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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

La playa de los ahogados (13 page)

BOOK: La playa de los ahogados
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Entró en la caseta y, tal como había anunciado Alicia Castelo, encontró un desguace. El chasis lleno de polvo de una motocicleta estaba apoyado en una pared, junto a la estructura de una vieja máquina de cortar césped. Sobre la mesa había varios motores de barco desmontados entre el desorden de piezas y herramientas desperdigadas.

—¿Y ese carpintero de ribera sabes dónde está? —preguntó saliendo de nuevo al patio.

—Allí —respondió Estévez, señalando hacia un lado del patio—. Trabaja en el club náutico.

Caldas miró el dedo extendido del aragonés y luego hacia el lugar que indicaba. Sobre el muro, entre dos casas, distinguió una minúscula franja de mar. ¿Cómo diablos podía Estévez orientarse de aquella manera?

—¿Hablaste con él?

—No hablé con nadie más, jefe. Con dos salivazos en menos de una hora he tenido bastante.

—¿Dos?

Estévez asintió.

—Fue mencionar al capitán muerto y… ¡zas! —dijo el aragonés—. No lancé al pescador al mar con un anzuelo en la lengua de milagro.

Impresión:

1. Acción y efecto de imprimir. 2. Huella, marca o señal que una cosa deja en otra al apretarla. 3. Obra impresa. 4. Sensación que causa en un cuerpo otro extraño. 5. Emoción que los hechos causan en el ánimo.

La lonja estaba cerrada, y sólo el olor penetrante de los cubos situados junto a la puerta delataba la actividad del amanecer. Un hombre mayor que caminaba delante de los policías se detuvo al ver la esquela de Justo Castelo. Se colocó en la punta de la nariz unas gafas que colgaban sobre su pecho y echó la cabeza hacia atrás para poder leer a través de los cristales. Leo Caldas sonrió. Durante años le habían mirado por encima de unas gafas. Las de su padre eran pesadas, de metal, sin el cordoncito ni la montura liviana que tenían las del hombre que leía la esquela. Sólo se las quitaba para dormir o para limpiarlas, empañándolas primero con aliento caliente y frotándolas después con un pañuelo blanco que guardaba en el bolsillo derecho del pantalón. Hacía ya mucho tiempo que su padre las había sustituido por unas lentes de visión progresiva, pero Leo recordaba su rostro al limpiar las viejas, sus ojos entornados y la huella rojiza del metal en la piel, un surco que convertía en una bola blanquecina el extremo de su nariz.

Los policías pasaron de largo y atravesaron la valla que daba acceso al recinto del club náutico de Panxón. A la izquierda estaban las escaleras que conducían al edificio social. Como tantos otros clubes náuticos, había sido construido a semejanza del puente de mando de un barco, con la silueta ondulante y las ventanas del segundo piso redondas como ojos de buey. Al otro lado del patio se encontraba la pequeña nave que hacía de almacén. Una puerta abierta, pintada de blanco y azul como todo lo demás, permitía intuir los cascos de los barcos de vela ligera bajo las lonas.

—¿Seguro que aquí hay un carpintero? —preguntó Caldas al aragonés, mirando a su alrededor mientras subía los peldaños que llevaban al edificio con forma de barco.

—Eso entendí.

Pasados unos segundos salieron de nuevo al patio acompañados por un hombre que señaló otra puerta corredera en el extremo del almacén.

Al deslizarla se encontraron en un taller no demasiado amplio, iluminado por varios tubos fluorescentes suspendidos del techo y separado por un tabique del resto de la nave. Un banco de carpintería en cuyo borde estaban fijados dos tornos ocupaba todo el lateral. Por una hendidura, junto a unas tablillas cortadas a la misma medida, asomaba la hoja dentada de una sierra circular.

Cerca de la entrada, junto al costillaje de una futura embarcación, dormitaba un gato gris que abrió un instante los ojos, les miró con desinterés y volvió a ovillarse en el suelo.

Estévez apuntó con la cabeza hacia el fondo y, cerca de la única ventana, Caldas distinguió la figura del carpintero de ribera. Estaba de espaldas, sentado en un taburete e inclinado sobre una barca.

Avanzaron por la carpintería sorteando una chalupa con un boquete en su tablazón, y el aroma del mar fue dejando paso a los olores de la madera, la cola y la pintura.

Caldas y Estévez permanecieron de pie, observando desde atrás al hombre reclinado sobre la barca, una vieja gamela que pese a haber sido cepillada concienzudamente conservaba como una sombra el color azulado de una pintura anterior. El carpintero introdujo la mano en una bolsa y extrajo una porción de fibras, un resto de cabos viejos que colocó en la unión de dos tablas. Luego apretujó la masa deshilachada, primero con los dedos y después con una especie de punzón que percutió con un mazo de madera dándole un golpecillo leve al que siguieron dos o tres más intensos, como redobles de tambor.

—¿Qué está haciendo? —susurró Estévez.

—Está calafateando el bote —dijo el inspector en voz baja.

Aquella explicación no era suficiente para el aragonés, que enarcó exageradamente las cejas:

—Se pone estopa entre las tablas y se aprieta para no dejar huecos por los que pueda pasar el agua —añadió el inspector—. Luego hay que darle una capa de brea para proteger la madera.

El carpintero detuvo los golpes y se volvió ligeramente hacia ellos.

—Es más o menos así, ¿verdad? —le preguntó Caldas.

El carpintero de ribera se inclinó de nuevo sobre la barca.

—Más o menos…, aunque la madera ya no se protege con brea —explicó, mientras colocaba más estopa en un punto de la juntura y la aprisionaba nuevamente antes de golpearla con el mazo desde diferentes ángulos—. Había que saber darla muy bien, porque si quedaba blanda se derretía y si quedaba dura se acababa escachando. Así que ahora se usa alquitrán vegetal.

—Ya.

Caldas se fijó en que faltaban varios dedos en la mano derecha, la que manejaba el mazo, y como por instinto buscó con la mirada la hoja circular que asomaba en el banco. Se preguntó si sería aquella sierra la responsable del daño. Luego volvió al carpintero, quien continuó comprimiendo la estopa hasta que la unión estuvo sellada. Al terminar, dejó las herramientas en el suelo y se puso en pie.

—¿Deseaban algo?

—Soy el inspector Caldas —dijo, reprimiendo el primer impulso de tenderle la mano—, y él es el agente Estévez. Venimos de la comisaría de Vigo. ¿Tiene un momento?

El carpintero de ribera asintió. Era un hombre delgado, ni alto ni bajo. Su ropa de faena estaba tan salpicada de pintura como el taburete del que se había levantado. Tenía el cabello oscuro y una barba descuidada, densa y rojiza que no permitía calcular bien su edad. En cualquier caso, pensó Caldas, demasiado joven para haber perdido ya tres dedos.

—Ustedes dirán.

El gato que habían visto dormitar junto a la puerta apareció de repente entre las piernas del carpintero y comenzó a restregarse contra ellas.

Leo recordó el recibimiento que el perro marrón había brindado a su padre la noche anterior. Aunque le asegurase que no era suyo, el perro había aullado y brincado al verlo con tanta alegría que Leo llegó a temer que fuese a hacerse pis de la emoción.

—¿Es suyo? —preguntó señalando al gato.

—Claro —respondió el carpintero.

—Ya —dijo Caldas escueto, con la vista clavada en el animal que continuaba frotándose en el pantalón de su dueño.

—¿Vienen por el gato? —preguntó el carpintero, tan perplejo como Estévez por el interés del inspector en el felino.

—No, no, queríamos hablar con usted —aclaró Caldas, y se sintió un completo estúpido al hacerlo.

—Es acerca de Justo Castelo, el Rubio —añadió Estévez centrando la conversación.

—Lo conocía, ¿verdad? —preguntó el inspector.

El carpintero asintió y señaló con su mano tullida la embarcación a medio construir que estaba junto a la puerta.

—Esa barca era para el Rubio —dijo.

El inspector miró la barca y su ayudante la mano.

—¿Cuándo se la encargó? —preguntó Caldas.

—Hará cosa de un par de meses. No tenía demasiada prisa porque estaba buscando las piezas para preparar él mismo un motor a medida. Yo tenía otras tareas más urgentes, pero a ratos, ya ven… Si lo llego a saber no habría empezado.

—Lo supongo —dijo Caldas—. Habrán tenido bastante trato en este tiempo, ¿no?

La boca del carpintero esbozó una mueca tras la barba.

—Tampoco mucho, inspector. Hablamos cuando me hizo el encargo y pocas veces más. Era un hombre callado.

Leo Caldas pensó que tampoco el carpintero parecía demasiado charlatán.

—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

—¿Al Rubio? El sábado a mediodía pasó por aquí. Pero ni siquiera cruzamos una palabra. Llegó, echó un vistazo a la barca, me saludó desde la puerta y se marchó. Como le digo, no era de los que se paran a hablar.

Leo Caldas decidió no dar más rodeos.

—Nos han contado que hace poco Castelo le pidió que borrase lo que alguien había escrito en su chalupa —dijo, y notó que algo cambiaba en la expresión de sus ojos.

El carpintero se pasó la mano mutilada por el cabello y el aragonés la siguió con la mirada como si tuviese un imán.

—¿Es cierto? —insistió Leo Caldas.

—No del todo. El Rubio llegó una mañana arrastrando el carro y me pidió una lija para pulir la madera y pintura para darle una mano por encima. Él fue quien la limpió.

—¿Pero pudo ver lo que había escrito?

—¿En la chalupa?

Al aragonés se le escapó una tosecilla y Caldas le lanzó una mirada de advertencia.

—Sí —dijo el inspector—. ¿Pudo leer lo que ponía?

—Más o menos.

—¿Más o menos?

—Fue hace un par de semanas, inspector —se excusó.

—Trate de hacer memoria —le pidió el inspector.

El carpintero miró hacia abajo, al gato que seguía moviéndose junto a sus pies.

—Era una fecha.

—¿La recuerda? —preguntó Caldas.

El hombre volvió a acariciarse la cabeza con la mano lisiada.

—Era el 20 de diciembre de 1996 —dijo—. Escrita en cifras: «20/12/96».

No podía ser casualidad. El 20 de diciembre de 1996 había sido el día del hundimiento del
Xurelo
. El Rubio y los otros marineros se habían salvado del naufragio, pero aquélla era la fecha exacta de la muerte del capitán Sousa.

—¿Está seguro? —preguntó, y el carpintero movió la cabeza levemente, de arriba abajo.

Leo Caldas recordó que los marineros que habían hablado con Estévez habían mencionado una amenaza supuestamente escrita por aquel capitán Sousa en el casco de la chalupa. ¿Constituía una simple fecha una advertencia? Unos números pintados en un barco tendrían significado para alguien como Castelo, con aquella trágica noche de invierno grabada a fuego en la memoria, pero no estaba seguro de que después de tanto tiempo los vecinos hubiesen visto en ellos una amenaza.

Tenía que haber algo más, y decidió facilitar el camino al carpintero:

—Esa fecha no era lo único que había escrito, ¿verdad?

El carpintero miró al inspector a los ojos, y Caldas lamentó que la barba velase la emoción de su rostro.

—¿De qué se trataba? —le apremió—. ¿Era una frase?

—Sólo la vi unos segundos —respondió, volviéndose hacia la puerta cerrada del taller.

—Nadie va a saber que hemos hablado de esto con usted —aseguró Caldas—. Además, tengo la impresión de que usted no es el único que vio la chalupa pintada esa mañana.

El hombre meditó un instante y finalmente murmuró:

—Era una palabra sola.

—¿Sólo una?

El carpintero asintió, bajando de nuevo la vista al suelo.

—¿La recuerda? —preguntó Caldas sabiendo ya la respuesta. Si la fecha grabada en la barca había permanecido tan nítida en su memoria, no podía haber olvidado la palabra que la acompañaba.

—Asesinos —dijo el carpintero, resoplando como quien se quita un peso de encima.

—¿Asesinos? —preguntó Caldas.

El carpintero se lo aseguró con una leve oscilación de cabeza.

—¿Así, «asesinos», en plural? —insistió el inspector.

Volvió a asentir.

—Pero yo no les he contado nada.

Al salir de la carpintería les inundó de nuevo el olor de la marea que había comenzado a subir.

—¿Me quiere explicar de quién coño quería que fuese? —preguntó Rafael Estévez.

—¿Qué?

—¿Qué va a ser? El gato. ¿Quién suponía usted que era su dueño?

—No sé… —balbuceó el inspector Caldas, sin dejar de caminar—, podía ser de cualquiera.

Se detuvo ante la puerta de El Refugio del Pescador y lo barrió con la mirada. Varios clientes estaban apoyados en la barra y otro leía un periódico en una mesa. Consultó su reloj y chasqueó la lengua. José Arias ya estaría durmiendo. Necesitaba hablar con él, pero tendría que esperar algunas horas hasta poder hacerlo. Cruzó la calle y, de pie junto al coche, contempló los barcos amarrados a las boyas. Los chicos de la UIDC aún no habían recogido la chalupa de Justo Castelo para examinarla.

—Parece imposible que alguien pueda trabajar así, ¿no cree? —comentó Estévez, colocándose a su lado.

—¿Cómo?

El aragonés encogió tres dedos de su mano derecha.

—Le faltaban tres dedos casi enteros, ¿no se dio cuenta?

—Ah, sí…, ya —contestó lacónico Caldas.

Tenía los ojos en los barcos y el pensamiento muy lejos de la mano del carpintero.

Horizonte:

1. Línea donde parecen confluir la superficie terrestre y el cielo, observada desde cualquier punto alejado. 2. Parte de la superficie terrestre que comprende o limita esa línea. 3. Nuevas posibilidades o perspectivas que ofrece una cosa. 4. Campo que es capaz de abarcar el conocimiento de alguien.

Leo Caldas buscó su paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. Estaban de pie, apoyados en la barandilla de la playa de la Madorra, viendo las olas romper sobre la franja oscura de algas que cubría la orilla.

—¿Dónde dices que lo encontraron?

—Allí, entre las algas —respondió Estévez señalando un punto con su mano.

Caldas miró hacia el lugar indicado por su ayudante y luego a los lados. A la izquierda, una pequeña lengua de tierra cerraba la playa. En ella, al otro lado del cañaveral que se veía desde allí, estaban la lonja, el club náutico y el resto de casas. Tampoco podía verse el arenal enorme de Panxón que se extendía más allá. A la derecha, al final de la playa, comenzaba Monteferro. Aquella mañana la silueta del promontorio era tan gris como el cielo y el mar, y el monolito de su cima se distinguía con dificultad entre la bruma. Sobre el agua, alineadas con la punta del monte, sobresalían las islas Estelas como dos jorobas oscuras.

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