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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

La playa de los ahogados (3 page)

BOOK: La playa de los ahogados
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—¿Esto no te parece cualquier cosa? —el padre extendió los brazos hacia las laderas pobladas de cepas que el camino dividía en dos—. A mi edad, la única manera de estar tranquilo, de no darle demasiadas vueltas a la cabeza, es mantener la mente ocupada en algo. Lo otro es sentarse a esperar que el tiempo pase y haga su trabajo, resignarse a vivir la vida a través de otros.

Leo Caldas tenía la sensación de haberle estropeado la mañana. Le pesaba haber hablado de más. Sin embargo, su padre añadió con una sonrisa:

—Además, los jubilados no tienen vacaciones.

En la cocina su padre sirvió dos tazas de café del termo. Añadió unas gotas de leche y azúcar a una de ellas y le alargó la otra.

—¿Salimos? —preguntó, señalando la puerta del patio mientras rebuscaba en la encimera.

En el patio se cruzaron con María, que volvía a la casa con la escoba en la mano.

—María no se pierde
Patrulla en las ondas
—le informó el padre.

—Sí, sí, ya me contó —respondió Caldas torciendo la boca en lo que pretendía ser una sonrisa.

Bordearon la casa y fueron a apoyarse en el antepecho de piedra del mirador. El padre iba a comentar algo cuando comenzó a sonar el timbre del teléfono móvil del inspector, que suspiró profundamente al leer el nombre de Rafael Estévez en la pantalla.

—¿Trabajo? —musitó el padre.

—Mi ayudante —confirmó Leo Caldas, separándose unos metros y buscando el tabaco en el bolsillo de su pantalón antes de contestar.

—¿Cómo ha ido todo? —dijo mientras sostenía un cigarrillo entre los dientes al que acercó la llama de su encendedor.

—Aún estoy en el puerto éste.

—¿Con el ahogado?

—Parece que lo ayudaron a ahogarse.

—¿Y eso?

—Tiene las manos atadas.

Con cierta frecuencia, los suicidas que se lanzaban al agua se ataban las manos o los pies para tener la seguridad de que se cumpliría su propósito.

—Pudo hacerlo él mismo —apuntó el inspector.

—No, jefe. No me pregunte por qué, pero el forense cree que ese hombre ni se suicidó ni murió pescando truchas.

—Truchas en el mar hay pocas —dijo Caldas lacónico.

—Usted ya me entiende.

—Ya.

Leo dio una calada al cigarrillo con la sensación de que se iba a arrepentir de no haber podido acompañar a su ayudante.

—¿Se sabe quién era?

—Un hombre del pueblo. Un marinero de Panxón. Van a trasladar el cuerpo a Vigo para identificarlo y hacerle la autopsia. También va a acercarse hasta aquí alguien de la UIDC, por si hubiera rastros.

—¿Nadie lo ha reconocido?

—Con convencimiento, no. Ya sabe cómo es esta gente —comentó Rafael Estévez, quien meses después de su traslado a Galicia aún no lograba acostumbrarse a la ambigüedad con que solían expresarse sus nuevos vecinos.

—A ver si logras que te confirmen algo —dijo, y conociendo el apasionamiento con que su ayudante era capaz de emplearse, se arrepintió al instante de haberlo hecho—. Pero con cariño, Rafa —añadió—. No quiero líos.

—Por eso no se preocupe, jefe. Déjeme a mí —dijo el ayudante antes de colgar, en un tono que estaba lejos de sonar tranquilizador.

Leo Caldas volvió junto a su padre y recogió la taza que había apoyado en la barandilla de piedra.

—¿Se va acostumbrando a esto tu ayudante?

Caldas dio un sorbo a su café:

—No creo que llegue a hacerlo nunca.

El padre esgrimió su bolígrafo dibujando trazos imaginarios en el aire.

—¿Quieres que le apunte en mi libro? —preguntó, como si no existiese un castigo más cruel.

Como Leo Caldas no contestaba añadió:

—Siempre se le puede borrar más adelante. No sería el primero que tacho.

—Es igual —dijo el inspector, y su padre percibió en su rostro una huella de preocupación.

—¿Pasa algo, Leo?

—Un cliente —respondió chasqueando la lengua.

—¿Asesinado?

—Podría ser —dijo Caldas.

—¿Prefieres que volvamos a Vigo ahora? —se ofreció.

—No te preocupes —respondió Caldas, consciente de lo poco que seducía a su padre pasar más tiempo del imprescindible en la ciudad.

—Intentaría entrar a ver a tu tío esta misma mañana.

—No hace falta, de verdad.

—A mí casi me vendría mejor, Leo —insistió el padre—. Tengo cosas que hacer aquí por la tarde.

—Entonces, de acuerdo —contestó agradecido, sabiendo que su padre mentía.

Entre tanto el inspector terminaba su cigarrillo, permanecieron observando desde lo alto el desfile de postes blancos a los que se sujetaban las viñas.

—Está bonito, ¿verdad? —dijo el padre con aire orgulloso.

—Sí —susurró Caldas—, y eso que el otoño no le sienta bien a la viña.

El padre recogió las dos tazas vacías y se dirigió a la casa. Leo le oyó preguntarse en voz alta:

—¿Y a quién le sienta bien el otoño?

Abordar:

1. Acercarse una embarcación a otra hasta tocarla, de forma voluntaria o por accidente. 2. Atracar una embarcación en el desembarcadero o en el muelle. 3. Dirigirse a alguien para hablar de un asunto o para pedirle algo. 4. Empezar a hacer una cosa determinada.

Una calle antes de llegar a la comisaría, con un pretexto absurdo, Leo Caldas se apeó del automóvil aprovechando un semáforo en rojo. No eran días fáciles para su padre y, viendo el coche perderse entre el tráfico de la ciudad de Vigo, se arrepintió de haberse marchado tan apresuradamente.

Poco después de partir desde la finca habían intercambiado algunas frases refiriéndose a su tío, lamentando la enfermedad que lo consumía desde dentro obligándole a pedir el aire prestado a una máquina. Hicieron el resto del trayecto en silencio. Leo con los ojos cerrados. Su padre con la vista en la carretera y la mente en el hospital.

Fue ya en la ciudad, mientras descendían por sus calles en pendiente hacia la comisaría, cuando el padre del inspector se interesó por Alba. Para zanjar la conversación, Leo le contó que no sabía nada nuevo, que no tenía noticias de ella desde hacía varios meses. Sin embargo, su padre continuó preguntando una y otra vez pese a no encontrar más que evasivas en las respuestas de su hijo. ¿Por qué insistía siempre en abordar las cuestiones más incómodas en el último momento? Si el propósito era prolongar sus encuentros, ya debería haber escarmentado. Aquellas preguntas molestas de última hora sólo lograban precipitar sus despedidas dejándoles a ambos un regusto amargo.

Caldas entró en la comisaría y caminó hasta el fondo de la sala por el pasillo que formaban las dos hileras de mesas. Abrió la puerta de cristal esmerilado de su despacho, colgó su impermeable en el perchero y se dejó caer en su butaca negra.

Con la mirada atravesando las pilas de papeles que se amontonaban sobre su mesa, continuó pensando en su padre hasta que el comisario Soto entró en su despacho y lo devolvió a la realidad.

—¿Qué tal en Panxón?

—No me dio tiempo a ir, comisario. Estévez está ocupándose del tema.

—¿Has mandado a Estévez solo a un levantamiento? —preguntó el comisario Soto.

Cuando el silencio de Caldas se lo confirmó, el comisario movió la cabeza de un lado a otro en un gesto de incredulidad y se marchó mascullando.

Caldas descolgó el teléfono para marcar el número de Olga y pedirle que dirigiese a Estévez a su despacho en cuanto lo viese aparecer por la comisaría.

Permaneció sentado ante su escritorio, desoyendo a su estómago, que le avisaba ruidosamente del retraso en la hora de la comida. Aprovechó para revisar algunos de los papeles que acumulaba sobre la mesa, realizando anotaciones a lápiz en los márgenes, y devolviéndolos a un nuevo montón. Cada vez que dejaba un documento consultaba su reloj y levantaba la mirada hacia la puerta. En unas ocasiones se preguntaba cómo se estaría desenvolviendo su ayudante en el levantamiento del ahogado. En otras, volvía a pensar en su padre y en su súbita despedida.

A las tres menos cuarto, cuando hojeaba las declaraciones de los testigos del atraco a una joyería situada en la calle del Príncipe, la más comercial de la ciudad, la enorme silueta de Rafael Estévez oscureció el cristal de la puerta.

—Menuda mañanita, jefe —resopló su ayudante al entrar.

Caldas estaba hambriento. Además, prefería escuchar en otro lugar lo que Estévez tuviera que contarle, a salvo de interrupciones. Coronó un rimero de papeles con los testimonios del robo y se levantó.

—¿Has comido? —quiso saber—. Te invito.

—Gracias, pero dudo que pueda probar bocado —respondió Estévez—. No se imagina cómo estaba ese tipo.

Antes de que su ayudante intentase ahondar en los detalles, Caldas descolgó su impermeable, lo dobló sobre su antebrazo y giró el pomo de la puerta.

—¿Te importa ponerme al tanto mientras como algo? —pidió—. Sólo tengo en el estómago el café del desayuno, y como tardemos un poco más no me van a dar de comer.

—Hoy no llueve —dijo Estévez señalando la gabardina.

—Lo sé —contestó el inspector, y salió con paso apresurado de su oficina.

Rafael Estévez lo siguió por la comisaría hasta la calle, donde el sol acababa de encontrar un hueco entre las nubes.

Cruzaron la Alameda pisando un manto de hojas caídas y se adentraron en la calle del Arenal caminando frente a sus elegantes edificios de piedra. Las galerías de hierro forjado de las fachadas, asomadas desde hacía algunas décadas a los contenedores del puerto de mercancías, aún parecían preguntarse dónde estarían escondidos la playa y el mar.

El bar Puerto todavía estaba abarrotado. Como cada mediodía, sus mesas mezclaban corbatas, trajes de faena azules y ropas gruesas de marinero. Caldas echó un vistazo a los platos que se vaciaban en las más cercanas.

—Lástima que no tengas apetito —comentó.

—Le salía espuma por la nariz… —recordó Estévez, y arrugó la cara con desagrado.

—Después, Rafa —dijo el inspector. Ya tendría tiempo de escuchar los detalles más macabros del asunto cuando hubieran terminado la comida.

Cristina se acercó a recoger una botella de aguardiente en la barra situada a unos pasos de la entrada.

—¿Aún nos podemos sentar? —preguntó el inspector levantando la voz sobre el barullo de las conversaciones cruzadas.

—Aquí siempre hay algo para una estrella radiofónica —respondió la camarera con sorna. Luego se dirigió con la botella hacia el fondo del comedor para que dos estibadores, habituales como Caldas a mediodía, aliñaran el café con que cerraban el almuerzo.

Cuando regresó, señaló dos huecos en las mesas corridas.

—¿Preferís ésta o aquélla?

En la más próxima, tres veteranos hombres de mar se sentaban junto a un joven de traje oscuro que devoraba a partes iguales la sopa y un periódico deportivo. En la otra, estaban los estibadores a quienes Cristina había llevado el aguardiente.

—La del fondo —escogió Caldas—, ¿y podrías no sentar a nadie más en nuestra mesa cuando se levanten esos dos?

—No te preocupes, Leo. A estas horas ya no aparece por aquí más que algún despistado.

Al dirigirse hacia su mesa pasaron junto a la cocina. Varios pucheros pendían sujetos por unos ganchos en la pared de azulejo blanco, como esperando su turno para hervir sobre los fogones. Las mellas del metal revelaban que aquellas ollas habían sido utilizadas durante años, pero relucían como si hubiesen sido sumergidas en abrillantador.

Se detuvieron ante el mostrador de un metro escaso de altura que separaba el comedor de la cocina. El inspector se agachó para observar el expositor donde habitualmente se exhibían los mariscos. Estaba vacío.

—No busque. Los lunes no hay marisco —le advirtió una de las cocineras desde el otro lado del mostrador. Estaba fregando una de las cazuelas bajo el grifo antes de devolverla a su lugar en la pared.

—¿Con qué las limpian para que brillen tanto? —preguntó Rafael Estévez señalando el cacharro que frotaba la mujer.

—Con mucho esfuerzo,
fillo
—respondió la cocinera—. Si se anima… —añadió, ofreciendo al policía el puchero cubierto de espuma.

Estévez declinó la invitación con una sonrisa y siguió a Caldas hasta el fondo de la sala. Intercambió una mirada con los estibadores que compartían mesa y se retrepó en la silla situada frente al inspector.

Cristina acercó una sopera que colocó entre los dos. Al destaparla, un humo blanco repleto de aromas marinos se derramó sobre el mantel e hizo que Estévez se incorporara moviendo las aletas de la nariz.

La camarera regresó trayendo en una mano una jarra helada de vino blanco y, en la otra, los platos, vasos y cubiertos en equilibrio.

—Rafael no necesita plato —le dijo Caldas—. No tiene apetito.

Estévez miró la sopera como el niño que busca en el cielo el globo que acaba de soltarse del hilo.

—¿Se lo dejo por si acaso? —preguntó Cristina.

—Por si acaso —accedió Estévez.

Caldas se sirvió y devolvió el cucharón a la sopera. Estévez le echó mano de inmediato.

—Creí que no ibas a poder probar bocado —observó el inspector.

—Un poco de sopa no puede sentar mal a nadie —respondió el ayudante llenándose el plato casi hasta el borde.

Caldas sopló para enfriar la primera cucharada antes de llevársela a la boca:

—En eso tienes razón.

Rafael Estévez ya había repetido y se contenía para no servirse sopa una tercera vez cuando Cristina acudió para tomar nota del plato principal. Les ofreció bacalao a la gallega o chocos en su tinta con arroz. Leo Caldas pidió los chocos.

—¿Usted va a querer algo más? —preguntó Cristina a Estévez.

La sopa había arrinconado el recuerdo de la espuma del ahogado y devuelto al policía su voracidad habitual, de manera que contestó:

—¿Qué me recomienda?

—Los choquitos están saliendo muy buenos —dijo Cristina. Y casi al instante añadió—: Y el bacalao tiene mucho éxito también.

Dejó colgando las palabras y Estévez la miró fijamente esperando su veredicto. Tras unos segundos, viendo que éste no se producía, preguntó:

—¿Entonces?

—Son distintos —se limitó a decir la camarera.

—Eso ya lo sé. Pero alguno estará mejor —insistió el aragonés.

—Los dos están muy ricos —contestó Cristina con una sonrisa franca—. ¿A usted qué le gusta más?

—Olvídelo —refunfuñó el policía al ver que no iba a obtener la respuesta que buscaba—. Tráigame lo mismo que a él: los chocos ésos…, y un poco de ensalada.

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