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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

La playa de los ahogados (7 page)

BOOK: La playa de los ahogados
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—¿Hay algo de comer? —preguntó.

—¿Te saco un poco de pata con garbanzos que quedó del mediodía?

De noche no le sentaban bien las legumbres, pero la pata con garbanzos del Eligio era una tentación irresistible. Había estado presente en alguna ocasión mientras la preparaban, y se relamió recordando la pata de ternera deshuesada en trozos pequeños. La dejaban hervir a fuego lento durante toda la mañana con cebollas, puerros, zanahorias y sal. Después de tres horas en la lumbre, añadían los garbanzos, y al final un sofrito con ajo, cebolla y pimentón.

—¿Están muy fuertes? —preguntó para aliviar su conciencia.

Carlos le dio la respuesta que deseaba oír:

—No —contestó—, están como siempre.

Caldas le dijo que tomaría un plato pequeño, recogió su copa y fue a sentarse en su mesa, en la esquina. Apoyó la espalda contra el muro de piedra que muchos pintores célebres, habituales de las tertulias instauradas alrededor de la estufa y los barriles de vino, habían ido llenando de arte durante décadas.

Mientras esperaba la cena clavó la mirada en el suelo, entre sus pies. En aquella misma postura había visto refugiarse a Alicia Castelo. Recordaba su alivio al saber que ellos tampoco creían que su hermano se hubiese suicidado.

El inspector buscó en un bolsillo del pantalón su teléfono móvil y lo dejó sobre la mesa. Carlos se acercó con los garbanzos humeando en una pequeña cazuela de barro.

—¿Cómo va tu tío? —preguntó.

—No demasiado bien.

—Ten cuidado: quema —le previno al dejar la cazuela sobre la mesa—. ¿Y tu padre?

—Iba a llamarlo ahora —contestó Leo Caldas comprobando en su reloj que eran casi las nueve y media de la noche.

—Dale saludos —le pidió Carlos antes de volverse hacia la barra.

No había encontrado el momento para acercarse al hospital en toda la tarde y quería hablar con su padre para preguntarle cómo había pasado el día su tío Alberto y, sobre todo, para saber cómo estaba él. Por la mañana le había agradecido el viaje a Vigo con una fulgurante despedida, sin ofrecerle siquiera la posibilidad de verse para comer. Le debía una disculpa, de modo que encendió un cigarrillo y pulsó el botón de llamada en su teléfono móvil.

—¿Cómo estás? —preguntó.

—Bien —contestó el padre—. En casa ya, desintoxicándome de tanto coche y tanto ruido. No sé cómo podéis vivir ahí.

—Al final no tuve ocasión de acercarme a ver al tío —se excusó Caldas—. ¿Cómo lo encontraste?

—Por la tarde estuvo bastante entretenido —respondió—. En parte gracias a ti: oímos tu programa de radio.

—Me alegro de que sirva para algo —dijo, sin repetirle que él no era más que un colaborador en el programa.

—Por cierto, nos gustó la música nueva que ponéis cuando piensas.

Caldas estuvo a punto de colgar el teléfono.

—¿Ah, sí?

—Sí, mucho —aseguró el padre—. Me parece un acierto, y a tu tío también. ¿Fue idea tuya?

Caldas se llevó a la boca el cigarrillo para no contestar.

—Me llamaste, ¿verdad? —consultó luego.

—Sí, desde el hospital. Precisamente cuando no descolgaste nos dimos cuenta de que estarías en la emisora y encendimos la radio.

—Ya.

—Era sólo para preguntarte el nombre del concejal ése que fue compañero tuyo de colegio.

¿Por qué querría saber su padre el nombre de aquel majadero?

—Pedro —respondió—, Pedro Moure.

—Ya, Moure. Luego lo recordé.

La última ocasión en que se lo encontró, después de años en los que el saludo más afectuoso había sido un ligero alzamiento de cejas, Pedro Moure cruzó la calle y se abalanzó sobre él para abrazarlo. Aquel día Leo Caldas comenzó a preocuparse por la dimensión que estaba tomando
Patrulla en las ondas
.

—Si necesitas algo en el Ayuntamiento, conozco más gente. Pedro Moure es un cretino.

—Por eso mismo necesitaba su nombre, Leo. ¿Recuerdas que estoy poniendo al día mi libro de idiotas?

¿Sólo le había llamado para eso?

—Algo me habías dicho, sí —musitó Caldas, ocultando su perplejidad—. ¿Vendrás a Vigo mañana?

—Sí, claro. Estaré toda la tarde en el hospital.

—Yo tengo que ir a Panxón a primera hora. Cuando esté de vuelta te llamo. A ver si podemos comer.

Aún no había dejado el teléfono en la mesa cuando volvió a sonar. Caldas leyó en la pantalla el número del despacho de Guzmán Barrio.

—¿Todavía estás ahí?

—Sí, tengo dos noches seguidas de guardia —se lamentó el forense—. ¿Puedes hablar?

—¿Ha pasado algo grave?

—Grave no —dijo el doctor Barrio—, pero sí curioso. ¿Recuerdas la sustancia que encontramos en el bolsillo del ahogado, la que me supo a sal?

Caldas permaneció callado, esperando que el propio forense contestase a su pregunta.

—Pues acaba de llegarme el análisis: es sal —dijo Barrio.

—¿Sal?

—Lo que oyes. No me preguntes el motivo, pero ese tipo guardaba en el bolsillo una bolsita hermética con sal.

—¿Y la sangre?

—Limpio —dijo escuetamente el médico, confirmando lo que Alicia Castelo le había contado.

Cuando colgó, Caldas se comió los garbanzos que el plato de barro mantenía calientes. Carlos se acercó a su mesa con una botella de vino blanco y una copa vacía. Tomó asiento, se sirvió y rellenó también la copa del inspector.

—Estaban buenos, ¿eh? —preguntó mientras se encendía un cigarrillo y señalaba la cazuela, tan limpia como si la acabasen de fregar.

—Buenísimos —respondió el policía, y se volvió hacia la mesa donde los catedráticos continuaban su tertulia—. ¿Siguen hablando del oyente de las multas de tráfico?

—No, ya no —respondió Carlos con una sonrisa.

Leo Caldas pensó en voz alta:

—¿Para qué crees que llevaría un tipo escondida en la ropa una bolsita con sal?

Carlos se llevó un puño cerrado a la barbilla y estuvo cavilando durante unos segundos. Caldas estuvo a punto de tararearle la melodía que Losada ponía en el programa para entretener a la audiencia mientras él pensaba.

—No lo sé —dijo finalmente el dueño de la taberna, sirviendo vino de nuevo—. ¿Para qué?

—Yo tampoco lo sé, Carlos. No era un acertijo.

—¿Entonces?

—Un cliente —explicó lacónico el inspector—. Llevaba escondida una bolsita de plástico llena de sal.

—Pues ni idea.

Permanecieron unos minutos sentados en la mesa del fondo de la taberna Eligio, fumando y compartiendo silencio y sorbos de vino.

Cuando terminó el cigarrillo, Caldas pagó su cena y se marchó a casa.

Desvelar:

1. Quitar o impedir el sueño, no dejar dormir. 2. Poner gran cuidado y diligencia en alguna cosa. 3. Descubrir, poner de manifiesto.

A las seis y media de la mañana del martes, cuando sonó el despertador, Caldas llevaba un rato despierto en la cama, escuchando a oscuras las gotas de lluvia que se desprendían de las cornisas y estallaban en el patio. Los garbanzos del Eligio eran algo excepcional, pero la noche había transcurrido entre pesadillas, vueltas en la cama y viajes a la cocina para beber agua. Camino de la ducha, juró no volver a pedirlos después del mediodía.

Su padre, la mascarilla verde de su tío Alberto y el libro de idiotas habían ocupado la mente de Caldas en muchos de los momentos de desvelo. En todos había recordado el colgante de Alba, las dos esferas metálicas que entrechocaban produciendo aquel tintineo que tanto añoraba. Ella le contó una noche que su sonido tranquilizaba a los niños en el vientre de sus madres, y Leo se dio la vuelta. Hasta que dejó de escucharlas no fue consciente de que, en realidad, le serenaban a él.

También había encontrado un hueco para el marinero ahogado, los golpes en su cabeza rubia y sus manos amarradas con aquella brida de color verde que se hendía en la carne.

El forense suponía que el marinero había recibido en primer lugar el impacto en la nuca. Le habían sacudido con una barra con una bola en el extremo, y de modo tan violento como para hacerle perder la consciencia. Luego, cuando ya se había desvanecido, le habían atado las manos y lo habían arrojado por la borda. Sin embargo, había algo que no encajaba en aquella reconstrucción: habían visto partir a Justo Castelo en su barca y, al parecer, iba solo. Por más vueltas que le daba, Caldas no entendía cómo habían podido sorprenderlo acercándose desde otra embarcación. Se dijo que tal vez alguien se había tendido en cubierta, entre las nasas, y había esperado agazapado el momento de lanzarse sobre él. Sin embargo, Castelo había zarpado una madrugada lluviosa, cuando tendría que estar descansando. ¿Cómo podía su asesino saber que se iba a hacer a la mar el domingo por la mañana?

Todavía era noche cerrada cuando las luces del coche de Estévez se detuvieron frente a su casa.

—Buenos días —dijo el inspector al abrir la portezuela.

—Sí, muy buenos —gruñó Estévez, con la vista en las gotas de lluvia fina que se esparcían sobre el parabrisas y sólo necesitaban unos segundos para cubrirlo completamente.

—¿Sabes llegar a Panxón? —preguntó Caldas mientras se recostaba en el asiento del copiloto y abría una rendija en su ventanilla.

Estévez le lanzó una mirada de desdén, arrancó y condujo el vehículo pendiente abajo. Fueron a desembocar frente al puerto pesquero, que asistía a los momentos finales de su jornada de trabajo cuando el resto de la ciudad todavía se desperezaba. Los últimos camiones se alineaban junto a los muelles, impacientes por recibir su carga de pescado para poder partir. Al otro lado de la calle, apoyados en la barra del Kiosco de las Almas Perdidas, marineros y estibadores calentaban sus estómagos y compartían confidencias antes de marcharse a descansar. Mientras, escuadrones de gaviotas revoloteaban por todas partes solicitando ruidosamente su almuerzo.

El coche de los policías dejó atrás el puerto pesquero y circuló frente a los astilleros, donde el resplandor de los soldadores alumbraba las entrañas de los buques en construcción.

El inspector cerró los ojos y Estévez encendió la radio, que en aquel momento adelantaba las noticias locales. El boletín no hizo referencia al marinero ahogado. Se limitó a informar de la previsión meteorológica y el aumento de peatones atropellados en las calles de la ciudad.

—Pues yo hace tiempo que no atropello a nadie —comentó Estévez de pronto—. La última vez fue en Zaragoza, pero ya hace más de tres años.

Los párpados de Leo Caldas se abrieron como impulsados por un resorte.

—No lo echarás de menos… —inquirió.

—No diga tonterías, ¿quiere?

—Pues mejor. Mientras estés a mis órdenes te prohíbo atropellar a nadie.

Continuaron por la orilla del mar hasta tomar la circunvalación de la ciudad, casi libre de tráfico tan de mañana, y abandonaron Vigo por la carretera de la costa.

La calzada dejaba la ría a la derecha y se acercaba a todos los pequeños puertos que se sucedían en el litoral. Había sido asfaltada sobre los raíles de los tranvías que un alcalde iluminado decidió jubilar décadas atrás, sustituyendo los vagones eléctricos por modernos autobuses de gasoil.

Dejaron atrás la isla de Toralla, cuya torre guiaba a los marineros en la oscuridad como un faro más, y siguieron avanzando hasta que una montaña se dibujó sobre el mar. Detrás de la silueta negrísima de Monteferro aguardaba el puerto de Panxón, el final del trayecto.

Descubrir:

1. Quitar la tapa o la cobertura de algo cerrado u oculto de manera que se vea lo que hay dentro o debajo. 2. Manifestar algo oculto. 3. Encontrar una cosa cuya existencia se desconocía. 4. Encontrar una nueva fórmula o explicación científica de los fenómenos de la naturaleza mediante la experimentación, la observación y la reflexión. 5. Quitarse el sombrero u otra prenda que cubra la cabeza.

Llegaron a Panxón cuando el reloj del inspector aún no había marcado las siete y cuarto, y encontraron el edificio de la lonja todavía cerrado y sin rastro de actividad en el exterior.

—¿Seguro que hacía falta madrugar tanto? —masculló Estévez mirando a su alrededor—. Esto está desierto.

Caldas no contestó. Era la tercera vez que su ayudante protestaba por el mismo motivo, y si a Estévez se le había metido en la cabeza que habían ido más temprano de lo debido, nada le haría cambiar de opinión. Por lo demás, su ayudante tenía razón: allí no había un alma.

La lonja estaba en una calle cortada que, dejando las casas a la derecha y el mar a la izquierda, moría en un pequeño club náutico. Más allá comenzaba el espigón de piedra que abrigaba el puerto.

—Ya aparecerá alguien —dijo el inspector—. Aparca allí delante.

Estévez avanzó hasta detener el automóvil frente al mar. Como la lluvia no había cesado, permanecieron en el interior del coche, con el limpiaparabrisas en marcha y las luces apagadas, contemplando los pocos barcos que dormían en el puerto.

En Panxón no había pantalanes. Las embarcaciones se amarraban a
muertos
, boyas que flotaban sujetas por cadenas a bloques de hormigón hundidos en el fondo. La mayor parte eran gamelas y otros barcos de pesca pequeños, aunque se adivinaba un mástil en la oscuridad.

Caldas recordaba que durante el verano, cuando los cascos de motoras y veleros se apiñaban sobre el agua, un chico recorría el puerto en una lancha neumática embarcando tripulantes o devolviéndolos a tierra. Sin embargo, bajo la lluvia, muchas boyas se balanceaban vacías, resignadas a permanecer huérfanas hasta el año siguiente, cuando los veraneantes volvieran a ocuparlas con sus embarcaciones de recreo.

Una rampa de piedra descendía desde la calle hasta el agua frente al edificio de la lonja. En su parte superior, junto a los coches aparcados, algunos botes de madera descansaban a resguardo de la pleamar.

Detrás de la rampa comenzaba la playa, que se extendía hasta la falda del monte Lourido, formando un arco inmenso sólo quebrado por un regato que desembocaba entre la arena dividiendo la playa en dos mitades.

Monteferro y las islas Estelas proporcionaban un abrigo natural al puerto de Panxón. Allí la playa estaba resguardada y apenas presentaba oleaje. En cambio, a medida que se alejaba del pueblo quedaba desguarnecida, tan abierta al Atlántico que los viejos marineros aseguraban que América era el primer obstáculo en la ruta si se navegaba en línea recta hacia el oeste. Por eso, al cruzar el riachuelo el arenal dejaba de llamarse Panxón y pasaba a ser Playa América.

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