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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

La playa de los ahogados (31 page)

BOOK: La playa de los ahogados
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—Hay un muerto, Rafa, y podría haber más. El tiempo es importante. Ya lo sabes.

—Claro que lo sé. Y también es importante el tiempo de los vivos —le espetó el aragonés—. Usted puede hacer con su fin de semana lo que le plazca, pero no es justo que disponga a su antojo del tiempo libre de los demás.

—¿A mi antojo?

—A su antojo, sí. Parece que le moleste que uno tenga vida fuera de la comisaría.

—¿Cómo?

—Lo que oye. A usted le da lo mismo llamar de noche que de día; para usted no hay diferencia entre un martes, un viernes o un domingo. Todos los días son iguales. Descuelga el teléfono y suelta su rollo sin molestarse siquiera en preguntar si los demás están ocupados.

—Si lo dices por ayer, no me di cuenta de lo tarde que era cuando te llamé —se disculpó Caldas.

—Por ayer, por anteayer, por hoy… —Estévez, que había hablado a ráfagas, hizo una pausa, como quien apunta para no errar el tiro de gracia—. Yo no tengo la culpa de que su vida se reduzca al trabajo —dijo—, pero tiene que comprender que no todo el mundo es como usted.

Leo Caldas se encogió en su asiento sin saber bien qué replicar, y el aragonés añadió:

—Ya sabe que me gusta decir las cosas a la cara.

—Ya —respondió el inspector, y cerró nuevamente los ojos.

Para Estévez, la franqueza extrema era una virtud. Caldas, en cambio, sólo veía en ella una excusa, una máscara tras la que ocultar la crueldad.

Defensa:

1. Acción y efecto de defender o defenderse. 2. Arma, instrumento o fortificación para protegerse de un peligro. 3. Amparo, protección, socorro. 4. Modo natural por el que un organismo se protege de agresiones externas. 5. Piezas colgadas del costado de una embarcación que la protegen durante las maniobras.

Llegaron a Panxón a las siete y media. Estacionaron junto a una farola, cerca de la rampa de piedra, y permanecieron dentro del coche con la calefacción encendida y las luces apagadas. En el mar, las bombillas de los barcos de Arias y Hermida permitían a los policías ver a los dos marineros vaciando sus nasas en los capazos negros que luego trasladarían a tierra.

—¿Me deja la denuncia? —pidió Estévez.

Caldas se la entregó, y el aragonés aproximó el papel a la ventanilla buscando la luz de la farola.

—¿Ha visto cómo se llaman, inspector? —preguntó al cabo de un poco.

—¿Quiénes?

—La madre y el hijo —explicó el aragonés—. Se apellidan de la misma manera, Neira Díez los dos.

—Era madre soltera. ¿Te has fijado en las edades?

—El chico quince y la madre treinta y dos —leyó Estévez.

Leo Caldas asintió.

—Era una cría cuando se quedó embarazada.

A las ocho menos cuarto apareció el subastador conduciendo su furgoneta. Aparcó junto a la lonja, abrió la puerta de metal y encendió las luces.

Poco después distinguieron el mandil blanco de la mujer de Ernesto Hermida. Caminó entre las chalupas de la rampa y se detuvo a esperar a su marido al borde del mar. El viejo se acercó remando entre las boyas y le entregó un par de cestones que ella dejó caer sobre la piedra. Luego, sosteniéndolos uno por cada asa, los subieron hasta la lonja en dos viajes.

Arias llevaba puesto el traje de aguas de color naranja. También él había llenado dos espuertas que trasladó sin esfuerzo aparente rampa arriba, observado con mirada codiciosa por varias gaviotas.

Faltaban dos minutos para las ocho cuando los policías salieron del coche y caminaron hasta el edificio de piedra de la lonja. Sobre la mesa alargada de metal ya estaban colocadas las capturas de Hermida: a la derecha los camarones y a la izquierda las nécoras. El letrero que prohibía comer, beber, fumar y escupir colgaba del techo. El olor a mar era más acusado allí dentro que en la calle.

Desde la puerta, los policías distinguieron el cabello oscuro y el traje anaranjado de José Arias. Estaba acuclillado en el suelo, clasificando la pesca y acercando cada bandeja que llenaba a la báscula para que el subastador las pesara antes de subirlas a la mesa.

Había casi una docena de personas esperando el inicio de la subasta. Leo Caldas reconoció a las dos mujeres y al hombre de las patillas grises que se habían repartido las bandejas la vez anterior. Daban vueltas alrededor de la mesa como lobos seleccionando las ovejas más apetecibles del redil. Los demás no mostraban tanto interés.

El subastador terminó de pesar las capturas, comprobó que todas las bandejas estaban marcadas con su peso y ocupó su posición tras la mesa. Luego infló el labio superior y expulsó el aire de golpe.

—Vamos allá, que ya son las ocho y cinco —dijo frotándose las manos, y luego anunció—: ¡Vendo camarón, vendo camarón!

Todos los presentes se arremolinaron en el lado derecho de la mesa metálica como atraídos por un imán. El matrimonio Hermida también avanzó unos pasos para seguir la puja de cerca. Arias, en cambio, continuó limpiando sus capazos en el suelo, como si la cosa no fuese con él.

—Empezamos en cuarenta y cinco euros —continuó el subastador, señalando las bandejas en las que saltaban los camarones bajo la luz azulada de los tubos fluorescentes.

Luego tomó aire y comenzó a cantar los precios como quien recita de memoria el alfabeto:

—Cuarenta y cinco, cuarenta y cuatro y medio, cuarenta y cuatro, cuarenta y tres y medio, cuarenta y tres, cuarenta y dos y medio, cuarenta y dos…

Mientras una de las mujeres detenía la puja y birlaba las mejores piezas a los otros interesados, José Arias se dirigió a la puerta. Sostenía en una mano los capazos vacíos, uno dentro del otro. En la otra llevaba una bolsa de plástico azul.

Si se sorprendió al toparse con los policías, su rostro no le delató.

—Buenos días, inspector Caldas.

—¿Tiene un momento? —preguntó el inspector.

—¿Vienen a hablar conmigo?

Leo Caldas asintió, y encendió el primer cigarrillo del fin de semana.

—Pero no tenemos prisa —dijo señalando la bolsa de plástico en la que se agitaban varias nécoras—, termine lo que tenga que hacer.

Arias se volvió hacia la lonja. Del otro lado de la puerta abierta les llegaba la letanía del subastador.

—Ahora está bien —dijo el marinero con su voz cavernosa, y el inspector comprendió que prefería hablar en la calle vacía que hacerlo después de la subasta—. ¿Es acerca de la llamada telefónica del Rubio?

—No lo sé —respondió Caldas, y extendió su mano hacia el lugar en que el marinero había liberado las hembras cargadas de huevos el martes anterior.

José Arias cruzó la calle y se dirigió a la rampa. Los policías le siguieron entre las chalupas iluminadas por el resplandor de las farolas próximas.

—¿No lo sabe?

—No me gusta que me mientan —dijo el inspector.

El marinero se detuvo.

—Le dije que había olvidado esa llamada.

—Lo sé.

—¿Qué quiere entonces?

Leo Caldas dio una calada al pitillo antes de contestar.

—La verdad.

—Ya se la conté, inspector. El Rubio perdió una defensa en el mar y…

—¿Pretende que nos traguemos eso? —le cortó.

—Yo no pretendo nada.

Arias había hablado despacio, pero el plástico de la bolsa crujió entre sus dedos.

—¿Recuerda la fecha marcada en la chalupa de Castelo? —preguntó.

La cabeza poblada de rizos del marinero se movió de arriba abajo al confirmar que la recordaba.

—También estaba escrita la palabra «asesinos» —añadió el inspector.

—Lo sé. Usted me lo contó.

—¿Qué sucedió aquella noche?

—Que nos fuimos al fondo, ya lo sabe.

—Además de eso.

—¿Le parece poco?

—¿Qué le ocurrió al capitán Sousa?

—Se ahogó —respondió el pescador con gravedad.

—¿Por qué estaba su barco navegando en vez de abrigado en un puerto como el resto de la flota de bajura?

—El capitán estaba al mando.

—¿No se detuvieron en un puerto?

La brasa del cigarrillo del inspector se reflejó en los ojos grises del marinero.

—No.

—¿Está seguro?

El marinero asintió.

—Me está mintiendo de nuevo —dijo Caldas.

—¿Cómo?

Oyeron la bolsa arrugarse en su mano crispada, y Leo Caldas agradeció la compañía de Rafael Estévez.

—¿Recalaron en un puerto? —volvió a interrogar.

—No —dijo, y luego rectificó—. No lo recuerdo bien.

Leo Caldas le cortó la retirada.

—¿Pararon en Aguiño, verdad?

—¿Dónde?

—En Aguiño —repitió Caldas, y Arias no lo negó.

El marinero se limitó a mirar hacia la playa.

—Díganos, ¿qué sucedió?

—Fue hace muchos años, inspector —se escabulló—. Le aseguro que no me acuerdo.

—No puede haber olvidado aquella noche.

—Pues lo he hecho.

La bolsa de plástico resonaba en la madrugada de Panxón como una serpiente de cascabel.

—¿Qué le ocurrió en realidad al capitán Sousa? —el inspector trató de acorralarlo—. ¿Por qué alguien escribió la palabra «asesinos» en la chalupa de Castelo? ¿Por qué mataron al Rubio?

Arias abrió sus manos temblorosas y los capazos y la bolsa de plástico cayeron al suelo. Leo Caldas vaciló. De no haber tenido a Estévez a su lado, habría retrocedido varios pasos.

—¿No ha oído al inspector? —intervino el aragonés, sin mostrar síntomas de intimidación.

Arias bajó la cabeza.

—No recuerdo nada —susurró.

Insistieron varias veces más, pero la respuesta del marinero fue siempre la misma.

—Lo recuerda todo —dijo Estévez al abrir la puerta del coche.

Leo Caldas apagó el cigarrillo en el suelo.

—Ya.

El inspector había visto el miedo dibujado en el rostro del marinero y se preguntaba qué habría sucedido a bordo del
Xurelo
. ¿Por qué le asustaba que alguien pudiese descubrir la verdad?

—¿No lo vamos a detener? —quiso saber el aragonés.

—¿Para acusarlo de qué?

Estévez se encogió de hombros, arrancó el motor y dio marcha atrás. Caldas bajó la ventanilla y vio al marinero en la rampa. Estaba sentado en una de las chalupas, como un coloso derrumbado. La primera claridad del día se reflejaba en su traje naranja.

En el suelo de piedra, las nécoras habían encontrado la boca de la bolsa y corrían buscando el mar.

Fortaleza:

1. Capacidad de una cosa para sostener, soportar o resistir algo. 2. Capacidad moral de una persona para sobrellevar sufrimientos o penalidades. 3. Virtud cardinal que confiere valor para soportar la adversidad. 4. Recinto fortificado.

Se detuvieron a desayunar en un bar que encontraron abierto frente a la playa de la Madorra. Estévez hojeó el periódico, que dedicaba la portada al naufragio del pesquero gallego hundido en el Gran Sol.

—¿Vio las imágenes del rescate en la televisión?

Caldas asintió. A través de la ventana, contemplaba la fortaleza de Baiona aún iluminada al otro lado de la bahía y la espuma blanca de las olas que reventaban en la orilla cubierta de algas.

Volvieron al coche cuando las campanas del Templo Votivo del Mar daban las nueve. Tomaron la carretera hacia Monteferro y se desviaron a la izquierda por el camino que descendía encajonado hasta el portalón de madera.

Salieron del coche y llamaron al timbre. Fue la esposa de Marcos Valverde quien respondió.

—Soy el inspector Caldas —dijo.

Accionados desde el interior de la vivienda, los goznes cedieron y la puerta se deslizó hacia un lado franqueándoles el paso y permitiéndoles ver la fachada de hormigón gris que otorgaba a aquella casa el aspecto de un búnker.

Había dos coches aparcados en el patio de entrada, envueltos en una película de rocío. Uno era el utilitario rojo de la mujer. El otro era un deportivo negro. En el jardín de rocalla, los primeros rayos de sol habían comenzado a abrir los pensamientos.

Caldas esperaba encontrar la sonrisa de la mujer de Valverde, pero fue su marido quien les salió al encuentro por el camino de grava. Llevaba el cabello húmedo peinado hacia atrás como si acabase de salir de la ducha. Vestía un jersey de cuello vuelto verde oscuro y un pantalón de pana beige.

—¿Sucede algo? —preguntó.

—No —dijo Caldas, pensando que sin el traje y la corbata parecía una persona diferente—. Disculpe que hayamos venido tan temprano.

—No se preocupen. Llevo horas despierto.

—¿Le viene bien que hablemos unos minutos?

—Claro —respondió, pero no les invitó a entrar.

Caldas vio la hierba luisa que crecía pegada a la pared de la casa y estuvo tentado de acercarse a olerla. En lugar de eso sacó del bolsillo un paquete de tabaco.

—¿Fuma?

Valverde movió la cabeza hacia los lados y el inspector se colgó en los labios un cigarrillo y le acercó la llama del encendedor.

—Mi padre se acordaba de usted —mintió—. Le manda saludos.

—Gracias —dijo Valverde—, pero no habrá venido sólo por eso.

—No, claro —Caldas señaló la casa llena de aristas—. ¿Recuerda nuestra conversación del otro día?

El antiguo compañero de Arias y Castelo asintió.

—¿Recuerda que le pregunté por qué no buscaron refugio en un puerto la noche del naufragio?

—Claro. Le expliqué que llevábamos la bodega llena. Supongo que ése fue el motivo por el que el capitán decidió volver a Panxón.

Caldas dio una calada al cigarrillo.

—¿Le importa que se lo pregunte otra vez?

Marcos Valverde miró a Caldas, luego a Estévez y después otra vez al inspector.

—No entiendo.

—Es muy fácil. ¿Recalaron en algún puerto la noche del naufragio del
Xurelo
?

—Ya le dije que no.

—¿Está seguro?

Valverde abrió los brazos y sonrió.

—Claro.

—¿No habrá olvidado algo?

—Por supuesto que no.

Caldas habló muy despacio:

—Entonces tengo que pensar que el otro día nos mintió y que hoy lo está haciendo de nuevo.

Las palabras del inspector le borraron la sonrisa.

—¿Cómo?

—Sabe que las cosas no sucedieron como usted dijo, y le estoy dando la oportunidad de que me las cuente ahora.

—No sé de qué me habla.

Caldas desdobló la copia de la denuncia.

—Sé que estuvieron en el puerto de Aguiño algunas horas.

Valverde se volvió un instante hacia la casa antes de responder:

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