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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe (28 page)

BOOK: La primera aventura del Coyote / Don César de Echagüe
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—Ya somos menos —dijo éste a Calixto—. Ahora ofreceremos menos blanco.

—¿De qué hablabais? —preguntó Calixto, arrastrándose por debajo de las balas hacia donde estaba Merino.

—Del
Coyote
; pero lo importante es demostrar a esos extranjeros cómo las gastamos nosotros. Toma un cigarro. Tengo dos. Pero no lo enciendas ahora. Guárdalo para cuando sea de día y puedas fumarlo con tranquilidad, sin el riesgo de que una bala te lo haga tragar.

A las cinco de la mañana había ya la suficiente luz para que se pudiese disparar con probabilidades de dar en el blanco, y en aquel momento arreció el fuego por parte de los soldados. Busón y Merino replicaban pausadamente, eligiendo bien los objetivos, y Crisp no tardó en tener a once de sus hombres con heridas en los brazos o en los hombros.

Dirigía continuas y furiosas miradas hacia el Pico del Fraile, que tres de sus mejores tiradores estaban escalando penosamente. Cuando aquellos soldados pudiesen disparar sobre la colina la lucha terminaría; pero entretanto, la posición de los sitiados era mejor que la suya. No había ni que soñar en cruzar el camino que conducía a la colina. Era estrecho y a los californianos les habría sido muy fácil ir derribando a los que intentaran avanzar sobre ellos, pues daban sobradas pruebas de su magnífica puntería.

No debía de haber muchos allí, pues los disparos nunca eran nutridos ni se oían más de dos detonaciones simultáneas; pero quizá trataban de engañarle para hacerle caer en la tentación de atacar en masa el reducto. Era preferible esperar a que los escaladores del Fraile entraran en acción. Ángel Merino dirigía continuas miradas al cercano pico. Había oído rodar por sus escarpadas laderas algunas piedras y comprendía que lo estaban escalando por la parte que quedaba fuera de su alcance.

—Al menos, que nos dejen tiempo para acabar nuestros cigarros —dijo, dando una profunda chupada al suyo.

En este momento uno de los tres escaladores se había arrastrado por un saliente y el pálido sol del amanecer refulgió en el cañón de su fusil. Merino disparó inmediatamente y Crisp vio reducido a dos el número de los que subían al Pico del Fraile. El soldado cayó rebotando de roca en roca, hasta quedar doblado sobre una de ellas, casi al pie del picacho que representaba la silueta de un fraile con la capucha levantada.

—Buen tiro —dijo Busón, lanzando una bocanada de humo al aire.

El sol hizo brillar aquel azulado humo y en este momento, cuando Merino tenía la vista apartada del picacho, otro de los que subían por él disparó sobre Busón.

La bala destrozó el cigarro que fumaba Calixto y, penetrando por el cuello de éste, terminó con hombre y cigarro a la vez.

Rápido como una centella, Merino volvióse, y levantando el otro rifle que había cogido lo disparó sobre el matador de Busón.

El soldado, herido en el pecho, se incorporó violentamente y para no perder el equilibrio agarróse a su compañero, cuando éste iba a disparar contra Merino.

Los dos hombres quedaron recortados contra el pálido cielo. Merino cogió un tercer fusil, apuntó y apenas sonó su disparo vio caer los dos cuerpos, aún aferrados en un mortal abrazo.

Olvidando el peligro, dio un salto de alegría, descubriéndose demasiado.

Crisp, que había asistido, impotente, al drama desarrollado en el Pico del Fraile, disparó fulminantemente sobre Merino con el rifle de uno de los soldados heridos.

Merino, alcanzado en el estómago, soltó el arma y cayó de rodillas. Antes de que se pudiera incorporar de nuevo, Crisp, revólver en mano, había cruzado el camino y estaba ya en el reducto californiano, frente al último de sus defensores.

—Dispare si quiere —dijo Merino, con dura sonrisa.

Crisp bajó el revólver. No hacía falta otra bala. La primera había cumplido sobradamente su misión.

—Se está muriendo —dijo.

Merino acentuó su forzada sonrisa.

—Pues míreme y verá cómo muere un hombre de esta tierra —contestó—. No como murieron sus hombres en San Gabriel, teniente.

Uno de los soldados que habían seguido a Crisp levantó su fusil para acabar con el herido.

—Déjele —ordenó Crisp—. A pesar de todo, es un valiente.

Merino se dobló más hacia adelante. Sus ojos se nublaron y su mano derecha tanteó el suelo.

—¿Dónde está…? —jadeó. Explicando luego—: Mi cigarro…

Crisp inclinóse y lo recogió, tendiéndolo a Merino. Éste se lo llevó a los labios y chupó débilmente. Por fin, lo dejó caer, comentando con voz casi imperceptible:

—¡Bah! También se ha asustado… Duró menos que yo… Poco… fuego…

Bruscamente cayó hacia adelante, como si hasta entonces hubiera estado sostenido por un hilo que una invisible mano acabara de cortar.

****

El Clamor Público
del día siguiente dio escasos detalles de la casi total destrucción de la banda de Artigas. El
Star
, por ser de lengua inglesa, dio más detalles, aunque tuvo que admitir que la totalidad de los detenidos no eran californianos, ya que éstos o murieron antes que rendirse o consiguieron huir. También se incluía la noticia de que se ofrecía un premio de veinticinco mil dólares a quien entregara a la justicia, vivo o muerto, a Heriberto Artigas y otros premios menores para los demás fugitivos.

Y aunque se dieron detalles reales de sus breves y tristes hazañas, para todos los californianos siguió siendo un héroe que, sin duda, había muerto en el combate.

Los prisioneros deberían ser juzgados por consejo de guerra el lunes siguiente.

Por su parte,
El Clamor Público
anunció que don César de Echagüe había regresado de Méjico a tiempo de encontrar a su padre muy enfermo. También se esperaba, para muy en breve, la llegada de doña Leonor de Acevedo de Echagüe, que, con su madre, regresaban de Monterrey.

En otra parte de
El Clamor
refería que unos ladrones que intentaron asaltar la casa de don César fueron repelidos por éste, que logró matar a dos de ellos cuyos cadáveres habían sido hallados en el jardín, correspondiendo a dos conocidos maleantes perseguidos por la justicia en Omaha y Nebraska.

Por último, anunciaba
El Clamor
el fallecimiento en casa de don César de fray Eusebio, que había resultado herido en San Gabriel, sufriendo luego una fatal hemorragia ocasionada por un movimiento demasiado brusco. La impresión de este suceso, unida a la producida por su lucha contra los bandidos, había provocado en el anciano señor de Echagüe una indisposición que se esperaba fuera sin importancia.

Capítulo XVIII: La verdad

—Le previne varias veces —dijo el doctor García Oviedo al joven César de Echagüe—. Su padre nunca me ha querido hacer caso y… —el médico movió la cabeza—. No sé. Quisiera ser optimista; pero… no puedo. Con el corazón no se puede bromear como lo ha hecho su padre. Luego, todo eso de Artigas le ha afectado mucho. Me alegro de que haya llegado usted tan oportunamente.

César había entrado ya varias veces en la habitación de su padre. Éste se hallaba tendido en la cama, inmóvil, rígido, con vida sólo en los ojos. Su blanca barba se confundía con el embozo de la sábana.

—¿Qué mentira te ha contado García Oviedo? —preguntó trabajosamente el anciano.

—No es nada optimista, papá.

—¿Ha dicho eso?

—Y algo más.

—Me alegro de que por una vez no te portes como un crío. Temí que me vinieras con mentiras bonitas. Yo sé que me muero. No me alegro; pero no me asusta la idea de ir a rendir cuentas ante Dios.

—Siempre he estado seguro de que no te echarías atrás cuando llegara ese momento —respondió el joven.

—No. Hasta el último instante debemos ser fieles a nuestro blasón. A ti te costará un poco, ¿verdad?

—¿El qué?

—El tener valor cuando te llegue la hora.

—Quizá. No tengo tu energía.

—Quiero decirte algo que no he dicho a nadie. Artigas es o era un canalla. Tú lo afirmaste y yo te lo rebatí. He pecado excesivamente para querer cargar con una mentira más. Y el darte la razón es una penitencia que me será buena.

—Haces bien. Siempre hay que decir la verdad.

—En mi despacho encontrarás una carta con mis últimas disposiciones. Las escribí hace unos días, cuando el doctor me empezó a hablar de si mis ojos indicaban que mi corazón iba mal. Haz venir a los religiosos para que me preparen. ¿Cuándo cree García que se terminará todo?

—No lo ha dicho. Pero creo que será pronto. Estas emociones han sido demasiadas para ti.

—Ve a leer la carta y date prisa. Me parece que, realmente, no duraré mucho. Lamento que Leonor no esté aquí.

—Puede que llegue a tiempo.

—Ninguna mujer llega nunca a tiempo. Tú lo sabes.

—Pero los caballeros deben esperarlas. Tú también lo sabes, papá.

—Sigues siendo tan impertinente como de costumbre. Pero ya no puedo enfadarme. A pesar de todos tus defectos, te quiero y te he querido más de lo que mereces. Beatriz se llevará un gran disgusto. Ella sí que no podrá llegar a tiempo. Se fue demasiado lejos. Anda, vete.

César fue al despacho y encontró una carta en la cual su padre detallaba con extremada minuciosidad todos los detalles para aquel momento. Durante toda la tarde los criados del rancho estuvieron yendo y viniendo a Los Ángeles.

A la noche, cuando hubo terminado la actuación de los religiosos, César entró nuevamente en el cuarto de su padre. La habitación olía a cera, a capilla.

—Ya estoy preparado para el viaje —sonrió débilmente el anciano—. No esperaba que fuese tan pronto. Me creía muy fuerte aún. Dijo fray Anselmo que California me ha matado.

—Tiene razón. La amaste demasiado. Pero la culpa no es tuya. California es tan hermosa que lo merece todo. Incluso dar la vida por ella.

—No me des la razón porque comprendas que me estoy muriendo —sonrió el anciano—. Respetaré tus opiniones aunque sean contrarias. Luego llama a Lupita. Llorará mucho; pero quiero despedirme de ella. Parece mentira, César. Hace unos días me resultabas insoportable. Ahora, en cambio… Te veo tan pequeño como cuando llevabas aquellos ridículos vestidos que te hacía tu madre. Yo creo que ella, con toda su buena voluntad, te estropeó. Te mimó demasiado. La culpa de que seas como eres es un poco de ella. Dentro de un rato, cuando volvamos a encontrarnos, la reñiré. ¡No supo hacerte como yo hubiera querido que fueras!

—¿Le dijiste a fray Anselmo que habías visto al
Coyote
? —preguntó César.

—Estuve a punto de no decírselo. Pero al fin se lo confesé, aunque me costó mucho esfuerzo.

—¿Fue porque le diste tu palabra de no descubrir a nadie que estaba vivo?

—Claro; pero…

El anciano interrumpióse, mirando fijamente a su hijo. Al fin, preguntó:

—¿Cómo sabes…? Si yo no te he dicho ni una palabra…

—Te dijo: «No ensucie sus manos matando a un perro como ése, que me pertenece a mí».

—Es cierto. ¿Lo he dicho delirando?

—No has delirado ni un momento, papá —contestó César, alterando el tono de su voz—. Antes de que nos separásemos te juré que mataría a Artigas aunque tuviera que ir a buscarle al fin del mundo.

—¿Esa voz…? ¡No, César, no! ¡No te burles de mí! ¡Es imposible! ¡Tú no eres
El Coyote! El Coyote
murió hace tiempo.

—Aquel era un falso
Coyote
. Yo maté a uno de sus cómplices. Fue cuando resulté herido por Charlie MacAdams. Tú creíste que se me había disparado un revólver entre las manos.

El agonizante permaneció callado largo rato. Sólo el jadeo de su respiración indicaba que aún estaba vivo. Con un esfuerzo y con los ojos brillantes, preguntó:

—¿Por qué me has ocultado durante tantos años eso?

—Tuve miedo de que, si lo sabías, tu entusiasmo nos perdiera a los dos. Era mejor que incluso tú me creyeras un cobarde.

—Pero me has castigado durante muchos años haciéndome creer que tú no eras como han sido siempre los Echagüe. ¡Me habrías hecho tan feliz diciéndome a tiempo la verdad! No es agradable sentir desprecio por un hijo. Y yo lo he sentido muchas veces. Debes perdonarme. Hice mal en no tener siempre fe en ti.

—Antes de revelarte la verdad me has dicho que me querías y me habías querido siempre.

—Sí… A veces me consideraba un gran estúpido por querer a un hijo como tú. Pero nunca perdí del todo las esperanzas. Una vez, cuando eras tan pequeño que cabías en mis dos manos, dije, por decir algo, que estaba seguro de que llegarías a ser famoso… A hacer grandes cosas. Fui muy sagaz, ¿verdad? Como si, hubiese visto la verdad. Pero luego, cuando regresaste de Cuba. Tan… —El anciano se echó a reír débilmente—. De todas formas fue una magnífica broma. Nos engañaste a todos. Incluso a mí. Me gustaría vivir lo suficiente para llamar a don Goyo y decirle que mi hijo es
El Coyote
. ¡Cómo se quedaría! Parece como si viera su cara. Se ha permitido varias veces decir que tú eras… Si aguanto esta noche, hazle venir. No quiero perderme el placer de verle abrir los ojos llenos de asombro. Y otros también sabrán quién es mi hijo. ¡Conque es un lechuguino que no tiene coraje para responder con un tiro a una bofetada! Se iban a quedar más corridos… Pero… Leonor lo sabe todo, ¿verdad?

—Sí. Lo descubrió cuando me hirieron en su casa. No pude evitarlo.

—Ahora comprendo de quién está enamorada. Nunca la había comprendido. Si llega a tiempo le pediré que me perdone por haber dudado de su inteligencia.

El moribundo calló unos instantes, respirando con gran fatiga. Por último pidió:

—Llama a Julián y a Lupita. Quiero decirles quién eres. Ellos son de confianza. Son gente como la de antes, de esa que se deja hacer pedazos antes que descubrir un secreto. También me quiero despedir de ellos. La chiquilla llorará mucho y me emocionará; pero quiero ver su cara cuando le diga quién eres tú.

—Seguramente se emocionarán —murmuró el joven.

Una sospecha asaltó al anciano.

—No se lo habrás dicho, ¿verdad? Supongo que tampoco habrás tenido confianza en ellos. Si no la tuviste en mí…

—Claro, papá. Nadie ha sabido nunca nada. Sólo Leonor.

—Me habría disgustado que sólo no tuvieses confianza en mí. ¡Cómo has cambiado! ¡Parece como si, de pronto, me hubiera nacido otro hijo! Muy crecidito… Date prisa. Y que Julián vaya en seguida a casa de don Goyo. Que venga a verme y a oír unas cuantas verdades. Corre. No pierdas ni un minuto. Me quedan muy pocos y quiero aprovecharlos.

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