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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

La playa de los ahogados (34 page)

BOOK: La playa de los ahogados
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—¿Adónde íbamos? —preguntó.

—A Aguiño —respondió Caldas, acercando un dedo a la pantalla y colocándolo sobre el extremo de la península del Barbanza, entre las rías de Arousa y Muros.

—¿Tiene la dirección exacta?

—Creo que sí —dijo Caldas, y sacó del bolsillo de su chaqueta la copia de la denuncia que había guardado junto a la fotografía de la tripulación del barco. En el margen, con lápiz, estaba escrito el domicilio de Rebeca Neira.

Olga introdujo los datos y el ordenador le devolvió un mapa de la zona.

—Ya podemos irnos —dijo Estévez tan pronto como recogió el papel con el plano en la impresora.

El coche de los policías recorrió la calle del Arenal y se alejó de Vigo por la autopista. El inspector Caldas, con los ojos cerrados, no vio las bateas alineadas en la ría cuando la atravesaron por el puente de Rande ni las islas Cíes que se intuían al fondo, entre la bruma.

—¿No le molesta ese ruido? —preguntó Estévez, mirando de soslayo la rendija abierta en la ventanilla del inspector.

—Sí —dijo Caldas, pero no la subió. Prefería dejar entrar el aire de la mañana aunque se produjese aquella turbulencia incómoda.

Cincuenta kilómetros después abandonaron la autopista y cruzaron el río Ulla. Con la niebla colgada como una bóveda sobre las copas de los árboles, recorrieron la península del Barbanza hasta desembocar en Aguiño.

Era un pueblo pequeño, unos centenares de casas construidas alrededor de la playa y el puerto.

—Aquí no hay comisaría, ¿no?

—No, claro —le confirmó Caldas—. Se llevan los casos desde Ribeira.

Estévez consultó el plano y se desvió a la derecha, por una calle en pendiente que se alejaba del mar. Había varias casas humildes salpicadas entre tierras de labor.

—Tiene que ser una de éstas —dijo el aragonés.

—Allí hay gente —avisó Caldas, señalando una casa blanca de dos pisos. De la chimenea de piedra salía un humo denso, más claro que el día. Junto a la casa, un castaño con las ramas retorcidas a medio vestir.

Estévez aproximó el coche a la entrada y Caldas bajó completamente la ventanilla para dirigirse a una mujer que barría los escalones de la puerta. Era tan menuda que en sus manos la escoba parecía la pértiga de un gondolero.

—Buenos días —la saludó—. ¿Sabe dónde vive Rebeca Neira?

Ella dejó de barrer y Caldas calculó que no tendría más de treinta años. Demasiado joven para tratarse de la mujer que había ido a buscar.

—¿Quién?

—Rebeca Neira —repitió el inspector.

La joven les miró en silencio, tratando de adivinar el motivo de su interés.

—¿Quién pregunta por ella?

—Somos agentes de policía —explicó Leo Caldas—, de la comisaría de Vigo.

—Un momento.

Apoyó la escoba en la pared y entró en la casa.

—Madre —le oyeron decir—, unos policías preguntan por Rebeca la Primera.

La joven salió acompañada por una mujer mayor que se echó un abrigo sobre los hombros al cruzar el umbral. Se sujetaba su cabello gris con decenas de horquillas negras. Era todavía más baja que su hija.

—¿Buscan a alguien? —preguntó, para que los policías ratificasen lo que acababa de escuchar.

—Buscamos la casa de Rebeca Neira —confirmó Caldas—. ¿Sabe cuál es?

Se acercó al coche y, sin necesidad de agacharse, les examinó a través de la ventanilla abierta con el mismo gesto escudriñador que habían visto en su hija poco antes.

—Es ésa —respondió, apuntando con su dedo hacia el otro lado de la carretera.

Los policías miraron en la dirección que señalaba la señora y descubrieron una casa de piedra casi oculta por la niebla de la mañana y la vegetación demasiado crecida. Las persianas estaban sucias y desvencijadas, los cristales rotos, y había zarzas invadiendo la reja que cerraba la finca, asomando a la carretera sus ramas cubiertas de espinas. No necesitaron oír que aquella casa de aspecto fantasmal llevaba años deshabitada.

Salieron del coche y Leo Caldas inspiró con fuerza. Olía a salitre, a tierra húmeda y a la leña quemada en la chimenea.

—¿Hace mucho que no vive ahí? —preguntó.

—¿No ve cómo está?

El inspector se volvió a mirar la casa en ruinas. Las hierbas del jardín estaban tan crecidas que entre ellas podría camuflarse un rinoceronte africano.

—¿Pero sigue viviendo en el pueblo?

—¿Quién?

—Rebeca Neira.

La mujer movió la cabeza a los lados.

—Hace años que se marchó.

—¿Sabe adónde?

—No vino a despedirse —dijo casi con brusquedad.

Leo Caldas asintió.

—¿Vivía con un hijo, verdad?

—Los dos solos —respondió otra vez la madre, remarcando las palabras.

—¿Tampoco él vive en Aguiño?

—Tampoco.

—¿Hace cuánto tiempo se marcharon? —preguntó Estévez.

Miraron hacia arriba como quien, tras escuchar su sonido, busca en el cielo un avión. El aragonés parecía un coloso plantado ante aquellas dos mujeres diminutas.

—Diez o doce años —indicó la de las horquillas—. Quizá más.

—¿No han vuelto a verlos?

—Yo no —aseguró.

El inspector buscó a la hija con la mirada y ella le confirmó con un gesto que tampoco había vuelto a tener noticias de Diego ni de Rebeca Neira.

Leo Caldas desdobló la copia del atestado. Había anotado el nombre del agente que había recogido la denuncia junto a su número de identificación. «Somoza», leyó. Nieves Ortiz le había dicho que era vecino de Aguiño, y pensó que tal vez él sí supiera adónde se habían mudado.

—¿Sigue el subinspector Somoza en el pueblo?

—¿El policía? —respondió la madre—. Hace tiempo que se jubiló.

—¿Pero todavía vive aquí?

Las horquillas de la mujer se movieron de arriba abajo.

—Junto a la iglesia.

Regresaron al coche y, antes de cerrar los ojos, Leo Caldas examinó una vez más la vivienda arruinada de los Neira.

—¿Vamos a casa del subinspector? —preguntó Estévez.

Caldas asintió y se recostó en el asiento.

Se preguntaba cuándo llegaría la marea que desembarrancase la investigación.

Resto:

1. Lo que queda de un todo tras quitarle una parte. 2. Ruina, conjunto de objetos pertenecientes a una época anterior de la civilización. 3. Cantidad acordada para jugar y apostar. 4. Cuerpo muerto de una persona o un animal, o parte que queda de él.

El subinspector Somoza era un hombre alto que caminaba encorvado dentro de un jersey de lana gris. Tenía la nariz prominente, los labios gruesos y el cabello blanco y escaso peinado hacia atrás. Aunque utilizaba gafas, sus ojos estaban entornados en una mueca miope que le arrugaba el rostro.

—Ya no soy compañero de nadie —dijo cuando ellos se identificaron—. Me jubilé.

Caldas sonrió.

—Queríamos consultarle algo.

Les invitó a entrar y le siguieron por un pasillo estrecho. El subinspector caminaba arrastrando los pies dentro de unas zapatillas de felpa. Los condujo hasta una salita con demasiados muebles. Se sentaron en torno a una mesa camilla, frente a la televisión encendida. En una consola baja, junto a una lámpara con el pie de cerámica, Caldas vio un retrato antiguo de Somoza vestido de uniforme. Tenía el cabello oscuro y abundante y no usaba las gafas. Ya miraba a la cámara con los ojos a medio cerrar y la boca abierta.

El subinspector apagó la televisión desde el mando a distancia.

—Vosotros diréis.

—Estamos investigando el asesinato de un marinero.

—¿En Aguiño? —preguntó Somoza.

—No —respondió Caldas—, en un puerto en la ría de Vigo. Pero puede estar relacionado con un barco hundido cerca de aquí y con esto —dijo entregándole la copia del atestado.

Somoza pasó la vista por el documento.

—Esto sucedió hace mucho tiempo.

Caldas asintió y le acercó la fotografía de la tripulación del
Xurelo
.

—El chico que presentó la denuncia hizo referencia a un marinero rubio —dijo, marcando con el dedo el lugar en que se mencionaba y señalando luego a Justo Castelo en la imagen—. Creemos que podría tratarse de este hombre.

El subinspector Somoza, respirando ruidosamente a través de la boca abierta, volvió a leer el papel. Luego miró el retrato del grupo.

—El barco naufragó esa misma noche ahí enfrente, en los bajos de Sálvora. El capitán se ahogó —le recordó Caldas—. Estamos tratando de averiguar qué fue lo que sucedió antes.

El antiguo policía se encogió de hombros.

—No sé cómo voy a poder ayudar.

—Hemos intentado localizar a Rebeca Neira o a su hijo…

—Se marcharon del pueblo.

—Nos lo han dicho. ¿Sabe usted adónde se mudaron?

Sacudió brevemente la cabeza y deslizó sobre el cristal de la mesa camilla la denuncia y la fotografía, hasta dejarlos frente al inspector.

—Sé lo mismo que los demás. Se marcharon.

—¿Llegó a contarle Rebeca Neira lo que había sucedido aquella noche?

Somoza aspiró con fuerza por el espacio que dejaba su boca entreabierta junto a las comisuras antes de responder.

—Rebeca no volvió por el pueblo.

Si Caldas hubiese sido un perro, habría levantado las orejas.

—¿Cómo?

—Todo el mundo la llamaba Rebeca la Primera. Siempre fue por delante del resto. En todo. Fue madre cuando tocaba ser niña.

—¿Eso qué tiene que ver?

—Se marcharía con alguno —dijo Somoza con desdén—. No era la primera vez que una salida para tomar una cerveza se convertía en varias noches de juerga.

—¿No investigaron su desaparición?

—Claro que sí —aseguró—. La buscamos hasta que supimos que se había marchado.

—¿Cómo se enteraron?

—No recuerdo los detalles —respondió—. Han pasado muchos años.

—¿Pero volvieron a verla? —preguntó Caldas.

—Yo no…, pero eso no quiere decir nada.

—¿Y el chico?

—Se marchó también al cabo de unos días. Supongo que su madre vendría a buscarlo o llamaría para pedirle que se reuniese con ella en algún lugar.

—¿El hijo retiró la denuncia? —preguntó Estévez, y Caldas supo la respuesta. Le constaba que no existía ninguna declaración posterior en el legajo.

—El chico no volvió —confirmó Somoza—. Ni para retirarla ni para interesarse por la investigación. Vino aquella primera vez y no se dirigió a nosotros nunca más.

—¿No le extrañó que no diese señales de vida? —insistió el aragonés.

Somoza movió la cabeza a ambos lados y contrajo todavía más el rostro.

—Rebeca la Primera era aficionada a escaparse de noche. Siempre fue algo alocada. Tenía esa fama. Supongo que al chico le daría vergüenza confesar que todo se había debido a una aventura de su madre.

—De modo que usted nunca supo qué había ocurrido…

—Ya sabéis cómo es el trabajo en la comisaría —se justificó, levantando unos centímetros las palmas de las manos y dejándolas caer de golpe en el cristal—. Aún no has cerrado un caso cuando te arrastra el siguiente. Es difícil encontrar huecos para mirar hacia otro lado.

Caldas asintió.

—¿Dónde trabajaba?

—No lo recuerdo —dijo—. En el pueblo no.

—¿No sorprendió a nadie que se ausentase del trabajo?

—Nadie más que su hijo denunció su falta.

Leo Caldas miró la foto. La marcha de aquella madre y su hijo frustraba la posibilidad de averiguar algo acerca de las horas previas a la muerte del capitán Sousa.

—¿Hay algún familiar de los Neira que resida en el pueblo?

—No —dijo después de respirar con fuerza por la boca—. Los padres de ella no eran de aquí. Él había venido a enrolarse en un merlucero cuando Rebeca era una niña. En aquella época había trabajo, venía mucha gente de fuera. Cuando la chica desapareció, hacía años que sus padres se habían marchado.

—¿Sabe adónde?

Se encogió de hombros.

—Buscarían trabajo en otro puerto o volverían a su pueblo. Eran mayores.

—¿Recuerda de qué lugar provenían?

—No creo que lo haya sabido nunca.

Somoza no pudo añadir novedades a la declaración recogida en la denuncia y Leo Caldas devolvió al bolsillo de su chaqueta la copia del atestado y la fotografía de los tripulantes del
Xurelo
.

Se levantó de la silla, se despidió y se apresuró a salir a la calle.

Necesitaba fumar.

Poso:

1. Conjunto de partículas sólidas que queda depositado en el fondo del recipiente que contiene un líquido. 2. Resto o señal que queda de una cosa al pasar de un estado a otro. 3. Descanso, quietud, reposo.

Tomaron café en un bar cercano, y Caldas volvió a leer la copia de la denuncia. El camarero les confirmó que Irene Vázquez, la amiga de Rebeca Neira que había acompañado a su hijo a la comisaría, aún residía en Aguiño. Trabajaba en una farmacia, cerca del puerto.

Dejaron el coche aparcado junto a la iglesia y bajaron andando. Había decenas de barcos pequeños dormidos en sus boyas, sobre el mar en calma. Al otro lado, cerca de la lonja, se adivinaba la silueta de un pesquero de más tonelaje amarrado a los norays del espigón, bajo una nube de gaviotas. Caldas lamentó que una niebla tan densa no les permitiese admirar el paisaje.

Caminaron frente a la cofradía de pescadores. En la puerta de la cantina aún estaba fijado el cartel anunciando la fiesta del percebe que se había celebrado en el pueblo el verano anterior.

—Por cierto —dijo el aragonés al leerlo—, gracias por los percebes. Son un descubrimiento.

—¿Pudisteis con todos?

—Me habría zampado el doble de haberlos tenido delante —aseguró.

—¿Les quitarías la piel? —bromeó el inspector.

—Claro —confirmó Estévez—. A partir del segundo sí.

«Abierto», leyeron en un letrero tras la puerta de cristal de la farmacia. Encima, una luz centelleaba formando un halo verde de bruma a su alrededor. Había una mujer tras el mostrador. Alta, con el flequillo moreno cayendo sobre sus ojos pardos. En el bolsillo de su bata blanca llevaba bordado el nombre que Leo Caldas había ido a buscar.

—¿Irene Vázquez? —preguntó el inspector de todos modos.

Los ojos oscuros de la mujer viajaron de un policía al otro. Luego asintió.

—Soy el inspector Caldas —se presentó, sabiendo que allí su nombre no significaba nada. Aguiño estaba demasiado lejos del repetidor que transmitía
Patrulla en las ondas
—. Él es el agente Estévez. Venimos de la comisaría de Vigo.

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