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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (26 page)

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
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—No asesiné a ningún prisionero —dijo—. Es lo único de que soy inocente.

Pero a las preguntas relativas al escondite de Artigas no pudo dar ninguna respuesta valiosa. No sabía nada. Pero él era culpable. Esto sí que lo sabía.

Capítulo XVI: La realidad

Artigas estaba trémulo de ira.

—¡Imbéciles! —gritó a sus hombres—. ¡Le habéis dejado escapar!

Si Basilio no hubiese muerto la noche anterior hubiera perecido ahora a manos de Heriberto Artigas.

—Éste era un magnífico campamento y ahora tenemos que abandonarlo a toda prisa, si no queremos recibir la visita de un escuadrón de Caballería.

Quedó pensativo un rato, como si buscara una solución a sus sospechas. La sombra de una sonrisa cruzó por sus ojos. No había mal que por bien no viniera. La muerte de Basilio de evitaba lo que le había prometido… Mientras Crisp huía del campamento, él y sus dos compañeros, Mark y Harries, habían ido a enterrar el oro cogido en la diligencia. Sólo ellos tres lo sabían. Y nadie más estaba al corriente de que hubieran hecho aquello. Por lo tanto…

Sacó el revólver y, volviéndose hacia Mark y Harries, disparó cuatro veces, mientras decía:

—¡Así morirán todos los traidores!

Fue todo tan inesperado que nadie lanzó un solo grito ni hizo el menor movimiento cuando los dos hombres, heridos mortalmente, quedaron tendidos en el suelo, agitándose cada vez más débilmente, hasta quedar inmóviles.

—Ellos fueron —siguió Artigas—. Salieron de nuestra tienda con una excusa estúpida; pero, de momento, me engañaron.

—Tal vez no fueran ellos —dijo Merino.

—Sé que fueron ellos. Sólo alguien que estuviese en el campamento podía acercarse a Basilio lo suficiente para herirle cara a cara. A un desconocido no le hubiese dejado acercar tanto. Pero si tú sabes algo más, dilo en seguida.

—No, no —se apresuró a responder Merino—. Ha sido un simple comentario. Yo no sé nada.

—Pues en marcha. Tenemos que alejarnos de aquí antes de que se presenten los soldados.

—¿Hacia dónde vamos? —preguntó Merino.

—Hacia donde dije, o sea, hacia donde no se imaginan que iremos. Sé de un sitio apartado del camino y seguro.

Artigas, buen conocedor de aquellos lugares, se puso al frente de sus hombres y, por difíciles vericuetos, llegó hasta un cañón lleno de frondosos arbolillos cuyas ramas formaban un denso techo que ahogaba todos los ruidos e impedía que las miradas llegasen hasta el fondo. Por él llegaron a un espacio más amplio, donde Artigas desmontó, anunciando que allí pasarían el día. Al llegar la noche, él y unos cuantos marcharían a una expedición.

****

Fray Eusebio parecía querer iniciar una leve mejoría. El doctor García Oviedo se lo explicó así al señor de Echagüe.

—Todo parece indicar que piensa curarse; pero muchas veces esas mejorías son como la llama de una vela, que antes de morir da, de pronto, y sólo por un segundo, una luz mucho más intensa. Parece que los enfermos se van a curar y al momento te los encuentras muertos entre las manos; pero yo creo que fray Eusebio sanará, ya que todos los síntomas que se advierten son favorables.

—¿Por qué no querrá hablar de quién le hirió? —preguntó el anciano.

El doctor encogióse de hombros.

—No es un ser normal, don César. Es un servidor de Dios que practica, tal vez, sus mandamientos. Perdona a tus enemigos. Y no sólo eso, sino que, además de perdonarlos, se les debe amar. Yo soy incapaz de hacerlo. Y como soy médico, me vengo de mis enemigos el día que me llaman. Fray Eusebio ha sido siempre muy bueno y me parece que esconde un secreto. No insista en que lo revele.

—¿Y cuando le quieran interrogar los norteamericanos?

—Tropezarán con un muro hecho de sonrisas y de palabras bondadosas, pero más fuerte que si fuese de granito. Se puede domar un potro salvaje, por mucho que lo sea; pero a un potro manso no hay forma de domarlo.

—¿Y para qué se quiere domar a un potro manso? —refunfuñó el anciano—. Es una comparación poco acertada.

—Esta vez tiene razón, don César. Y esas malas comparaciones se deben a que yo duermo muy poco. Adiós. Descanse y no se preocupe por fray Eusebio. Sanará, porque hace falta en este mundo. Si Dios hubiera querido que muriese, el cuchillo no se habría desviado tan providencialmente; o habría muerto por el camino o le hubiese matado yo. Y en cuanto a usted, cuidado con ese corazón. Debe tomar las medicinas que le receté.

—No me fío —refunfuñó, sonriendo, don César—. Tiene usted fama de haber enviado a muchos al cementerio.

Se separaron el médico y don César. Éste cogió El Clamor Público y lo releyó una vez más. La batalla de San Gabriel, como ya se la llamaba, era reseñada como si la hubieran presenciado los reporteros del periódico, y abundaban tanto las fantasías que incluso el dueño del rancho las descubrió, tirando, al fin, lejos el diario.

Cuando cesó el ruido que había producido el diario al caer al suelo, el anciano percibió otro, muy apagado, pero inconfundible. Algunos jinetes se acercaban al rancho.

Asomóse a la ventana y vio, por entre los árboles, a cinco jinetes. Uno de ellos saltó a tierra y fue hacia él, guiado por la luz que brotaba del despacho.

—¡Usted, Heriberto! —exclamó el anciano, mirando, sin creer en sus ojos, al hombre que estaba frente a él.

—¿Puedo entrar? —preguntó Artigas, echando hacia atrás su parda capa.

—Claro. No hay nadie que no sea de confianza; pero… ¿Cómo se atreve a venir aquí?

Artigas entró por la ventana e hizo seña a sus compañeros, que se acercaron un poco más.

—Todos creen que estoy más lejos —dijo después—. He venido a verle porque necesito ayuda.

—Mis hombres no pudieron…

—Olvídelo —interrumpió Artigas—. Aunque hubieran llegado a tiempo no hubiese sido distinto el resultado final de la batalla. Necesito algún dinero. Unos veinte mil pesos. He de pagar a mi gente y comprar muchas cosas. La victoria de ayer me resultó muy cara.

—Fue una hermosa victoria —respondió el anciano—. Fue rotunda.

—Sí. No cupo lugar a dudas. No quedó ni un solo enemigo. Lo que hicieron con fray Eusebio fue horrible. Le cosieron a puñaladas y luego ocultaron el cadáver.

—No, eso no —respondió el anciano—. No ha muerto.

—Le vimos en su lecho, con un cuchillo hundido en el corazón.

—Así lo trajeron a casa; pero no ha muerto. Está vivo. Ya puede hablar.

—No es posible —replicó, vacilando, Artigas—. ¿Cómo es posible…?

—Le llevaré a su habitación. Usted lo verá con sus propios ojos. Nadie tenía esperanza de que se salvara; pero Dios hizo el milagro.

Artigas sentía una creciente frialdad en la espina dorsal. Si fray Eusebio estaba vivo podía descubrir la verdad: que había sido Basilio, un criado de Artigas, quien intentó asesinarle. Que él, Artigas, había jurado no atacar a los soldados para que fray Eusebio no les avisara del peligro que corrían. Que el franciscano ocultó a los soldados su conocimiento del cercano escondite de Artigas, y que éste, como pago a eso y a los víveres que le proporcionó, le hizo apuñalar.

—Vamos —dijo, al fin, apoyando maquinalmente la mano derecha en su revólver—. Tengo ganas de hablar con él. Si llego a imaginar que estaba vivo, no hubiera atacado a San Gabriel.

—Su mérito continúa intacto —replicó el anciano—. Sígame.

Mientras se dirigían a la habitación, Artigas acabó de desenfundar el revólver. Tal vez fuera preciso matar, también, a aquel estúpido viejo y cargar las culpas, si era posible, a los yanquis. Y si no, era ya bastante rico para poder marcharse a un sitio donde se pudiese vivir alegremente.

—Tiene usted una visita, fray Eusebio. El señor Artigas.

—¡No! —gritó con sus pocas fuerzas el franciscano—. ¡No! Que se marche. Yo le perdono; pero no sé si Dios le podrá perdonar.

Heriberto Artigas levantó la mano y disparó contra el franciscano, que se desplomó sobre la cama y en cuyo pecho apareció casi en seguida una mancha de sangre.

—¿Qué ha hecho? —gritó don César de Echagüe—. ¿Cómo se ha…?

—¡Cállese, viejo imbécil! —gritó Artigas—. Deme el dinero que le he pedido.

—Entonces… ¿era verdad? ¿Tenía razón mi hijo? ¿Era usted un canalla, sinvergüenza, un traidor a nuestra patria y a nuestras honrosas tradiciones?

—Deme el dinero y no se imagine que está viviendo en los tiempos de Calderón de la Barca —replicó Artigas—. Dese prisa.

—¡Salga de mi casa! Pero, no, no salga. He de matarle. No me importa que sea bajo mi techo. ¡Traidor!

Artigas amartilló de nuevo su revólver y amenazó:

—Si no me entrega el dinero que le he pedido le mataré.

—No le daré ni un centavo. Y…

El anciano buscaba un arma con que agredir a Artigas. Éste comprendió que no iba a conseguir nada de aquel viejo. Inexplicablemente no hizo intención de matarlo y retrocedió hacia el despacho. El señor de Echagüe le siguió, recordando que en el vestíbulo, en un armario, se guardaba un viejo revólver que había sido de su hijo. Recordó que estaba cargado y fue hacia el mueble.

Al mismo tiempo sonaron unos rápidos pasos en el corredor. Alguien llegaba corriendo, atraído por el disparo, quizá.

Artigas no esperó más. Cruzó el despacho en tres zancadas y, llegando a la ventana, saltó fuera al mismo tiempo que el señor de Echagüe, con el viejo Colt modelo Paterson en la mano, se iba a precipitar tras él.

De pronto, una recia mano le detuvo y una voz le dijo al oído:

—No, don César, no se ensucie usted matando a un perro como ése, que me pertenece a mí.

El anciano quiso levantar la mano armada; pero otra mano que le ceñía la muñeca se lo impidió. Entonces volvióse hacia el que le impedía vengar la ofensa que acababa de recibir y exclamó incrédulamente:

—¡
El Coyote
! No puede ser…

—Lo soy; pero no diga a nadie que estoy vivo —respondió, con extraña y afectada voz, el enmascarado.

Soltó al anciano y le arrancó el revólver que empuñaba. Luego, yendo a la ventana, apuntó hacia los jinetes que ya escapaban por entre los árboles y disparó hasta vaciar el cilindro. El revólver era viejo, pero bueno. Su precisión bastante aceptable, y dos bultos cayeron al suelo alcanzados por aquellas balas.

—Tenga —dijo
El Coyote
, volviendo junto al caballero—. Diga que ha disparado usted. Y guarde el secreto de lo que ha ocurrido en esta casa. Vaya a ver a fray Eusebio. ¿Han disparado contra él?

—Sí —dijo, temblorosamente, el señor de Echagüe—. Ha asesinado a un herido refugiado en mi casa…

—Serénese; yo le juro que mataré a Artigas aunque deba irle a buscar al fin del mundo.

—Sí… —dijo temblorosamente—. Sí… Mátelo…, mátelo.

—Adiós y hasta pronto. Se acerca gente.

El Coyote
saltó por la ventana del despacho y deslizóse hacia la entrada secreta al sótano donde había pasado la noche y todo el día. El azar había querido que en el momento en que se disponía a salir en busca de los Lugones, sonara aquel disparo, que le obligó a ir, providencialmente, en auxilio del señor de Echagüe.

—Tendré que volver a casa en seguida —decidió—. Creo que mi padre ha recobrado el sentido.

Capítulo XVII: El fin de una banda

El Coyote
escuchó con toda atención el relato de Leocadio Lugones relativo a la detención de Martos y al lugar donde se encontraba acampada la cuadrilla de Artigas. Cuando hubo terminado, sacó un papel y escribió una larga nota. Entregándosela a Leocadio, le ordenó:

—Llévala al Fuerte y entrégala personalmente al teniente Crisp. Di que te la entregó un caballero en la plaza y te dio estos diez dólares para que la llevases —y
El Coyote
dio a Leocadio dos monedas de oro—. Ve todo lo de prisa que puedas.

Partió Leocadio a cumplir la orden de su jefe. Éste, al quedar solo, musitó:

—Confiemos en que el teniente sea hombre de honor. —Luego, con dura sonrisa, agregó—: Y si no lo es… peor para él. No llegará a lucir los galones de capitán.

****

El teniente Crisp miró a Leocadio Lugones, tratando de adivinar la verdad que, sin duda, le ocultaba aquel hombre.

—¿Dices que te lo dio un desconocido? —preguntó.

—Si, señor oficial —respondió el otro—. Un completo desconocido. Yo nunca lo había visto en la plaza.

—Pero en otro lugar sí lo habías visto.

—Puedo jurarle que no, señor capitán.

—Sólo soy teniente —rectificóle Crisp—. No le obligaré a jurar en falso.

—Yo soy incapaz de jurar en falso, capitán.

—Teniente —rectificó, de nuevo Crisp—. ¿Sabes que me dan ganas de hacerte hablar a la fuerza?

—En su lugar yo no lo intentaría, señor —replicó, burlonamente, Leocadio Lugones, suprimiendo ya el tratamiento.

—¿Me podría suceder algo malo? —preguntó Crisp.

—Yo creo que si no lee en seguida esa carta le sucederá algo muy malo —replicó Leocadio.

—Por la cabeza de tu jefe ofrecen un buen premio —musitó el oficial.

—¿Cuánto? —preguntó en seguida Leocadio.

Crisp le dirigió una desconcertada mirada. ¿Sería aquél un posible traidor?

—Quince o veinte mil dólares —dijo.

—¿Por don Goyo Pérez? —preguntó Leocadio.

—¿Es él tu jefe?

—Claro. Trabajo en su rancho; pero nadie me había dicho que dieran tanto por una cabeza tan… tan desquiciada.

—Está bien —contestó Crisp, comprendiendo que no obtendría nada de aquel hombre que, sin duda alguna, era un colaborador del
Coyote
—. Aceptaré tu historia de que te entregó una carta un desconocido. Salúdale de mi parte y dale las gracias. Puedes marcharte, pues supongo que no esperas contestación, ¿verdad?

—¿Y a quién le iba a llevar su contestación, capitán?

—Claro. A nadie, puesto que la carta te la entregó un desconocido. De todas formas, cuando le veas, salúdale de parte del teniente Crisp.

—Cuente con ello, mi capitán. Y quede usted con Dios.

Salió Leocadio del Fuerte y Crisp abrió la carta que le enviaba
El Coyote
, aunque dicha carta llegaba sin firma alguna. Estaba escrita con letra regular e impersonal, visiblemente desfigurada. Decía:

Teniente Crisp: En el cañón de Los Ángeles están reunidos los hombres de Artigas y, probablemente, el jefe estará con ellos. Si conoce el lugar sabrá que el cañón es una ratonera de donde no podrán escapar los hombres allí metidos. Actúe en seguida, antes de que escapen; pero estos informes no se los doy sin condiciones. A cambio de ellos le pido que Luis Martos no pague con su vida la locura que cometió al unirse a Artigas. Si no se cree capaz de salvar la vida a ese muchacho, que es el más honrado de cuantos se han visto comprometidos en este desdichado asunto, rompa la carta y no aproveche mis informes; yo me encargaré de salvarle, aunque para ello tenga que dejar en ridículo a las autoridades que lo tienen en su poder. Cueste lo que cueste, yo le salvaré; pero me gustaría más que la salvación se debiera a usted. Y no crea que me intereso sólo por Martos. Se halla en juego el corazón de una mujer que ha sufrido mucho y merece un poco de felicidad. Ella se llama Esther García, ama al muchacho y, si él llegara a morir, ella moriría también.

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