Allí, sin el resplandor del pueblo ni farolas iluminando el paseo, la línea de la costa sólo se distinguía por el rastro blanco de espuma que dejaban las olas en la oscuridad al romper sobre la arena.
Leo Caldas recordaba un mes de agosto en que habían acudido allí con frecuencia. Si la marea estaba baja, Alba recorría la playa de punta a punta, por la orilla, empeñada en apoyar su mano en los dos muros que la delimitaban, como si el paseo no fuese completo de no hacerlo. Él la acompañaba, pero se detenía antes de alcanzar cada uno de los extremos. Doblegaban su determinación tanto las algas que cubrían la arena húmeda al aproximarse al muro de Playa América como las conchas que le arañaban las plantas de los pies descalzos cerca de la pared de la rampa del puerto de Panxón.
A Caldas le asombraba comprobar cómo otros muchos paseantes compartían con Alba aquel empeño absurdo por caminar hasta tocar los muros, como si sus huellas fuesen a quedar marcadas sobre la piedra para toda la eternidad.
—¿Está seguro de que hoy hay lonja, jefe? —murmuró el aragonés después de unos minutos, devolviéndolo de los paseos estivales a la mañana lluviosa de otoño.
Leo Caldas pasó la vista por el puerto vacío y le asaltó la duda. ¿Y si la lonja no abriese aquella mañana en señal de duelo por el marinero ahogado? No había reparado en esa posibilidad hasta entonces, pero ahora le parecía natural que un puerto de tan escasas dimensiones como el de Panxón cesase su actividad ante la muerte de uno de los pescadores.
—Claro —contestó, y se hundió en su asiento. Trató de hallar una disculpa convincente que ofrecer a su ayudante, pero fue descartando todas las que se le ocurrieron. Ya estaba resignado a sufrir un viaje de vuelta a Vigo repleto de reproches cuando, casi de manera simultánea, dos luces doblaron la punta de la escollera y enfilaron el puerto.
El primero de los barcos apagó el motor al aproximarse a una boya a la que ya estaba amarrada una diminuta chalupa de madera. La silueta del marinero se incorporó sobre la borda y hundió el bichero en el agua para recoger un cabo.
Una bombilla colgada como un candil sobre la cubierta les permitía ver su rostro arrugado. Algunos mechones de pelo blanco se escapaban del gorro oscuro que lo protegía del frío y la lluvia.
Se acordó de la novela policíaca de una autora francesa que Alba le había regalado un par de años atrás. Hacía tiempo que había olvidado la trama, pero recordaba a Joss, uno de sus personajes. Era un marinero alejado del mar que se ganaba la vida como pregonero en una plaza de París. Leía en voz alta los mensajes que los vecinos le hacían llegar y, al final de cada pregón, narraba un naufragio. Describía las características del barco y las condiciones del mar, y la gente contenía la respiración esperando el balance de víctimas del hundimiento. Leo disfrutaba imaginando los suspiros de alivio de los presentes cuando Joss concluía: «Sin muertos ni desaparecidos».
Después de asegurar el barco, el marinero comenzó a volcar el contenido de las nasas en un capazo para poder trasladar las capturas nocturnas a tierra. La misma operación se repetía más lejos, en el otro barco que había regresado de faenar.
Varias gaviotas revoloteaban sobre ellos, y por la ventanilla abierta del inspector se colaban sus gritos reclamando que alguna pieza fuese devuelta al agua y el olor penetrante de la marea baja.
—Se llama Ernesto Hermida —dijo Estévez.
—¿El viejo? —preguntó Caldas.
—No, la gaviota —refunfuñó el aragonés—. Menuda pregunta.
Caldas sonrió y dirigió la vista al marinero. A medida que limpiaba las nasas, las iba colocando en orden para facilitar la tarea de largarlas otra vez al mar al día siguiente.
Tras vaciar la última, apagó la lámpara y la noche se cernió sobre su embarcación.
—¿Y? —preguntó entonces Estévez.
—¿Y? —respondió Caldas, sin saber a qué se podía referir su ayudante.
El aragonés señaló el barco del viejo con un aspaviento.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
Leo Caldas le miró de reojo.
—¿Esperabas que lanzase unos cohetes al terminar?
—Claro que no, coño —protestó Rafael Estévez—. Pero si deja el barco atado a la boya, ¿cómo va a venir el tal Hermida hasta aquí? ¿Nadando?
—¡Ah! —el inspector se encogió de hombros. No había rastro del chico que desembarcaba a los veraneantes ni de su lancha de goma—. Supongo que no.
Volvieron a ver a Ernesto Hermida remando hacia la rampa en el bote de madera que antes dormía amarrado a la boya. Una mujer tan mayor como él esperaba al borde del agua, de pie sobre la piedra oscura descubierta por la marea. Llevaba un mandil blanco sobre la ropa y sostenía un paraguas negro que la protegía de la lluvia. Algunas gaviotas habían planeado hasta la rampa y la escoltaban posadas en la piedra.
Al llegar a ella, el marinero le tendió el cestón con las capturas. La mujer lo recogió con dificultad y lo dejó caer en el suelo, junto al paraguas abierto. Luego, cuando el viejo saltó a tierra, subieron el capazo con la pesca por la rampa. Cada uno sostenía un asa.
—¿Vamos? —preguntó Estévez señalando las luces encendidas del edificio de la lonja.
En el mar se había apagado también la bombilla que iluminaba el otro barco. Caldas consultó su reloj. Faltaban más de veinte minutos para que comenzase la subasta y prefirió aguardar en el coche.
La chalupa del otro compañero del marinero muerto apareció entre los barcos poco después. El bote parecía más pequeño que el del viejo, como de juguete.
—Ése se llama Arias —le indicó Rafael Estévez, y luego añadió—: Es más alto que yo.
Arias no necesitó ayuda para trasladar su pesca. Sin esfuerzo aparente, cargó un cesto en cada mano y comenzó a caminar rampa arriba.
Cuando los policías le vieron cruzar la calle y entrar en la lonja, salieron del coche.
1. Cualidad por la que una persona o cosa es apreciada o bien considerada. 2. Alcance de la significación, importancia o validez de una cosa. 3. Precio de una cosa. 4. Persona que tiene buenas cualidades o capacidad para alguna cosa. 5. Determinación para enfrentarse a situaciones arriesgadas o difíciles.
Sobre la puerta de la lonja, en letras en relieve, se leía: «Plaza de abastos municipal, 1942». La fachada de piedra, de una sola altura, escondía una nave diáfana con el suelo de cemento pintado de verde. Una mesa de metal alargada ocupaba el centro de la sala, bajo un letrero que advertía: «Prohibido comer, beber, fumar y escupir».
Junto a la báscula, José Arias estaba arrodillado sobre uno de sus capazos. Los policías se acercaron y vieron que en el cesto se apiñaban decenas de nécoras. El enorme marinero las iba levantando una a una sujetándolas con firmeza por las patas traseras para evitar la amenaza de sus pinzas y las distribuía en diferentes bandejas de plástico en función de su tamaño y estado. Las más grandes en una bandeja y las medianas repartidas en dos. Las de menos valor, las menudas o aquellas que habían perdido alguna pata, en otra. Separó unas pocas en una bolsa de plástico que cerró y dejó en el suelo, apoyada contra la pared. Caldas supuso que las de la bolsa serían para su casa.
Después de clasificar las nécoras, se acercó al otro cesto, en el que saltaban cientos de camarones. Los repartió volcándolos en tres bandejas que luego limpió minuciosamente, desechando los ejemplares muertos y apartando algas, cangrejos pequeños y estrellas de mar. Cuando terminó, fue subiendo cada bandeja a la báscula para que el subastador marcase su peso. Luego las colocó sobre la mesa de metal.
A pocos metros, Ernesto Hermida y la mujer del mandil también separaban sus capturas. En sus nasas sólo habían entrado nécoras. Las repartieron, pesaron y trasladaron a la mesa junto a las de Arias. El viejo también había sacado del mar algunos pescados, seis abadejos y dos reos que colocó en otra bandeja antes de apartarse con la mujer a esperar el comienzo de la subasta.
Caldas vio a un hombre de largas patillas grises y a dos mujeres inclinados sobre la mesa. Examinaban concienzudamente la pesca, y supuso que estarían eligiendo aquellas bandejas por las que merecía la pena pujar.
Otros dos hombres, tan mayores como Hermida, no parecían interesados en la subasta. Desde el umbral de la puerta miraban la lluvia y el mar.
El trabajo había llevado a Caldas en alguna ocasión a la lonja de Vigo. Siempre le sorprendía el bullicio de las subastas, el trasiego de barcos, cajas, camiones y gente. Le gustaba escuchar los gritos y las risas de los hombres de mar sabiendo que afuera la ciudad dormía indiferente al desvelo de aquellas criaturas nocturnas. Sin embargo, aquella mañana, en la lonja de Panxón sólo alteraba el silencio el rumor de las olas al quebrarse sobre la playa, e imaginó que era el cadáver aún caliente de Castelo quien los callaba.
El subastador se acercó a la mesa, se pasó las manos por la perilla negra que ceñía su boca y señaló las bandejas en las que se agitaban los camarones que habían caído en las nasas de Arias.
—Camarón muy bueno —anunció—. Empezamos en cuarenta y cinco euros. Cuarenta y cinco, cuarenta y cuatro y medio, cuarenta y cuatro, cuarenta y tres y medio, cuarenta y tres…
Panxón era un puerto menor, con tan escasos marineros como compradores. Por ello nadie había considerado necesario modernizar las subastas con dispositivos electrónicos, como en la mayor parte de los puertos gallegos. Allí el subastador todavía cantaba los precios a pecho.
—Va hacia abajo —susurró Estévez.
—Claro —respondió Caldas.
—Pues vaya un método. Con esperar…
Las dos mujeres y el hombre de las patillas parecían confirmar la teoría del aragonés, y permanecían callados mientras el subastador cantaba números cada vez más bajos.
—…treinta y dos y medio, treinta y dos…
Una de las mujeres levantó la mano:
—Yo —dijo.
La puja se detuvo y la mujer volvió a examinar las bandejas repletas de camarones para decidir cuáles iba a adquirir a ese precio. Resolvió quedarse las tres.
—Todas —murmuró, y a su lado las patillas grises del hombre envolvieron una mueca de contrariedad.
—¿Ves? —observó en voz baja el inspector—. Si esperan demasiado pueden quedarse sin nada.
El subastador señaló las nécoras y volvió a cantar. Luego subastó los pescados. Cuando finalizaron las pujas, el hombre de las patillas grises y las dos mujeres se dirigieron a la pequeña oficina que había en el lateral, donde el subastador les esperaba para cobrar la mercancía y entregarles sus facturas.
Caldas, a la puerta de la oficina, los oyó intercambiar monosílabos lamentando la muerte del pescador. Quería hablar con el subastador antes de que cerrase la lonja hasta el día siguiente, preguntarle si había notado algo extraño en el comportamiento de Justo Castelo. Luego tendría tiempo para interrogar a los dos marineros.
Miró hacia atrás para cerciorarse de que no habían abandonado la lonja y vio a Hermida en un rincón, deshaciéndose de la ropa de aguas con la que había salido al mar, pero no había rastro de Arias.
—¿Dónde está el alto? —preguntó a su ayudante.
—Estaba aquí hace un momento, con la bolsa de plástico en la mano. Habrá salido.
Caldas temió que se hubiera ido a casa, a dormir tras la noche en el barco.
—Que el otro marinero y el subastador no se muevan de aquí hasta que yo vuelva —pidió a su ayudante—. Quiero hablar con ellos.
Caminó apresurado hacia la puerta de la lonja, desde donde los dos marineros mayores contemplaban el mar en silencio.
Caldas salió a la calle y miró a los lados buscando a Arias. El alba estaba rayando y, bajo la silueta del campanario del Templo Votivo del Mar, el pueblo se despertaba. Vio a algunas personas a lo lejos caminando por el paseo, pero el pescador no había tenido tiempo de llegar hasta allí.
Se volvió hacia los marineros veteranos. No necesitó preguntar. Uno de ellos señaló con un movimiento de cabeza la rampa que descendía hasta el mar, y la mirada de Caldas encontró a Arias acuclillado al borde del agua.
1. Objeto articulado para sujetar algo constituido por una serie de eslabones enlazados entre sí. 2. Sucesión de fenómenos o acontecimientos relacionados entre sí. 3. Serie de personas colocadas a cierta distancia unas de otras para realizar una actividad en común. 4. Atadura inmaterial. 5. Atadura moral, circunstancia que condiciona u obliga a algo.
Caldas permaneció encogido en su chubasquero mientras la lluvia fina caía sobre su cabeza. A unos pasos, el pescador cubría la suya con un gorro impermeable. Había dado la vuelta a la bolsa de plástico y dejaba escapar las nécoras que llevaba en ella. Los crustáceos caían sobre la piedra y, al verse libres, corrían apresuradamente hacia el agua. Luego desaparecían.
Una nécora cayó boca arriba y Caldas observó que era una hembra repleta de huevas adheridas a su abdomen. Reconoció el mismo coral anaranjado en todas las que el pescador devolvía al mar. Se trataba de hembras a punto de desovar, cargadas con cientos de minúsculos huevos del mismo color que el traje de aguas del marinero.
—No todos hacen eso —dijo Caldas, que en demasiadas ocasiones había tenido nécoras tan llenas de huevas como aquéllas en el plato.
El hombre se encogió de hombros y agitó suavemente la bolsa con sus manazas para obligar a salir a las más rezagadas.
—No es asunto mío lo que hagan los demás —dijo con una voz que parecía salir de una cueva.
La última de las nécoras cayó de la bolsa y se perdió en el mar. Estaba oscuro, pero Arias permaneció un instante en cuclillas, mirando el agua como si pudiese verla correr por el fondo.
Cuando se puso en pie, Caldas constató que Estévez tenía razón: aquel marinero era incluso más alto que su ayudante. Aunque no tuviera la corpulencia del aragonés, era también un hombre fuerte. Tenía la piel y los ojos oscuros, y su barba sin afeitar mostraba un buen número de canas en el mentón.
—Es usted José Arias, ¿verdad?
El hombre asintió.
—¿Tiene un momento?
—Iba a subir la chalupa a tierra —dijo, señalando el pequeño bote de madera en el que había remado desde la boya. Flotaba con el de Hermida a pocos metros de la rampa. Los dos estaban amarrados a la misma argolla de metal incrustada en la piedra.
—¿Le importa si le acompaño y hablamos? Soy el inspector Caldas, de la policía. Quería hacerle unas preguntas.