En cuanto Cristina se perdió en el vocerío del comedor, Rafael Estévez protestó:
—No sé para qué coño pregunto nada a esta gente.
Estévez reparó en que Caldas le miraba en silencio desde el otro lado de la mesa.
—Perdone, jefe —se disculpó—. A veces se me olvida que es usted uno de ellos.
1. Hacer que una prenda u otra cosa quede ajustada. 2. Rodear o encerrar una cosa a otra. 3. Navegar una embarcación de manera que la proa forme el menor ángulo posible con la dirección del viento. 4. Limitarse o atenerse a determinada cosa. 5. Arrimarse mucho a un lugar.
A las cuatro de la tarde, cuando los chocos con arroz de los policías eran sólo manchas oscuras en las servilletas de papel, se levantaron los últimos clientes del bar Puerto. Caldas los acompañó con la mirada mientras se marchaban.
—Háblame del ahogado —pidió a su ayudante, tomando una cucharilla y comenzando a remover su café.
—Apareció flotando en la orilla del mar, aunque cuando llegué ya estaba tendido en la arena. Echaba espuma por la nariz y por la boca.
—Eso ya me lo has contado.
—Es que no me lo puedo quitar de la cabeza. Además, estaba helado —explicó, y apretó los dientes como si un escalofrío le hubiese recorrido el cuerpo.
—¿Pero nunca habías visto un ahogado? —se sorprendió Caldas.
—En Zaragoza a veces teníamos que recoger del río a algún suicida, pero yo nunca me acerqué demasiado. Ya sabe que no me gustan los muertos, inspector —dijo el ayudante con un asomo de timidez.
—Tampoco tú gustas demasiado a los vivos —murmuró Caldas, y, por segunda vez aquel día, le vino a la cabeza la imagen de la farmacéutica ahogada con quien tantas veces había soñado de niño—. Venga, arranca. ¿Pudiste averiguar quién era?
—Se llamaba Justo Castelo. Era un pescador vecino de allí, de Panxón. Salió al mar en su barco ayer por la mañana y ya no se le volvió a ver. Por cierto, el barco tampoco ha aparecido.
—¿Qué tipo de barco es?
—No sé…, uno de esos pequeños. El tipo faenaba solo. Pescaba nécoras y camarones con las cajas ésas de malla que se dejan en el fondo del mar. No recuerdo cómo se llaman.
—Nasas —dijo Caldas.
—Eso: nasas. Vendía el marisco en la lonja de Panxón.
—¿Mayor?
Estévez hizo un movimiento ambiguo con la cabeza.
—Poco más de cuarenta. Tengo los datos en la comisaría. Soltero, sin pareja ni hijos. Su madre vive en el pueblo, con la hermana del muerto y su marido.
—¿Hablaste con ellos?
—Estuve con la hermana, aunque no la interrogué, si es lo que pregunta. Suficiente mal rato pasó la mujer al conocer la noticia. Le expliqué que habíamos trasladado el cadáver de su hermano a Vigo, para la autopsia. Estaba preocupada por saber cuándo podrían enterrarlo y le dije que trataríamos de devolvérselo cuanto antes. Ha quedado en pasar esta tarde a reconocerlo.
A Caldas le reconfortó comprobar que su feroz ayudante era capaz de comportarse con delicadeza si la ocasión lo requería.
—¿Viste a su cuñado y a su madre?
—No. El cuñado está embarcado en un pesquero, en algún lugar de África. La madre está medio inválida. No era el día de ir de visita.
—Claro. Por teléfono me dijiste que tenía las manos atadas, ¿no?
—Eso es, jefe. Sujetas por las muñecas con una brida de plástico, como las que se utilizan para sujetar cables y tubos. Son unas tiras flexibles que en uno de los extremos tienen un agujero por el que se pasa la otra punta, de la que se tira para que quede ajustada —explicó mientras separaba en el aire una mano de la otra, como si realmente estuviese ciñendo una brida—. ¿Sabe a cuáles me refiero? Se aprietan de un tirón pero no se pueden aflojar sin romperse —dijo repitiendo el gesto una vez más.
Caldas asintió sin dejar de agitar la cucharilla en la taza. Habría preferido encender un cigarrillo, pero en el bar Puerto eran tan estrictos con el tabaco como con los tiempos de cocción del marisco, y se tuvo que conformar con remover el café.
—¿Y las piernas?
—Estaban dobladas hacia atrás, hacia la espalda. Y tiesas como las de una estatua.
—¿Pero también estaban atadas? —quiso saber el inspector.
—No, sólo estaban atadas las manos.
—¿Y el rostro?
—Hecho picadillo. Hinchado y con los ojos abiertos de par en par, como si se le hubiese aparecido un fantasma —dijo abriendo mucho los suyos—. Estaba lleno de golpes, y ya le conté lo de la espuma… —entonces cerró los párpados con fuerza para tratar de borrar su recuerdo.
Leo sabía de qué le hablaba. En una ocasión, semanas después del naufragio de un carguero, unos pescadores habían encontrado el cuerpo sin vida de uno de los tripulantes. Llevaba días batiendo contra las rocas y sirviendo de alimento a peces y crustáceos, y los forenses habían tenido que identificarlo por la dentadura.
—Estaba vestido, ¿no?
—Claro, jefe. Había ido a pescar.
Al otro lado del mostrador la cocinera acabó de limpiar la última cazuela utilizada durante la comida. Tras secarla escrupulosamente con un paño, la colgó en uno de los ganchos de la pared.
—No creo —dijo Caldas mirando a la mujer.
—¿Cómo que no cree? —se revolvió Estévez—. ¿Piensa que no sé distinguir a un tipo vestido de uno que no lo está?
—No digas tonterías, Rafa. No creo que hubiese ido a pescar —Caldas señaló el estante vacío en la vitrina que separaba la cocina del comedor—. Si los lunes no hay marisco es porque los domingos los marineros no salen a pescar.
—Pues a éste lo vieron en su barco a primera hora. Ya me dirá dónde podía ir si no.
—No lo sé. ¿Quién dices que lo vio?
—No lo he dicho —respondió el aragonés—. Alguien lo comentó esta mañana.
—¿Lo confirmaste?
—No.
Caldas consideró que tal vez fuese mejor que no hubiese tratado de comprobarlo. Estévez no se comportaba precisamente como un dócil sabueso cuando seguía un rastro. Tendrían tiempo de verificar todos los detalles llegado el momento.
—¿Sabes si tenía alguna señal en el cuerpo?
—¿Alguna? Ya le he dicho que tenía la cara llena de golpes…
—Al margen de eso, Rafa. ¿Apareció algo más al explorarlo?
Estévez dudó:
—El cuerpo estaba cubierto de algas verdes y no se veía bien…, pero yo diría que no. De todas maneras, lo estuvo examinando el forense.
—¿El doctor Barrio? —preguntó Caldas, y Rafael Estévez movió la cabeza de arriba abajo para confirmarlo.
—Además, los de la UIDC estuvieron filmándolo todo —añadió—. Ya sabe que sin la cámara ahora no van a ninguna parte.
—¿Encontraron algo?
Estévez se encogió de hombros.
—Estuvieron dando vueltas, pero si a ese tipo lo trajo el mar dudo que allí vaya a aparecer algún rastro.
—Ya —dijo Caldas, a quien tranquilizaba percibir destellos de sentido común en las palabras de su ayudante.
—Y dices que estaba en la playa de Panxón, ¿no?
—Sí, pero no en la grande sino en otra que hay detrás, entre el puerto y el monte ése que tiene un monumento en la cima.
—Monteferro —apuntó Caldas. Rafael Estévez asintió.
—Es una playa más pequeña, con la orilla llena de algas. Por lo que contaban, no es el primer ahogado que aparece allí.
—¿Sabes quién lo encontró?
—Un jubilado del pueblo, de los que salen a pasear cada mañana. Vio el cuerpo entre las algas, desde la carretera, y llamó a la policía municipal. Ellos fueron quienes nos avisaron a nosotros. Tengo su nombre en la oficina.
—¿Hablaste con él?
—Sí, claro. Con él y con otros. Pero no me contaron gran cosa. Ya sabe que aquí…
—Ya, ya sé —le cortó Caldas.
—¿Me haría un favor, jefe? —preguntó de repente Estévez.
—Claro.
—¿Le importaría dejar de hacer eso con la cucharilla? Me está poniendo nervioso.
Al instante cesaron los golpecitos al borde de la taza y el rubor calentó ligeramente las mejillas de Leo Caldas.
—Claro —volvió a decir, bebiéndose el café casi frío de un sorbo.
Luego dejó el importe de los dos menús sobre la mesa y se levantó. Estaba impaciente por visitar a Guzmán Barrio y conocer de primera mano las impresiones del forense. Iría después de pasar por la radio.
1. Golpear involuntariamente con el pie contra un obstáculo. 2. Dar con una dificultad que impida avanzar en la trayectoria o en el desarrollo normal. 3. Encontrar por azar e inesperadamente a una persona o una cosa.
Cuando salieron del bar Puerto, el otoño había dado por concluida su tregua. Tras unas pocas horas sin lluvia, una bóveda de nubes negras se había situado sobre la ciudad y comenzaba a vaciarse nuevamente sobre ella.
Estévez caminaba pegado a las paredes tratando de protegerse del agua. Su gabardina colgaba en un perchero de la comisaría. Se preguntaba en voz alta cómo podían los gallegos entender que en pocas horas una mañana primaveral se transformase en invierno, y lanzaba un juramento si algún goterón se colaba entre las cornisas y hacía blanco en su cabeza.
A su lado, el inspector avanzaba en silencio, sin confesarle que se limitaban a convivir con el clima sin tratar de comprenderlo.
Al llegar al portal del edificio de la Alameda, Leo Caldas consultó su reloj y encendió un cigarrillo. Vio a su ayudante atravesar el parque a la carrera, entre charcos y maldiciones, en dirección a la comisaría, y se quedó contemplando cómo arreciaba la lluvia. Cuando terminó el cigarrillo, saludó al conserje y subió a la primera planta por la escalera. Empujó la puerta de la emisora, buscó su cuaderno en el bolsillo de la gabardina antes de colgarla en el perchero de la entrada y avanzó por el largo pasillo hasta el control de sonido, donde uno de los técnicos verificaba el orden de las llamadas con Rebeca, la encargada de producción.
—Entra, entra —dijo ésta al ver aparecer al inspector—. Santiago ya ha preguntado por ti dos veces.
Leo Caldas vio a través del cristal al fatuo de Santiago Losada sentado ya frente al micrófono, y con un suspiro de resignación se deslizó en el interior del estudio. El locutor le recibió con su cordialidad habitual:
—Siempre tarde —dijo, mientras con la mano indicaba al técnico que se preparase para dar comienzo al programa.
—Siempre —respondió Caldas tomando asiento en el lugar de la mesa más próximo al ventanal.
Buscó en su bolsillo el teléfono móvil y lo dejó desconectado sobre la mesa, junto al cuaderno. Luego se volvió hacia la Alameda, donde sólo un pequeño grupo de cruceristas extranjeros desafiaba el mal tiempo. Avanzaban con las cabezas bajas embutidas en las capuchas de sus impermeables amarillos, dispuestos a visitar los lugares señalados en sus mapas de viaje antes de regresar al barco que los habría de trasladar a la siguiente escala.
Cuando esa mañana había insinuado a su padre la posibilidad de jubilarse y éste se había revuelto preguntándole qué otra cosa podría hacer si abandonaba las viñas, había estado a punto de aconsejarle que aprovechase los años para viajar, para conocer mundo. Viendo a aquellos turistas deambulando bajo la lluvia de una ciudad extraña, Leo Caldas se alegró de no habérselo sugerido.
—Empezamos —anunció secamente Losada, y el inspector abrió su cuaderno y se colocó los auriculares preguntándose si los del locutor serían tan molestos como los suyos. Un día tendría que cambiárselos para comprobarlo.
Como en cada programa, se sucedieron las llamadas referidas al ámbito de la policía municipal: socavones abiertos por la lluvia, pasos de cebra convertidos por el agua en pistas de patinaje, conductores fugados tras colisionar con vehículos estacionados… Caldas se limitaba a escuchar y a recoger los detalles en su cuaderno, sin explicarse cómo podía tener éxito un consultorio radiofónico en el que apenas se ofrecían soluciones para los problemas de los oyentes.
Tras la séptima llamada, actualizó el marcador: «Municipales siete, Leo cero».
La sintonía de
Patrulla en las ondas
los acompañó hasta que Rebeca, al otro lado del cristal, levantó un papel rotulado con el nombre del octavo oyente de la tarde.
—José, buenas tardes —le saludó Santiago Losada.
—Buenas tardes. Yo ya les llamé en otra ocasión —anunció el oyente.
—¿Nos refresca la memoria? —le apremió el locutor—. No podemos recordar los cientos de llamadas que recibimos en el programa.
«Tienes más vanidad que oyentes», dijo Caldas para sí, y se mordió el labio para no insultar a Santiago Losada en antena. Deseaba que fuese el oyente quien lo hiciera, pero la voz de éste sonó apocada al otro lado de la línea telefónica:
—Era por los controles de policía —dijo—. Me paran con frecuencia. Y eso que sólo utilizo el coche los fines de semana.
Caldas identificó al oyente. Había llamado al programa poco tiempo atrás para denunciar que los guardias de su barrio le obligaban a salir de su coche a cada paso para someterlo a la prueba de alcoholemia.
—Lo recuerdo, José —dijo para evitarle una nueva explicación—. ¿Han vuelto a hacerle soplar?
—Este sábado, tres veces.
—¿Tres?
—Sí, inspector, tres veces. Una por la mañana y dos por la tarde.
—Vaya.
—El domingo vi al guardia desde la ventana y ya no cogí el coche. Por si acaso. Y no se crea, cuando pasé caminando por la acera, no me quitaba el ojo de encima. Incluso temí que me fuese a hacer soplar.
—Dígame una cosa, ¿es siempre el mismo agente?
—Este sábado, sí. Pero la semana pasada fue otro policía el que me paró.
—¿Y cuál fue el resultado?
—¿El resultado?
—De las pruebas —aclaró Caldas—. ¿Dio positivo en alguna?
—Negativo, inspector.
—¿Todas las veces?
—Todas, inspector. Si casi no bebo.
Por el tono de su voz, percibió que el oyente estaba más perplejo que indignado por la actitud de los guardias. Leo Caldas también.
—¿Qué puedo hacer, inspector?
Mientras trataba de ofrecer una respuesta al oyente, Caldas vio cómo Santiago Losada hacía una indicación al técnico de sonido. En sus auriculares comenzó a sonar de fondo una melodía que parecía más adecuada para unos dibujos animados que para un consultorio policial. Aquella música le distraía, y tuvo que volver a mirar el letrero con el nombre del oyente antes de dirigirse a él.
—Vamos a hacer una cosa, José —propuso—. Usted venga a la emisora el próximo día de programa y al terminar vamos juntos a hablar con el jefe de la policía municipal. A ver si él consigue convencer a los guardias de que no le paren tanto. ¿Le parece?