadero. Tras una escaramuza en el estrecho pasillo, pues el lacayo había abierto la puerta del sombrío comedor con gesto firme, éste comprobó consternado que había alguien dentro y retrocedió sobre el visitante con cierta confusión; entonces lo condujo a una reducida salita en la parte de atrás mientras procedía a anunciar su presencia. Allí Clennam tuvo la oportunidad de recrearse con ambos frascos a un tiempo mientras contemplaba por la ventana el muro que se alzaba a un metro de distancia y especulaba sobre el número de familias Barnacle que vivían en Londres en cuchitriles como aquél por su propia voluntad de esbirros.

El señor Barnacle estaba dispuesto a recibirlo, ¿tenía la bondad de subir las escaleras? No tenía inconveniente y eso hizo; y en el salón, con la pierna en reposo, encontró al señor Barnacle en persona, la imagen explícita y manifiesta de «cómo no hacer las cosas».

El señor Barnacle databa de tiempos mejores, tiempos en los que el país no era tan tacaño y el Negociado de Circunloquios no estaba tan mal dirigido. Llevaba un pañuelo blanco que le daba vueltas y vueltas al cuello, de la misma manera que él, si le dejaran, envolvería el país con legajos y balduques. El cuello y los puños de la camisa eran opresivos; su voz y sus modales eran opresivos. Llevaba una larga cadena de reloj y una serie de sellos, una levita abotonada con el fin de ocasionarle las máximas molestias, un chaleco abotonado con idéntico propósito, unos pantalones impecablemente planchados y unas botas rígidas. Era espléndido, sólido, abrumador e inaccesible. Parecía que llevara posando toda la vida para un retrato de sir Thomas Lawrence
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.

—¿Es usted el señor Clennam? —preguntó el señor Barnacle—. Tome asiento.

El señor Clennam se sentó.

—Según creo, me ha ido usted a ver al Negociado de Circunloquios —pronunció esta última palabra como si tuviera veinticinco sílabas.

—Me he tomado esa libertad.

El señor Barnacle inclinó la cabeza solemnemente como si dijera: «No niego que se ha tomado usted una libertad; tómese otra y expóngame sus asuntos».

—Permítame señalarle que he vivido unos años en la China, soy casi extranjero en mi país y no tengo motivos ni intereses personales en los asuntos que le voy a exponer.

El señor Barnacle tamborileó en la mesa con los dedos y, como si posara para un artista nuevo y desconocido, parecía decir al visitante: «Le agradeceré que me retrate con esta expresión altiva».

—He conocido a un deudor llamado Dorrit que lleva en la cárcel de Marshalsea muchos años. Me gustaría investigar sus confusos asuntos a fin de averiguar si, después de todo el tiempo transcurrido, sería posible mejorar su desgraciada situación. Según me han dicho, Tite Barnacle tiene una gran influencia entre sus acreedores, ¿me han informado bien?

Dado que uno de los principios del Negociado de Circunloquios era que jamás, en ninguna circunstancia, se podía dar una respuesta franca, el señor Barnacle contestó:

—Es muy posible.

—¿Puedo preguntar si es en nombre de la Corona o en calidad de particular?

—Tal vez el Negociado de Circunloquios haya recomendado alguna reclamación oficial contra una empresa insolvente cuyo propietario o copropietario sea la persona mencionada; pero digo «tal vez», no puedo asegurarlo. Si así fuera, el asunto podría haberse remitido en su curso normal al Negociado de Circunloquios para su estudio. El Negociado podría haber originado o bien haber confirmado un escrito con esta recomendación.

—Deduzco que fue así, en ese caso.

—El Negociado de Circunloquios no se hace responsable de las deducciones de ningún caballero.

—¿Y podría saber cómo puedo obtener información oficial sobre la situación real del caso?

—Cualquier persona del… público —el señor Barnacle pronunció esta última palabra con asco, como si fuera su enemigo natural— puede presentar un escrito al Negociado de Circunloquios. Los requisitos necesarios para hacerlo se le explicarán si pregunta en la sección correspondiente de ese Negociado.

—¿Y cuál es la sección correspondiente?

—Debo remitirlo a usted al Negociado mismo para que reciba una respuesta formal a esa pregunta —dijo el señor Barnacle tocando la campanilla.

—Disculpe usted que mencione…

—El Negociado está abierto al… público —el señor Barnacle tenía siempre dificultad en pronunciar esa palabra de significado impertinente— siempre que reciba una solicitud de acuerdo con las formas establecidas; si el… público no presentara la solicitud de acuerdo con las formas establecidas, la culpa sería del… público.

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