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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (21 page)

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
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—Buen viaje, señorito —deseó Lupe.

—Gracias. Te traeré algo de Méjico. Adiós, Esther. Y no te apures. Ya verás cómo Luis al fin se da cuenta de que te quiere.

Cuando César se reunió con Julián había perdido su sonrisa.

—Ya está sucediendo lo que temía —dijo—. Artigas ha empezado a reclutar gente y no le va a costar mucho formar un ejército para que los norteamericanos lo destruyan.

—Puede que sus intenciones sean buenas —opuso Julián.

—Eres un ingenuo, Julián. Y eres demasiado viejo para que el ser un ingenuo resulte lógico.

Había hablado con cierta acritud. Al darse cuenta de que el mayordomo le miraba con dolida expresión, sonrió, pidiendo:

—Dispénsame, Julián. Estoy con los nervios alterados. Ese Artigas ha venido a turbar mi paz. ¿Está todo arreglado?

El mayordomo asintió. El equipaje estaba listo en sus menores detalles. Ya sólo faltaba cargarlo sobre el caballo.

—Me marcharé ahora —siguió César—. Si saliese más tarde se extrañarían todos de que no aguardara a mañana en vez de salir de noche.

El equipaje de César fue cargado en un caballo. Luego Julián comenzó a preparar el otro caballo que debía utilizar el joven. Éste, entretanto, fue a despedirse de su padre. Le halló en el salón, hundido en una butaca, con un cigarro entre los dedos.

—Me marcho a Capistrano —dijo.

—Adiós. Que tengas un buen viaje —deseó con fría voz el anciano.

—Gracias, papá. No te inquietes si tardo un poco. Si vuelve Leonor, cuéntale que he ido a comprar esas tierras.

—Está bien.

—Quería decirte que Luis Martos se unió a la gente de Artigas.

—No me extraña en él.

—Es muy impetuoso.

—Sí, tiene ese defecto —replicó, mordazmente, el viejo.

—No he dicho que sea un defecto, papá. En él me parece lógico.

—Mucho honor para Martos. Si no tienes nada más que decirme…

—No, nada más. Espero que mi ausencia te siente bien.

—Puedes ahorrarte tus impertinencias. Adiós.

—Adiós.

Cuando cruzaba la casa en dirección a la cuadra, César pensó que tal vez llevaba demasiado lejos su aparente escepticismo. ¿Le beneficiaba el que su padre tuviera tan mala opinión de él? Sin embargo no podía hacer otra cosa. No podía contarle la verdad a su padre, porque en éste aquella verdad sólo redundaría en perjuicios. No comprendería que
El Coyote
en vez de ayudar a Artigas estuviera dispuesto a perseguirle implacablemente. Y como no era hombre que atendiese a razones, a los pocos días sentiríase tan en contra del
Coyote
como lo estaba de su hijo.

—¿Lo arreglaste todo? —preguntó a Julián, cuando llegó a la cuadra.

—Aquí están los dos caballos. ¿No se extrañarán de que viaje sin ningún criado?

—Procuraré no cruzarme con nadie.

—¿No sería mejor que le acompañase yo?

—Tú no estás para estas aventuras, Julián. Además eres muy conocido y si te viesen con
El Coyote
en seguida adivinarían mi identidad. Por otra parte me interesa mucho que te quedes aquí. Yo andaré por estas tierras y muchas noches vendré a pasarlas en la bodega. Y más que las noches pasaré los días. Arregla una cama abajo y dispón víveres abundantes. Y no digas nada a nadie de lo que sabes. Me refiero a lo de Artigas. Para todo el mundo debe seguir siendo un héroe. Incluso para tu hija. Seguid la corriente popular. Si se alaba a Artigas, alabadle vosotros. Y, sobre todo, alábalo delante de mi padre; pero sin dejar de comunicarle todo lo malo que haga.

—¿Qué va a hacer de malo?

—Ya lo verás. Mi padre es amigo de llevar la contraria y enemigo de que se la lleven a él. Yo no sé lo que hará en realidad Artigas; pero imagino lo que piensa hacer y sé lo que puede realizar. Si asalta un rancho y roba caballos para su gente, cometerá un robo. Si tú le dices a mi padre que Artigas ha robado unos caballos, él te replicará que se ha incautado de ellos para la causa. En cambio, si le dices lo de la incautación, al no recibir una explicación contraria a sus ideas, podrá meditar serenamente y, poco a poco, verá la verdad. Aunque a veces lo disimule, tiene buen juicio y sabe razonar; pero generalmente le ciega la pasión y, sobre todo, su gran corazón. Éste le juega las peores pasadas.

Julián prometió cumplir las instrucciones del hijo de don César de Echagüe y el joven, que vestía traje típico del país, montó a caballo y sin ninguna prisa, porque no la tenía por alejarse de aquellos lugares, partió hacia la carretera, con tan mala oportunidad que en el momento en que él cruzaba la puerta exterior del rancho pasaba ante ella el teniente George Crisp, seguido por veinticinco soldados de caballería.

Capítulo X: La verbosidad del teniente Crisp

El teniente Crisp sabía, como todos los oficiales de la guarnición del fuerte, que el único californiano importante que en Los Ángeles abrigaba sentimientos amistosos hacia los yanquis era el hijo del señor de Echagüe. Por lo menos era el único capaz de hablar en público con un militar, de reír con él, de invitarle a una copa y de aceptar las que quisiera ofrecer su interlocutor. Todos los demás, a excepción, al principio, de Heriberto Artigas, evitaban a los oficiales y soldados como si éstos se hallaran apestados.

—Buenas tardes —saludó el teniente.

Y como César, al salir, había tomado ya el camino del Sur, Crisp agregó:

—Veo que sigue usted mi camino.

—Sí, eso parece —respondió César, disimulando su malhumor por aquel indeseado encuentro.

—¿Va muy lejos? —siguió preguntando Crisp.

—A Capistrano —suspiró César.

—¿Sin ninguna escolta?

—No. No llevo escolta.

—Hace mal. Estos caminos no están muy seguros. Aunque tal vez para usted sí lo estén.

—Dicen que Dios protege a la inocencia —sonrió César—. Tengo fe en los viejos adagios, porque todos están basados en la realidad.

—Los tiempos cambian —replicó Crisp—. No se fíe.

Avanzaban uno al lado del otro, seguidos a corta distancia por el corneta de órdenes, por un sargento y por el resto de los soldados, que también iban charlando entre sí.

—Los tiempos sólo parecen cambiar. En realidad, lo que ocurrió anteayer se repite pasado mañana. Dicen que no es bueno lo que es nuevo. Cada primavera es distinta del anterior invierno; pero idéntica a la primavera pasada. Si usted ha leído a los clásicos griegos habrá observado que varios cientos de años antes de Cristo ya existían los mismos problemas que se plantean ahora.

—¿Qué opina usted de Artigas? —preguntó Crisp.

—¿Cree que mi opinión puede servir de algo?

—¿Por qué no? Podría darme una idea acerca del hombre a quien debo prender.

César se volvió hacia la tropa que seguía detrás y después preguntó a Crisp:

—¿Lo piensa prender con veinticinco soldados?

—Sí, con estos veinticinco soldados. ¿Le parece que no podré conseguirlo?

—Estoy seguro de que no lo conseguirá.

—¿Duda del valor de los soldados norteamericanos? ¿O es que ha tomado en serio la información publicada por
El Clamor Público
?

—No dudo de su valor ni tomo por completo en serio a los redactores del periódico.

—Entonces…

—Conozco esta tierra y ustedes no la conocen. Don Heriberto también la conoce. Claro que guerreando se aprende a hacer la guerra. Dentro de unas semanas o unos meses la práctica les habrá enseñado cómo hay que luchar. Si para entonces aún se halla usted vivo, quizá logre detener a Artigas; pero, entretanto, si se admitieran apuestas yo las haría a favor de él.

—Tendré mucho gusto en demostrarle que se halla en un error.

—Sería una suerte para usted que me lo pudiera demostrar.

—Usted es amigo nuestro, ¿verdad?

—Soy amigo de todos los que no son mis enemigos.

—¿Es enemigo suyo Artigas?

—Creo que no.

—Entonces… ¿es que se considera amigo suyo?

—No soy su enemigo —replicó César, maldiciendo mentalmente al hablador oficial.

—¿Quiere decir que en esta contienda se mantiene neutral?

—Mi deseo es ser neutral en todas las luchas violentas.

—Todo cuanto dice
El Clamor Público
es mentira.

—Yo no tengo ninguna fe en la letra impresa. Hay cosas que se comprenden en seguida.

—Me han ordenado que ahorque a Artigas en cuanto lo tenga en mis manos.

—Sospecho que él hará lo mismo con usted, si le coge.

—No me cogerá.

—Si penetra usted en las montañas detrás de él, Artigas tendrá más posibilidades de ahorcarle que usted de detenerle.

—No se puede comparar el arte militar con la improvisación guerrillera.

—No, no se puede comparar —replicó, irónicamente, César.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Crisp, advirtiendo la burla.

—Si a mí me preguntasen quién iba a vencer en una batalla entablada entre un buen general con pocos soldados y un mal general con muchos, diría que el triunfo sería del buen general; pero, en cambio, si la lucha estuviese formalizada entre un buen general y un buen guerrillero, diría que el vencedor sería aquel que más suerte tuviese. Es tan distinta la manera de pelear de unos y de otros, que sólo la fortuna puede decidir la victoria.

—¿Insiste en que Artigas me puede vencer?

—Sí.

—¿Se alegraría?

—No.

—¿Por qué?

—Porque perdería a un amigo.

—¿Puede darme algún consejo?

—Si lo hiciese dejaría de ser neutral.

—Esta noche la pasaremos en San Gabriel. Mañana daremos unas batidas por los alrededores. Ya hay otras fuerzas que persiguen a Artigas por las montañas; pero son poco importantes. Las hemos enviado para que Artigas las busque y termine por caer contra nosotros.

—Hermosa tarde, ¿no?

—¿Por qué lo dice?

—Porque es hermosa.

—Pero estábamos hablando…

—Usted hablaba de lo que le interesa. Yo hago lo mismo.

—Dicen que usted es amigo nuestro. Usted también lo ha dicho. Usted conoce estas regiones. ¿Por qué no nos ayuda?

—Cualquier indio les ayudará mejor que yo. Y sólo tendrán que darle una botella de licor y unos cigarros.

—No me fío de los indios.

—Hace mal. Son pocos los que sienten simpatía por don Heriberto. Le ayudarían muy bien.

—Me fío más de los blancos. Los indios no son buenos. En la academia nos decían que un indio sólo es bueno cuando está muerto.

—¿No cree, teniente, que viajaría más velozmente si se adelantara con sus hombres? Yo no tengo prisa alguna y me está usted haciendo marchar como si se hubiera incendiado mi casa.

—Iremos más despacio —replicó Crisp—. No quiero dejarle sin protección. Puede haber gente de Artigas por aquí y… ya me entiende, ¿no?

—Le entiendo, aunque está usted equivocado, teniente —replicó César—. ¿Sabe cuál es una de las medidas elementales de precaución contra los rayos cuando le sorprende a uno una tormenta en pleno campo? Pues no colocarse junto a ningún árbol. Los árboles atraen al rayo, y los uniformes azules atraerán a Artigas. La verdad es que no me siento seguro a su lado, a pesar del número de hombres que le acompaña. Estoy temiendo que de un momento a otro descargue el rayo.

—Si he tratado de acompañarle ha sido por su bien —respondió, altivamente, Crisp.

—Y yo agradezco su buena intención; pero… La verdad, preferiría viajar solo. Y no lo tome como una ofensa personal.

—No; lo tomaré como una muestra de aprecio. Buenas tardes, señor.

—Adiós, teniente. Hasta la vista. Y siga el único consejo que le puedo dar. No hable tanto. No explique a nadie lo que piensa hacer. Debieron habérselo advertido en la academia.

—Señor Echagüe: cuando fui destinado a California se me repitió hasta la saciedad que debíamos ser amables con los californianos, ganarnos sus simpatías y evitar los choques con ellos. Estoy tratando de cumplir esas órdenes; pero me cuesta mucho hacerlo.

—Lo imagino. Siempre ha costado más ser sensato que insensato. —Al decir esto, César sonrió alegremente.

—A usted no le cuesta mucho ser sensato.

—No. Es mi mejor cualidad.

—¿Sabe cómo llamamos en nuestra tierra a la sensatez?

—¿Cómo la llaman?

—Cobardía. —Y el teniente Crisp no sonrió al pronunciar estas palabras.

—¡Qué originales! —replicó César—. Son ustedes un pueblo muy curioso.

—Si quiere que le dé una satisfacción por mis palabras, estaré a sus órdenes cuando regrese con Artigas.

—Me ofrece usted una fácil oportunidad de mostrarme valiente; pero mi prudencia va muy lejos y, por si llegara a ocurrir un milagro, prefiero no aceptar su oferta. Adiós, teniente.

Crisp no respondió. Picando espuelas a su caballo adelantóse sin volver la cabeza. Los soldados hicieron lo mismo y César de Echagüe quedó atrás. Al poco rato los jinetes habían desaparecido camino adelante.

El teniente estaba tan furioso que obligó a su caballo y a sus soldados a avanzar a un paso vertiginoso, llegando ante el curioso y bajo campanario de San Gabriel, con sus seis distintas campanas, una hora antes de lo que había calculado.

El franciscano que tenía a su cargo la Misión salió al encuentro de los soldados, atraído por el galope de sus caballos.

—Necesitaremos alojamiento para esta noche, padre —dijo Crisp.

—No se lo puedo ofrecer muy bueno, teniente.

—No importa. Un techo que nos cubra es todo cuanto necesitamos.

—Tal vez estarían mejor en el pueblo.

—Sólo le molestaremos esta noche. Perseguimos a unos bandidos.

El franciscano vaciló. No podía hablar porque exponía la vida de unos hombres que eran de su propia raza; pero también le repugnaba exponer la vida de otros hombres que, si no eran de su raza ni de su religión, en cambio eran, según Dios ordena, hermanos suyos.

—Es mejor que siga su camino, teniente. Aquí carecemos de todo.

—Traemos víveres suficientes, padre —contestó Crisp. Después señaló un viejo edificio, aislado, a alguna distancia de la Misión—. Allí nos podremos instalar. Perseguimos a Heriberto Artigas.

El franciscano dirigió una rápida mirada a un hombre que, a corta distancia, estaba arreglando su caballo. Era un mestizo y no parecía sentir ningún interés por lo que hablaban el fraile y el teniente. El viejo fraile esperó unos instantes. El mestizo volvió al fin la cabeza y apartóse del caballo, como dispuesto a esperar.

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