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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

La playa de los ahogados (9 page)

BOOK: La playa de los ahogados
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El marinero se encogió de hombros.

—De acuerdo. Si no le molesta la lluvia… —dijo, y señaló la plataforma situada sobre la rampa donde descansaban otros botes similares al suyo—. Voy a buscar el carro.

Era tarde para echarse atrás, de manera que el inspector descorrió la cremallera situada en la parte posterior del cuello de su chubasquero, desdobló la capucha y se cubrió con ella.

Arias volvió tirando de un pequeño remolque metálico de dos ruedas. Lo dejó al borde del mar.

—Es sobre Castelo, su compañero. Ya supone… —dijo Caldas, y vio la nariz de Arias arrugarse en su rostro.

—Claro —respondió, al tiempo que desataba el cabo—. ¿Qué quiere saber?

—¿Se conocían bien?

—Ya ha visto que no somos muchos los que nos dedicamos a la bajura. Pero no éramos amigos, si es lo que pregunta.

Tampoco Caldas tenía grandes amigos entre sus compañeros de la comisaría.

—Aún no me hago a la idea de que se haya muerto —añadió Arias—. ¿Es cierto que tenía las manos atadas?

—Así es.

El marinero cobró el cabo y atrajo hacia sí el bote por el agua hasta dejarlo alineado con el remolque.

—¿Cuándo vio a Castelo por última vez?

—El sábado. Ahí arriba.

—¿En la subasta?

—Eso por la mañana —afirmó—. Después lo vi en El Refugio.

—¿Dónde? —preguntó el inspector.

El marinero extendió un dedo enorme hacia el paseo. Al lado de la lonja, en la última casa antes del club náutico, Caldas leyó en un letrero: «El Refugio del Pescador».

—¿Cuándo fue eso?

—Por la tarde.

—¿A qué hora?

—Las siete serían…, o las ocho. No puedo decirle una hora exacta.

—¿Estaba solo?

Asintió.

—Estuvo en la barra, hablando con el camarero. Luego se marchó.

—¿Y ya no volvió a verlo después?

—No lo vi más, no.

—¿Le hizo algún comentario?

Arias negó con la cabeza y se agachó junto a la chalupa sujetándola por la proa. Retiró los remos y los dejó caer sobre la piedra cubierta de algas.

—¿Y en la subasta, por la mañana?

—Tampoco.

—¿Lo notó preocupado?

Arias le miró desde abajo.

—No hablé con él —insistió con su voz cavernosa.

—Pero, aunque no hablasen, ¿le pareció que estaba inquieto?

—No lo conocía, ¿verdad?

Caldas le confirmó que no.

—El Rubio nunca estaba inquieto —apuntó el marinero, y en menos de lo que tardó en decirlo levantó el bote del agua, lo giró en el aire y lo dejó caer bruscamente sobre el remolque, boca abajo. Caldas se echó a un lado para que el agua que caía del interior de la chalupa no le salpicara.

—¿Necesita ayuda?

Arias levantó el bote por un costado y lo centró en el carro.

—No.

Leo Caldas recordaba el cráneo de Justo Castelo en la sala de autopsias. El forense presumía que había sido golpeado con una barra de metal antes de ser arrojado al agua. Se imaginó al hombre que tenía delante blandiendo una barra metálica. No necesitaría emplearse a fondo para dejar una señal como la que presentaba la cabeza del muerto.

—¿Dice que nunca estaba inquieto?

—Nunca se ponía nervioso, no.

—¿Por algún motivo?

—Era así —respondió Arias, y comenzó a ascender la cuesta tirando del remolque y el bote.

Caldas le acompañó.

—¿Seguro que no quiere que le ayude?

El marinero miró hacia atrás.

—Si no le importa llevar los remos…

Caldas se acercó al lugar en el que el pescador los había dejado y, al agacharse para recogerlos del suelo, uno de sus pies se deslizó ligeramente sobre las algas que cubrían la parte más baja de la rampa.

—Tenga cuidado —le advirtió el marinero frotando la suela de una de sus botas de plástico en la piedra—. Esos zapatos no están hechos para andar por aquí.

Tampoco eran adecuados para caminar entre las vides, pensó el inspector, recordando la mañana del día anterior, cuando al ir a asomarse sobre el río los había manchado de barro.

Siguió al pescador dando pasos cortos hasta la plataforma donde los marineros resguardaban sus botes de la pleamar. Caldas contó seis chalupas. Se fijó en que en todas estaba escrita la palabra «auxiliar» junto al nombre del barco al que prestaban servicio. En el de José Arias se podía leer: «auxiliar
Aileen
».

—¿Qué significa? —preguntó Caldas señalando las letras oscuras pintadas a mano en la popa del bote.

—¿Aileen? Es un nombre.

—Nunca lo había oído.

—Es escocés —aclaró el marinero mientras dejaba caer el remolque en la piedra. Después tomó los remos que el inspector había cargado y los dejó apoyados sobre la panza del bote.

Caldas volvió a interesarse por el muerto:

—¿Sabe si Castelo había discutido con alguien últimamente?

—No lo sé. Ya le expliqué que no hablaba mucho con el Rubio —contestó Arias con su voz profunda.

Era la segunda vez que hacía notar que compartía con Castelo el oficio, pero no les unía la amistad.

—¿Se llevaban mal?

El pescador le dijo que no y rodeó remolque, bote y remos con una cadena.

—¿Entonces? —quiso saber Caldas.

Los hombros del marinero se encogieron.

—La vida —contestó, ciñendo la cadena y asegurándola con un pequeño candado.

Caldas miró a su alrededor, a los demás botes que esperaban sobre sus remolques que los devolviesen al agua. En todos ellos había cadenas fijando los remos y las chalupas a los carros. Se preguntaba quién querría hacerse con un viejo bote de madera como aquéllos.

—¿Temen que se los roben?

—No, claro, pero algunas veces han aparecido remos flotando en el agua o en la playa —Arias le mostró el candado—. Esto se abre de una patada, pero al menos no quedan sueltos.

—¿Cuál es el de Castelo?

—El carro es ése —dijo dirigiendo la mirada hacia un remolque solitario. Luego señaló un punto entre los barcos que cabeceaban en el mar—: La chalupa está en aquella boya.

El inspector se acercó al carro vacío. La cadena rodeaba su estructura y el candado diminuto estaba cerrado. Recordaba las dos llaves que justo Castelo llevaba encima cuando lo sacaron del agua. Ninguna era tan pequeña como para abrir un candado de aquel tipo.

Decidió telefonear a la UIDC para pedirles que examinasen a fondo el carro y el bote que dormía en el mar, pero miró el reloj y pospuso la llamada. Ni siquiera la eficiente Clara Barcia estaría trabajando tan de mañana.

—¿De quién es ese otro? —preguntó señalando otro remolque sin carga que descansaba junto al de Castelo.

—Del otro compañero. Hermida, se llama. La chalupa está atada ahí abajo.

Caldas se volvió a mirar el bote amarrado a la argolla oxidada.

—¿Sabe que Castelo salió al mar el domingo por la mañana?

—Eso dicen.

—Pero los domingos no hay lonja, ¿verdad?

—No.

—¿Y suelen pescar también los domingos?

—No —respondió Arias sin detenerse a pensar ni un instante—. Solemos descansar.

—Sin embargo alguien vio a Castelo en su barco antes del alba.

Se encogió de hombros.

—Si lo vieron será porque es verdad.

—¿Y no le parece raro?

—Habitual no es —concedió.

—¿Y por qué cree que saldría al mar justamente este domingo?

—Habría que preguntárselo a él. Lamentablemente, eso ya no era posible.

—¿Sabe quién es la persona que lo vio salir al mar?

—No —respondió el marinero con su voz sacada de la cueva.

—Usted no fue, claro.

—No.

Caldas buscó el paquete de tabaco que guardaba en el bolsillo de su impermeable y lo sostuvo entre los dedos.

—¿Qué hizo este domingo por la mañana?

—Dormir —dijo Arias en un murmullo, y Caldas supo que de aquella charla no obtendría más información.

—Gracias por su tiempo —le ofreció una mano que desapareció entre la del marinero, grande y áspera—. Por ahora no tengo más preguntas, pero es posible que necesite hablar de nuevo con usted.

—Por aquí estaré.

—Y si recuerda algo más puede localizarme en este número.

Arias tomó la tarjeta que el policía le entregó.

—El Rubio no se suicidó, ¿verdad, inspector?

La confirmación de Caldas fue otra pregunta.

—¿Le sorprendería que hubiese sido así?

El pescador torció la boca en una mueca que Caldas no supo interpretar.

—A mí no me sorprende nada.

—¿Y tiene idea de quién…?

El marinero respondió sin darle tiempo a terminar la frase.

—No lo sé, inspector. No lo sé.

En la puerta de la lonja permanecían inmóviles los dos marineros jubilados. Antes de entrar, el inspector echó un último vistazo al hombre alto vestido de naranja que se alejaba caminando con la cabeza baja por la calle sin tráfico. Caldas se retiró la capucha empapada y la dejó caer sobre su espalda. Había dejado de llover.

Hundir:

1. Arruinarse un edificio o sumergirse una cosa. 2. Echar a pique. 3. Sumir, lanzar a lo hondo. 4. Oprimir, abrumar. 5. Ocultarse o desaparecer algo.

Caldas entró de nuevo en la lonja sacudiéndose las gotas de lluvia del impermeable. El subastador limpiaba el suelo con una manguera, orientando el chorro hacia unas algas que se resistían a despegarse del cemento. Mientras, Rafael Estévez guardaba las distancias y mantenía sus relucientes zapatos a salvo de las salpicaduras del agua a presión.

—¿Dónde está Hermida? —preguntó Caldas a su ayudante.

—Ha ido un momento a su casa —contestó el aragonés—. Me dijo que estaría de vuelta en diez minutos.

—Vive ahí al lado —afirmó el subastador, que había cerrado la manguera.

—Buenos días. Soy el inspector Caldas.

—¿El de la radio? —preguntó el subastador, y su perilla negra rodeó una sonrisa.

¿Llegaría
Patrulla en las ondas
hasta Panxón o su ayudante habría hablado de más?

El aragonés levantó las palmas de las manos declarándose inocente sin necesidad de ser preguntado.

—Aquí le escucha mucha gente —aseguró el subastador.

Caldas le dedicó una sonrisa forzada, como si le complaciese el comentario.

—¿Logró hablar con Arias? —le preguntó Estévez.

Caldas asintió.

El subastador enrolló la manguera y la dejó caer en el suelo, junto al grifo.

—¿Siempre viene tan poca gente a la lonja? —se interesó el inspector.

—En invierno suele ser así, sí. Pocos marineros y pocos compradores. Aquí sólo son tres los marineros que salen a la bajura a diario. Bueno, ahora dos —se quedó callado un instante—. Hace tiempo que aquí no perdíamos un hombre en la mar.

Caldas asintió.

—¿Se conocían bien?

—Nos veíamos aquí casi todos los días —dijo el subastador—. El Rubio era un buen tipo.

—¿Cuándo fue la última vez que estuvo con Castelo?

—En la subasta del sábado.

—¿Notó algo extraño en él ese día?

—Nada. Estaba como siempre, pendiente de lo suyo. El sábado fue un buen día, además. Sacó mucho camarón y se lo pagaron bien. No parecía tan hundido como para hacer algo así. Soy de Baiona, ¿saben? —señaló con la mano la dirección en que se encontraba su villa, la que cerraba la bahía—. Allí hace unos años también se tiró un marinero al mar. Igual que el Rubio, con las manos atadas para no poder nadar.

—Existe la posibilidad de que Castelo no se suicidara —dijo Caldas.

El subastador miró primero al inspector y después a Estévez, como buscando su ratificación a lo que acababa de escuchar.

—¿No es verdad lo de las manos? —preguntó cuando Estévez le confirmó las palabras de su jefe con una inclinación de cabeza.

—Sí, eso es cierto —respondió Caldas.

—¿Entonces?

—Estamos investigando.

—¿Creen que alguien ató las manos al Rubio y lo lanzó al agua? —la curiosidad del subastador crecía y las respuestas del inspector no ayudaban a acallarla—. ¿Por qué?

—No lo sabemos. Sólo es una posibilidad —recalcó Caldas, sin cerrar la puerta a otras opciones—. El domingo no hay lonja, ¿verdad?

El subastador infló su labio superior y luego expulsó el aire de golpe, produciendo un sonido agudo.

—Ni domingos ni lunes, porque no se pesca la noche del sábado ni la del domingo.

—Pero Castelo salió al mar este domingo. Tengo entendido que alguien le vio en su barco antes del amanecer.

—En teoría un barco de pesca no puede salir a la mar en día de descanso —explicó—. Está prohibido.

—¿Aunque no vaya a pescar?

—Un barco de pesca es un barco de pesca, inspector. Está prohibido, pero… —dejó las palabras en el aire.

—¿Pero…? —Caldas le animó a continuar.

—Hay cosas que no se pueden hacer y se hacen. De eso saben ustedes más que yo.

—Ya. ¿Y le consta que Castelo hubiera salido otras veces? A pescar en domingo, me refiero.

—¿A faenar en día de descanso? Que yo sepa, no. Ni el Rubio ni los otros. Pero yo no vivo aquí, inspector.

—Pero viene todos los días…

—Los que hay lonja, sí. Llego, como hoy, a las ocho menos cinco, subasto lo que hayan sacado de la mar y me vuelvo a Baiona rápido. Allí tengo otra subasta a las diez —dijo consultando su reloj—, y aquella lonja no es como ésta, ¿saben? Son muchos más barcos, hay una cofradía de pescadores grande y necesito prepararlo todo bien. A Panxón no vengo si no hay lonja, así que no puedo saber lo que pasa esos días.

—¿Y nunca le han comentado si alguien pescaba las noches de los sábados o las de los domingos?

El subastador volvió a llenar de aire la parte interior de su labio y movió de lado a lado la cabeza antes de vaciarlo y responder.

—Éste es un puerto pequeño, inspector. Sólo hay tres marineros en la bajura. Cualquiera podría verlos en los barcos y denunciarlos. Se arriesgan a una multa, a que les retiren la licencia… Es un precio demasiado alto para alguien que tiene el pan en la pesca. Además, créame: buena falta les hacen los días de descanso. Es un trabajo demasiado duro como para andar haciendo horas extras —sonrió.

—Me lo puedo figurar —dijo Caldas, y luego preguntó—: Siempre van hasta los barcos en los botes de remos, ¿no?

—En invierno sí, van en las chalupas —les explicó el subastador—. En verano hay un botero de guardia para embarcar a los de los yates que de paso acerca a los marineros también.

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