Read La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (23 page)

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
11.67Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

****

Leocadio contó detalladamente cuanto había oído.
El Coyote
cerró furioso los puños y vaciló unos instantes.

—Vayamos ante todo a la Misión Quiero asegurarme de que fray Eusebio ha muerto.

—Me dieron ganas de matar a Artigas —aseguró Leocadio.

—Hiciste bien en no dejarte llevar de tus impulsos —replicó
El Coyote
—. Ese hombre me pertenece. Vamos.

Montaron a caballo y galoparon por los lugares cubiertos de hierba, a fin de ahogar el batir de los cascos de sus caballos, dirigiéronse hacia la Misión. La puerta de la iglesia estaba cerrada; pero encontraron abierta la de la sacristía. Dejando los caballos al cuidado de Evelio,
El Coyote
y Leocadio penetraron en la vieja Misión. El enmascarado conocía perfectamente aquella casa. A la débil luz de una vela que encendió en la sacristía llegó recto a la humilde habitación de fray Eusebio.

Este se encontraba tendido en la cama, y, de momento, era tanta su palidez y tan abundante la sangre que manchaba las pobres ropas del lecho, que, efectivamente, parecía muerto. En su pecho se veía hundido hasta la empuñadura un cuchillo.

—Hay esperanzas —dijo
El Coyote
en cuanto vio cómo estaba clavado el cuchillo—. No le ha atravesado el corazón.

—Yo diría que está muerto —musitó Leocadio—. Eso lo ha hecho el canalla de Basilio, el mestizo de Artigas.

—No. Artigas es el verdadero culpable.

El Coyote
se arrodilló junto a la cama y aplicó el oído al pecho del franciscano.

—El corazón todavía le late —dijo.

—Avisaremos a un médico… —empezó Leocadio.

—No lo hay aquí, ni cerca. Y si lo dejamos en la Misión, Artigas lo rematará. Hay que llevarle a Los Ángeles.

—¡Imposible! ¡Se nos morirá por el camino!

—Muerto por muerto vale la pena hacer la prueba. A las diez de la mañana puede estar en el rancho de San Antonio. Es el primero de confianza que se encuentra. El señor de Echagüe le atenderá y le defenderá. Tu hermano y tú lo llevaréis allí. Va a ser difícil; pero no queda otro remedio. No me atrevo a arrancarle el cuchillo. La hemorragia podría ser fatal. Mientras el arma siga clavada impide la salida de la sangre.

—¿Lo llevamos en un carro? —inquirió Leocadio.

—No. Los traqueteos le matarían. En algún sitio de la Misión hay hamacas indias. Colgaremos una de ellas entre los dos caballos y a fray Eusebio lo colocaremos en ella. Marchando sin demasiadas prisas no le ocurrirá nada. Es lo único que se puede hacer. Dios le protegerá. Ven.

Recorrieron tres habitaciones y en la última hallaron un montón de hamacas de hilo tejidas muchos años antes por los indígenas que estudiaban oficios en la Misión.
El Coyote
eligió la que juzgó más resistente y más larga y salió con ella adonde esperaba Evelio, junto a los dos caballos. Con unas cuerdas la hamaca fue atada a la parte trasera de la silla de Evelio y a la delantera de la silla de Leocadio.

—Tendréis que mantener los caballos a la misma marcha. Tú, Leocadio, no debes ir más de prisa que tu hermano. Vayamos en busca de fray Eusebio.

Los tres entraron en la casa y con todo cuidado sacaron al herido. Era un milagro que no hubiese muerto, pues su palidez era tan extrema que se advertía, incluso, en la oscuridad de la madrugada.

Con unas mantas indias
El Coyote
arregló una colchoneta para el franciscano. Con otra improvisó una almohada. Por fin, fray Eusebio fue tendido en la hamaca, entre los dos caballos.

—Iré a buscar licor —siguió el enmascarado—. Cada hora le haréis beber un poco. Tan pronto como lleguéis al rancho de San Antonio uno de vosotros irá a buscar al doctor García Oviedo; él quizá pueda hacer algo por este pobre hombre. Decid que llegasteis aquí persiguiendo a alguna res fugitiva, o que ibais a ver a algunas chicas, o lo que os parezca. Y que al entrar en la Misión hallasteis a fray Eusebio malherido y que le llevabais a Los Ángeles; pero como teníais miedo de que muriese antes de llegar allí, pensasteis en dejarlo en el rancho.

—El hijo del señor de Echagüe quizás se enfade —advirtió Leocadio.

—No lo creo; pero aunque así fuera me tiene sin cuidado. Su padre es el amo y se impondrá. No mencionéis a Artigas para nada. Y mucho menos me nombréis a mí. Para todos debo seguir muerto, por ahora.

—Bien, patrón. No tenga miedo. Ya sabe que somos de confianza.

—Pues a demostrarlo. Buen viaje. Y pensad que de vosotros depende la vida de ese hombre que siempre ha sido bueno con todos.

Los dos hermanos montaron a caballo y, saludando con la mano a su jefe, emprendieron el camino de Los Ángeles, siguiendo un sendero que se unía con la carretera principal mucho más allá del álamo roto, junto al cual esperaban los hombres de Artigas que debían haber detenido la diligencia.

****

El teniente Crisp estaba muy inquieto. Tenía la seguridad de que el plan que le confiaran sus jefes saldría a la perfección, pero, de todas formas, no se sentiría tranquilo hasta que se hallase de nuevo en Los Ángeles.

Había dormido un par de horas y ahora, a las tres de la madrugada, recorría los alrededores de la casa en que estaban sus hombres. Por su gusto hubiese regresado aquella noche a Los Ángeles; pero las órdenes habían sido categóricas. El regreso debería hacerse en pleno día, cuando pudieran vigilar los lados del camino y evitar una sorpresa.

Ahora, como ya había hecho otras dos veces, recorría el círculo de centinelas establecido en torno del edificio, comprobando que todos estaban en sus puestos. Sentía grandes deseos de fumar para calmar sus alterados nervios; pero se conformó con chupar un cigarro, sin encenderlo. Miró hacia Oriente. Aún faltaba bastante para que amaneciese.

—¿Puedo hablar con usted, teniente?

La voz sonó tan cerca de él que Crisp dio un respingo y buscó con nerviosa mano su revólver.

—Soy amigo, teniente —agregó la voz—. Si le hubiese querido hacer daño no necesitaba avisarle.

Crisp vio aparecer junto a él a un hombre cuyo rostro desaparecía tras el embozo de un oscuro sarape.

—¿Quién es usted? —preguntó, nervioso.

—Un amigo.

—¿Es usted californiano?

—A pesar de eso, en estos momentos soy su amigo. Mañana o pasado tal vez sea su enemigo.

—¿Le conozco?

—No.

—Entonces, ¿por qué se oculta el rostro?

—Porque podría reconocerme en otra ocasión. Se hallan ustedes en peligro.

—Ya lo sé.

—No, no lo sabe.

—¿Y usted sí?

—Sí. Entre otras cosas, sé que en esta casa tiene usted una diligencia cargada con doscientos mil dólares en oro que se envían desde San Diego a Los Ángeles.

—¿Cómo…? —empezó Crisp.

—No perdamos el tiempo en preguntas tontas. Lo sé y basta. Usted y sus hombres han sido enviados aquí, no a perseguir a Artigas, como usted ha querido hacer creer a todos los que le han escuchado, sino a proteger ese dinero del ataque de Artigas o de otros bandidos. Por eso ha hablado tanto de ahorcar a Artigas. Le ha querido dirigir hacia los montes, conservando así libre el camino en la parte más peligrosa del recorrido de la diligencia.

—Está usted soñando.

—Tal vez; pero, en ocasiones, soñando se adivina la verdad. Artigas también la conoce, y esta madrugada, cuando se haga de día, le atacará con cincuenta o sesenta hombres.

—No lo creo.

—Ya ve que le doy pruebas de que estoy bien enterado de todo. Le atacarán en masa y ustedes les rechazarán fácilmente.

—Entonces…

—Les rechazarán fácilmente porque ése es el plan de Artigas. Y como usted se muere de ganas de ganar renombre, le perseguirá al frente de sus soldados. Entonces, en cuanto abandone la protección de la casa, Artigas dará media vuelta y todos serán aniquilados.

—Tiene usted una idea muy elevada de sus compatriotas.

—Y usted la tiene demasiado baja. Además, entre la gente de Artigas sólo hay unos treinta californianos. El resto son compatriotas de usted. Más astutos que sus soldados. Y quizá más valientes. Enciérrese en la casa, abra trincheras y limítese a rechazar los ataques sin abandonar sus posiciones.

—Yo no me encierro entre cuatro paredes como si me asustara un bandido cobarde que huyó cuando podía haber resistido fácilmente y muerto con heroísmo.

—Eso le demostrará que no es tonto. Podía haber resistido. Pudo haber encontrado una muerte gloriosa; pero lo cierto es que se le escapó con toda facilidad y que, en vez de dejar de ser un peligro, se ha transformado en un peligro mucho mayor.

—¿Pertenece usted a la banda?

—No. Yo no traiciono a mis amigos. Artigas es un canalla que va a comprometer el buen nombre de los californianos. Por eso estoy con ustedes, a pesar de que les odio tanto como a él.

—Extraña forma de demostrar ese odio.

—Tengo mis motivos.

—Pues yo le creo un traidor y le deten…

Mientras decía esto, Crisp llevó la mano a la culata de su revólver. Casi lo había desenfundado cuando en la oscuridad brilló el reflejo de una estrella en el cañón de un Colt apuntando a su corazón.

—No sea estúpido, Crisp —dijo el desconocido—. Le estoy dando una oportunidad de salvar el oro que le han confiado y de hacerse famoso. No me demuestre que es un imbécil que no sabe darse cuenta de cuando se le avisa por su bien.

El movimiento que el hombre había hecho al desenfundar el revólver hizo caer el sarape, y los ojos de Crisp, habituados ya a la oscuridad, vieron el antifaz que cubría la cara de su interlocutor.

—Parece usted… —empezó. Y en seguida desechó la idea—. No,
El Coyote
ha muerto.

—No ha muerto; pero si es usted un caballero no dirá a nadie que me ha visto vivo.

—¿Es posible…? Pero
El Coyote
odiaba a los norteamericanos.

—Les sigue profesando la antipatía lógica que todo californiano ha de sentir hacia ustedes. Pero, en la guerra, a los prisioneros se les respeta la vida y, en cambio, a los traidores, a pesar de que son de la propia nacionalidad, se les ahorca. Artigas es un traidor. Y voy contra él. Le mataré si no le matan ustedes. Luego, cuando él ya no exista, seguiremos luchando nosotros. No olvide mis consejos. Adiós.

El Coyote
dio dos pasos atrás y de un salto desapareció detrás de unos arbustos; luego se oyeron sus pisadas, alejándose, y Crisp vaciló entre seguirle o disparar contra él. Cuando decidió correr en pos del enmascarado comprendió que ya era demasiado tarde.

Regresó hacia la casa, muy perplejo e inquieto. ¿Y si el aviso era cierto? Mas, ¿y si se trataba de una añagaza de Artigas? Pero lo del oro era verdad. Sin embargo…

Existe una gran diferencia entre un teniente y un general. Al teniente se le exige valor. Al general se le exige serenidad. George Crisp no tenía serenidad. Le faltaban muchos grados para conseguirla. Debía ser capitán, comandante, teniente coronel y coronel. Y la experiencia que se adquiere con el curso de los años, experiencia que a él le faltaba por entero y que tanto necesitaba en aquellos momentos, debía pesar muy gravemente en sus decisiones.

Capítulo XII: La batalla de San Gabriel

Las nieblas del amanecer se pegaban al suelo, limitando la visión de los que avanzaban silenciosamente hacia la casa en que estaban albergados los hombres de Crisp. Artigas había dado las instrucciones necesarias a todos los suyos.

—Vosotros —dijo al grupo formado por sus veinte mejores tiradores— os colocaréis en la acequia de los frailes. Es una buena trinchera. Cuando ellos salgan en pos de nosotros, dispararéis sobre seguro. Conviene no desperdiciar ni un solo tiro.

A Luis Martos le indicó:

—Tenemos que asaltar la casa en que están los soldados. Aquí tienes veinte revólveres para tus hombres. La lucha será cuerpo a cuerpo y es el arma mejor. Llevad también vuestros cuchillos. Como ellos no esperan un ataque tan fuerte, seguramente no opondrán resistencia.

—Prefiero que la opongan —contestó Martos.

—Yo prefiero que la victoria sea fácil y cueste pocas vidas. La tuya, sobre todo, es muy valiosa.

Estaban junto a la Misión y Martos pidió:

—Quisiera ver el cadáver de fray Eusebio. Y que mis hombres lo vieran. Eso les enardecerá.

Artigas se dijo que era una buena idea y la aceptó.

—Entremos —dijo.

Seguido por Martos y los suyos, entraron en la Misión por la sacristía. Martos le guió hasta el cuarto del franciscano.

—¡No está! —exclamó, al ver vacío el lecho—. ¡Pero esa sangre…!

—Lo habrán enterrado sus indios —dijo Artigas, algo inquieto por la desaparición del cadáver.

—Habrán querido curarlo —replicó Martos—. Pero no importa. Esa sangre será vengada. Vamos.

Artigas respiró, aliviado. Por un momento había temido que parte de su plan se viniera abajo. La explicación que Martos había dado era lógica. Sin duda algunos indios de los que iban a primera hora a la Misión debían de haber llevado el cuerpo del franciscano a algún curandero de su tribu, para ver si podía curarlo. Artigas tenía demasiada fe en la firme mano de Basilio para dudar de que el fraile no estuviese muerto.

Salieron todos de la Misión y, siempre en silencio, fueron avanzando hacia la casa. A cincuenta metros de ésta debía de hallarse los centinelas. Convenía que no les descubrieran antes de tiempo. Instaló a sus tiradores en la acequia y a otros en puntos estratégicos desde donde pudieran disparar con toda facilidad sobre los soldados.

El sol naciente tiñó de rosa las altas nubes; pero la tierra seguía cubierta por el frío velo de la niebla. La casa se veía parcialmente entre los jirones de aquella niebla que pronto se iría levantando. Luis Martos sentíase dominado por un fuerte nerviosismo. Era, quizá, el miedo que sienten la mayor parte de los que van a entrar en combate y que se disipa al oír los primeros disparos y comprobar que no han sido fatales para uno.

Seguido por sus compañeros avanzó pegado al suelo, pisando suavemente, con silencio de lobos que se disponen a atacar. Cada uno empuñaba un revólver amartillado.

Unos pasos que sonaron frente a él le hicieron detener. Estaban ya en la línea de centinelas. Ángel Merino, uno de los primeros que se unieron a él y que ahora marchaba a su lado, le tocó en el hombro y, por señas, le indicó su deseo de encargarse de aquel trabajo. Enfundó el revólver y sacó un cuchillo de recia hoja; luego, agazapándose, aguardó unos segundos. Una vaga sombra surgió ante él, recortándose contra el cielo. Merino saltó como un jaguar y su mano descendió con vigoroso golpe. Oyóse un ronco estertor y el centinela se desplomó con el cuello atravesado por el cuchillo.

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
11.67Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Susan Speers by My Cousin Jeremy
Watershed by Jane Abbott
Best Place to Die by Charles Atkins
Pushing Up Daisies by M. C. Beaton
Chick with a Charm by Vicki Lewis Thompson
DreamKeeper by Storm Savage
Trust the Focus by Megan Erickson