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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (46 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Flora sentía muchísimo haberla hecho esperar y, santo cielo, por qué se había sentado ahí, donde hacía frío, esperaba encontrarla junto al fuego leyendo el periódico, si esa alocada chica no le había dado su recado, si de veras no se había quitado el sombrero en todo aquel tiempo, le rogaba que, por el amor de Dios, ¡le permitiera quitárselo! Con los modales más amables, Flora se lo quitó y se quedó tan asombrada al verle la cara que exclamó:

—¡Ay, señor! Pero ¡qué carita tan linda tiene usted, querida! —exclamó, oprimiéndole la cara con las manos como la más afectuosa de las mujeres.

Apenas lo hizo unos segundos: la pequeña Dorrit casi no tuvo tiempo de pensar en lo cariñosa que era cuando Flora se precipitaba ya sobre la mesa de desayuno y se entregaba a su locuacidad habitual.

—De verdad siento muchísimo haberme retrasado precisamente esta mañana porque mi deseo y mi intención eran estar lista para recibirla a usted en cuanto llegara y decirle que cualquier persona por la que Arthur Clennam sienta interés aunque fuera la mitad del que siente me interesa a mí y quería darle una bienvenida cordialísima y decirle que estaba encantada y en cambio no me han despertado y seguiría roncando, la verdad, me atrevería a decirle, y si no le gusta el pollo frío o el jamón cocido, que a mucha gente no le gusta me parece a mí además de a los judíos, pero en su caso son escrúpulos de conciencia que todos debemos respetar aunque me parece a mí que podrían también tener escrúpulos cuando nos venden artículos falsos como si fueran nuevos que desde luego no valen lo que nos cobran, entonces me ofendo mucho —soltó Flora atropelladamente.

La pequeña Dorrit le dio las gracias y dijo tímidamente que por lo general tomaba té y pan con mantequilla…

—Oh, tonterías querida niña nunca he oído nada semejante —la interrumpió Flora, volviéndose hacia la tetera tan atolondrada que se vio obligada a cerrar los ojos tras salpicárselos con agua caliente—. Aquí viene usted en calidad de amiga y compañera si me permite esa libertad y me avergonzaría si no fuera así, además Arthur Clennam habló de usted de un modo tan… Está usted cansada, querida.

—No, señora.

—Se ha puesto usted palidísima porque ha andado demasiado antes del desayuno me parece a mí y vive muy lejos y debería haber cogido un coche —dijo Flora—. Querida, ¿qué puedo ofrecerle?

—Estoy bastante bien, señora. Gracias, muchísimas gracias, pero estoy bien.

—Le ruego entonces que se tome inmediatamente el té —insistió Flora—. Y esta alita de pollo y un poco de jamón no me espere ni se preocupe por mí porque yo siempre llevo en persona esta bandeja a la tía del señor F. que toma el desayuno en la cama, una anciana encantadora y listísima. Hay un retrato del señor F. detrás de la puerta y muy parecido pero demasiada frente y en cuanto a la columna con el suelo de mármol y las balaustradas y la montaña, la verdad es que nunca lo vi ni siquiera cerca de un sitio así ni es probable que fuera nunca por el comercio de vinos, un hombre excelente pero eso no era lo suyo.

La pequeña Dorrit miró el retrato y siguió con dificultad las referencias a esa obra de arte.

—El señor F. me adoraba tanto que no podía soportar perderme de vista —dijo Flora—. Aunque, por supuesto, no puedo decir cuánto tiempo habría durado eso si no hubiera fallecido mientras yo era nueva en el cargo, un hombre de mérito pero poco poético más bien prosa pero poco romántica.

La pequeña Dorrit miró de nuevo el retrato. El artista le había pintado una cabeza que habría sido, desde un punto de vista intelectual, desproporcionada incluso para un Shakespeare.

—Pero el romanticismo —prosiguió Flora mientras se afanaba en preparar las tostadas de la tía del señor F.—, como le dije claramente al señor F. cuando me propuso matrimonio y le sorprenderá saber que me lo propuso siete veces una en un coche de alquiler otra en un bote otra en el reclinatorio de una iglesia otra montados en un burro en Tunbridge Wells y las demás de rodillas, le dije que el romanticismo había desaparecido en los lejanos tiempos de Arthur Clennam, nuestros padres nos separaron por la fuerza, nos convertimos en mármol y la dura realidad usurpó el trono, el señor F. dijo, lo que decía mucho a su favor, que era perfectamente consciente de ello e incluso prefería que las cosas fueran así por lo que yo dije lo que tenía que decir, se dio el visto bueno y así es la vida ya lo ve querida mía y sin embargo no nos rompimos sino que nos doblegamos, le ruego que desayune a su gusto mientras llevo la bandeja.

Desapareció, dejando a la pequeña Dorrit meditando sobre el significado de aquellas palabras inconexas. No tardó en volver y por fin empezó a desayunar sin dejar por ello de hablar.

—Ya ve, querida —dijo Flora, sirviéndose una o dos cucharaditas de un líquido marrón que olía a coñac y echándolas en el té—, tengo que seguir minuciosamente las indicaciones de mi médico aunque el sabor es muy desagradable pero soy una pobre criatura y quizá nunca me haya recuperado del disgusto que tuve en mi juventud y de llorar tanto en la habitación de al lado cuando me separaron de Arthur, ¿hace tiempo que lo conoce?

En cuanto la pequeña Dorrit comprendió que le había hecho esta última pregunta, para lo que necesitó cierto tiempo, ya que le resultaba muy difícil seguir la velocidad de galope a la que hablaba su nueva señora, contestó que conocía al señor Clennam desde el regreso de éste.

—Por supuesto, no podía conocerlo de antes a menos que hubiera estado usted en la China o hubieran mantenido correspondencia y ninguna de las dos cosas es probable —contestó Flora—, porque la gente que viaja tiene un color más o menos tirando a caoba y ése no es su caso y ¿para qué iban a mantener correspondencia? Para nada a menos que se tratara de asuntos del té así que fue en casa de su madre, a que sí, donde lo conoció, muy sensata y firme pero terriblemente severa, debería ser la madre del hombre de la máscara de hierro.

—La señora Clennam ha sido buena conmigo —dijo la pequeña Dorrit.

—¿De veras? Le aseguro de que me alegro de saberlo porque en su condición de madre de Arthur me complace tener de ella mejor opinión que antes, aunque no sé ni puedo imaginarme lo que piensa de mí cuando voy como debo ir y se queda mirándome como el destino en un carro, qué extraña comparación, la verdad, inválida aunque no sea por su culpa.

—¿Puede decirme usted dónde está mi trabajo, señora? —preguntó la pequeña Dorrit, mirando tímidamente a su alrededor—. ¿Puedo empezar ya?

—Qué hada tan trabajadora —contestó Flora, tomándose otra taza de té y otra dosis de la receta del médico—. No hay la menor prisa y es mejor que empecemos haciéndonos confidencias sobre nuestro común amigo, una palabra demasiado fría para mí, no es eso lo que yo diría, aunque sea muy apropiada, que nos dediquemos a las formalidades, no usted sino yo como el chico espartano al que muerde la zorra, y espero que me disculpe por citarlo porque de todos los chicos pesados que andan por ahí con todo tipo de compañías ése es el más pesado
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La pequeña Dorrit, con el rostro muy pálido, se dispuso de nuevo a escuchar.

—¿Y no sería mejor que me pusiera a coser mientras tanto? —preguntó—. Puedo trabajar y escuchar; preferiría hacerlo, si le parece bien.

Su empeño dejaba tan claro que se sentía incómoda sin trabajar que Flora le contestó:

—Bien, querida, como usted prefiera —y sacó un cesto de pañuelos blancos. La pequeña Dorrit lo puso a su lado de buen grado, sacó el estuche de costura, enhebró la aguja y empezó a coser dobladillos.

—Qué dedos tan hábiles tiene usted —dijo Flora—, pero ¿seguro que se encuentra bien?

—Oh, sí, de verdad.

Flora puso los pies sobre el guardafuegos y se instaló cómodamente para hacerle una confesión romántica. Se lanzó a hablar atropelladamente mientras se arreglaba el cabello, suspirando del modo más expresivo posible, enarcando las cejas sin parar y, de vez en cuando, sólo de vez en cuando, mirando el rostro silencioso que se inclinaba sobre la labor.

—Debe saber, querida —empezó Flora—, pero estoy segura de que ya lo sabe no sólo porque ya lo he dicho más o menos en general sino porque creo que lo llevo grabado al fuego cómo se diga eso en la frente que antes de que me presentaran al difunto señor F. estuve comprometida con Arthur Clennam, al que llamo señor Clennam en público cuando es necesario ser discreto, pero aquí es sólo Arthur, éramos el uno para el otro en la primavera de nuestra vida un paraíso un frenesí era todo eso en el más alto grado cuando nos separaron y nos volvimos como piedra por lo que Arthur se fue a la China y yo me convertí en la novia como una estatua del señor Finching.

Flora disfrutaba muchísimo mientras pronunciaba, con voz grave, estas palabras.

—No intentaré pintar las emociones de aquella mañana en que dentro de mí todo era de mármol y la tía del señor F. me acompañaba en un coche de alquiler con ventanas de cristal que sin duda debía de estar en muy malas condiciones o nunca se habría roto a dos calles de la casa y a la tía del señor F. la llevaron a casa en una silla de mimbre como si fuera Guy Fawkes un 5 de noviembre, basta con decir que tuvimos un almuerzo desolado en el salón de abajo que papá comió demasiado salmón marinado y estuvo enfermo semanas y que el señor Finching y yo fuimos a hacer un viaje continental por Calais donde en el muelle la gente se peleaba por nosotros y nos separaron aunque no para siempre porque no había llegado todavía el momento.

La novia estatua, sin apenas pausas para respirar, prosiguió con el mayor entusiasmo de modo un tanto errático y aludiendo, de vez en cuando, a la carne y la sangre.

—Correré un velo sobre esa vida de ensueño, el señor F. estaba contento su apetito era bueno le gustaba la cocina consideraba que el vino era flojo pero agradable y todo iba bien, volvimos al mismo barrio, el número 30 de Little Gosling Street en los muelles de Londres y nos instalamos antes de que nos diéramos cuenta de que la doncella vendía las plumas de la cama de los invitados y la gota fuera subiendo y se llevara al señor F. al otro barrio.

La viuda lanzó una mirada al retrato mientras negaba con la cabeza y se secaba los ojos.

—Reverencio la memoria del señor F. un hombre estimable y el más indulgente de los maridos, yo sólo tenía que decir la palabra espárrago y tenía espárragos o insinuar cualquier cosa delicada para beber y aparecía como por arte de magia en una botella de una pinta, no era el éxtasis pero era el bienestar, regresé bajo el techo de papá y viví recluida si no feliz varios años hasta que un día papá vino y me dijo con mucho tacto que Arthur Clennam me esperaba en el piso de abajo y allí lo encontré no me pregunte qué encontré excepto que seguía soltero y no había cambiado nada.

El oscuro misterio en el que ahora Flora se envolvía podría haber detenido otros dedos, pero no los dedos hábiles que trabajaban cerca. Siguieron trabajando sin pausa y la cabeza de Amy se inclinó sobre ellos mirando las puntadas.

—No me pregunte —prosiguió Flora— si todavía lo quiero o si él todavía me quiere o cómo va a terminar todo esto ni cuándo, nos observan por todas partes y podría ser que estuviéramos destinados a sufrir separados podría ser que no volviéramos a reunirnos ni una palabra ni un aliento ni una mirada nos traicionará todo tiene que ser secreto como la tumba no es de sorprender si yo parezco relativamente fría con Arthur o él lo parece conmigo tenemos razones fatales y es suficiente con que las entendamos ¡y silencio!

Flora dijo eso de modo tan vehemente como si se lo creyera de veras. No cabe duda de que cuando se sentía como una sirena creía sinceramente en todo lo que decía.

—¡Silencio!—repitió Flora—. Ahora ya se lo he contado todo, ya hay confianza entre nosotras, silencio, por Arthur, seré siempre amiga suya, querida niña, y en nombre de Arthur podrá confiar siempre en mí.

Los dedos hábiles dejaron a un lado la labor y la figura menuda se levantó y le besó la mano.

—Está usted muy fría —exclamó Flora, volviendo a sus modales naturales y afectuosos y ganando mucho con el cambio—. No trabaje más hoy, estoy segura de que no se encuentra bien y de que no tiene fuerzas.

—Sólo es que me veo un poco desbordada por su amabilidad y por la del señor Clennam al confiarme a una persona a la que ha conocido y amado durante tanto tiempo.

—Bueno, querida —dijo Flora, que tenía una clara tendencia a ser siempre sincera cuando se concedía tiempo para serlo—, será mejor que lo dejemos por ahora porque no puedo decir más pero no tiene la menor importancia y descanse un poco.

—Siempre he sido lo bastante fuerte para hacer lo que quería hacer y estaré bien ahora mismo —contestó la pequeña Dorrit con una débil sonrisa—. Me ha abrumado la gratitud, nada más. Si me acerco un rato a la ventana me recuperaré.

Flora abrió una ventana, pidió a la pequeña Dorrit que se sentara ahí y, discretamente, se retiró al sitio de antes. Era un día ventoso y el aire fresco en la cara no tardó en despejar a la muchacha. A los pocos minutos regresó a la cesta de ropa y los dedos hábiles volvieron a ser tan hábiles como siempre.

Siguió con su tarea en silencio hasta que le preguntó a Flora si el señor Clennam le había contado dónde vivía. Cuando Flora contestó negativamente, la pequeña Dorrit le dijo que entendía sus motivos para ser tan delicado, pero estaba seguro de que al señor Clennam le parecería bien que le confiara su secreto, y eso deseaba hacer si ella le daba permiso. Después de recibir una respuesta afirmativa, resumió la historia de su vida con pocas palabras sobre sí misma y un brillante elogio de su padre; y Flora lo escuchó todo con su ternura natural y comprensiva, en la que no había ninguna incoherencia.

A la hora de comer, Flora entrelazó el brazo con el de su nueva protegida y bajaron las escaleras, se la presentó al Patriarca y al señor Pancks, que estaban ya en el comedor esperándolas para empezar (la tía del señor F. estaba echada en su cuarto, anclada en puerto y fuera de servicio). Estos caballeros recibieron a la pequeña Dorrit de acuerdo con su carácter; el Patriarca pareció estar haciéndole un tremendo favor al decirle que se alegraba de verla y el señor Pancks lanzó uno de sus resoplidos favoritos a modo de saludo.

La pequeña Dorrit en cualquier circunstancia se habría sentido cohibida por su presencia, especialmente porque Flora insistió en que bebiera un vaso de vino y comiera de todo lo mejor; pero se sentía todavía más violenta por la presencia del señor Pancks. La actitud de este caballero al principio le hizo pensar que podía ser dibujante, tal era la intensidad con que la miraba para examinar luego el cuadernito que tenía al lado. Pero, viendo que no tomaba apuntes y que sólo hablaba de negocios, empezó a sospechar que tal vez representara a algunos de los acreedores de su padre y que en esa libreta tal vez apareciera el balance de sus deudas. Desde ese punto de vista, los resoplidos del señor Pancks expresaban su impaciencia y su sensación de sentirse ofendido y cada uno de sus sonoros ronquidos se convertía en una exigencia de pago.

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