La primera noche (12 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: La primera noche
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—Ha venido a visitarte de vez en cuando —me dijo, y le guiñó un ojo a la niña.

A mi vez, me agaché para saludarla. La niña me miró con aire travieso y se echó a reír. Tenía las mejillas rojas como manzanas.

Ya estábamos llegando a la planta baja, todo iba bien. Coincidimos con un camillero en el ascensor, pero no nos prestó atención. Cuando las puertas de la cabina se abrieron en el vestíbulo del hospital, nos encontramos de frente con mi madre y mi tía Elena. A partir de ese momento, mi intento de evasión se convirtió en una pesadilla. Lo primero que hizo mi madre fue gritar, preguntándome qué estaba haciendo levantado. La cogí del brazo y le supliqué que me acompañara fuera sin armar escándalo. Creo que si le hubiera pedido que bailara un sirtaki en mitad de la cafetería me habría resultado más fácil convencerla.

—Los médicos le han dado permiso para dar un paseíto —dijo Walter, en un intento por tranquilizar a mi madre.

—¿Y hay que llevar la maleta para un simple paseíto? Ya que estáis, lo mismo queréis internarme en geriatría —nos espetó, furiosa.

Se volvió hacia dos conductores de ambulancia que justo pasaban por ahí, y yo no tardé en adivinar sus intenciones: devolverme a mi habitación, a rastras si era necesario.

Miré a Walter, y eso bastó para comprendernos. Mi madre se puso a vociferar, y nosotros echamos a correr en un
sprint
hacia las puertas del vestíbulo. Logramos salir antes de que los vigilantes reaccionaran a las súplicas de mi madre, que exigía a todo pulmón que me alcanzaran.

No estaba muy en forma que digamos. Al doblar la esquina sentí que me ardía el pecho y sufrí un violento ataque de tos. Me costaba respirar, me latía el corazón a mil por hora, y tuve que parar para recuperar el aliento. Walter se dio la vuelta y vio que dos agentes de seguridad corrían hacia nosotros. Tuvo una idea propia de un genio. Se precipitó hacia los agentes, cojeando, y declaró, con aire contrito, que dos tipos que corrían lo habían empujado con violencia antes de desaparecer por la calle de al lado. Mientras los guardias se precipitaban hacia allí, Walter paró un taxi y me indicó con un gesto que me reuniera con él.

No dijo nada en todo el trayecto, me preocupó verlo de pronto tan callado, no comprendía qué lo había sumido de pronto en ese mutismo.

Su habitación de hotel se convirtió en nuestro cuartel general, allí prepararíamos mi viaje. La cama era lo bastante grande como para poder compartirla. Walter puso una almohada en medio para delimitar ambos territorios. Mientras yo descansaba, él se pasaba el día al teléfono; de vez en cuando, salía a tomar un poco el aire, decía. Eran más o menos las únicas palabras que se dignaba pronunciar, porque apenas me dirigía la palabra.

No sé por qué milagro obtuvo de la embajada china que me expidieran un visado en cuarenta y ocho horas. Le di las gracias mil veces. Desde nuestra evasión del hospital, ya no era el mismo.

Una noche que cenábamos en la habitación, Walter encendió el televisor; seguía negándose a hablar conmigo. Cogí el mando y apagué la tele.

—¿Por qué estás enfadado conmigo?

Walter me arrebató el mando y volvió a encender el televisor.

Me levanté, desenchufé el cable y me planté delante de él.

—Si he hecho algo que no te ha gustado, dímelo ya, y arreglemos esto de una vez por todas.

Walter se quedó mirándome largo rato y se fue sin decir una palabra a encerrarse en el cuarto de baño. Me pasé un buen rato llamando a la puerta, pero se negó a abrirme. Volvió a aparecer unos minutos más tarde, se había cambiado de ropa, y me avisó de que si el estampado de cuadros de su pijama suscitaba en mí el menor sarcasmo, me iría a dormir al pasillo; luego se metió en la cama y apagó la luz sin darme siquiera las buenas noches.

—Walter —dije en la oscuridad—, ¿qué he hecho, qué ocurre?

—Pues ocurre que hay momentos en que ayudarte se me hace muy cuesta arriba.

El silencio se instaló de nuevo, y me di cuenta de que no me había mostrado muy agradecido con él por todo lo que había hecho por mí últimamente. Seguramente mi ingratitud le había hecho daño, y le pedí perdón por ello. Walter me contestó que mis disculpas le traían sin cuidado. Pero, añadió, si encontraba la manera de hacernos perdonar nuestra conducta inadmisible para con mi madre y, sobre todo, con mi tía, me estaría muy agradecido. Dicho esto se dio la vuelta y se calló.

Encendí la luz y me incorporé en la cama.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Walter.

—¿De verdad te has encaprichado de Elena?

—¿Y a ti qué más te da? No piensas más que en Keira, sólo te preocupa tu propia historia, sólo piensas en ti. Cuando no es tu investigación y tus estúpidos fragmentos, es tu salud; cuando ya no se trata de tu salud, se trata de tu arqueóloga, y cada vez llamas al bueno de Walter para que te eche una mano. Walter por aquí, Walter por allí, pero si yo intento sincerarme contigo, me mandas a paseo. ¡No me vengas ahora con que te interesan mis amores, cuando la única vez que quise hacerte alguna confidencia te reíste de mí!

—Te aseguro que no era mi intención.

—¡Pues lo hiciste de todos modos! ¿Y ahora qué, puedo dormirme ya, sí o no?

—No, hasta que no hayamos terminado esta discusión aquí no duerme nadie.

—Pero ¿qué discusión? —exclamó Walter, furioso—. Si sólo hablas tú.

—Walter, ¿de verdad estás enamorado de mi tía?

—Me disgustaría haberla contrariado al ayudarte a escapar del hospital, ¿te basta como respuesta?

Me froté la barbilla y reflexioné unos segundos.

—Si me las arreglara para disculparte a ti por completo y para conseguir que te perdonara, ¿dejarías de estar enfadado conmigo?

—¡Tú hazlo, y luego ya veremos!

—Pues me ocuparé de ello mañana mismo, a primera hora.

Los rasgos de Walter se relajaron, y hasta me dedicó una sonrisita antes de darse la vuelta y apagar la luz.

Cinco minutos más tarde encendió la luz y se incorporó de un salto.

—¿Por qué no disculparse esta misma noche?

—¿Quieres que llame a Elena a estas horas?

—No son más que las diez. Yo te he conseguido un visado para China en dos días, tú podrías conseguirme el perdón de tu tía en una noche, ¿no te parece?

Me levanté y llamé a mi madre. Escuché sus reproches durante más de un cuarto de hora sin tener ocasión de intervenir para defenderme. Cuando ya no se le ocurría nada más que decir, le pregunté si, fueran cuales fueran las circunstancias, no habría ido a buscar a mi padre a la otra punta del mundo si hubiera estado en peligro. La oí reflexionar. No necesitaba verla para saber que sonreía. Me deseó buen viaje y me pidió que no me entretuviera por el camino. Durante mi estancia en China, prepararía algunos platos dignos de ese nombre para recibir a Keira a nuestro regreso.

Estaba a punto de colgar cuando me acordé del motivo de mi llamada, y le pedí que me pusiera con Elena. Mi tía ya se había retirado a la habitación de invitados, pero le supliqué a mi madre que fuera a buscarla.

A Elena nuestra evasión le había parecido tremendamente romántica. Walter era un amigo como hay pocos por haber accedido a arriesgarse tanto por mí. Me hizo prometer que nunca le repetiría a mi madre lo que acababa de decirme.

Volví con Walter, que caminaba nervioso de un extremo a otro del cuarto de baño.

—¿Y bien? —me preguntó, inquieto.

—Pues nada, que me parece que este fin de semana, mientras yo cojo un avión con destino a Pekín, tú podrías coger un barco rumbo a Hydra. Mi tía te esperará en el puerto para cenar contigo. Te recomiendo que le pidas una musaca, es su debilidad, pero que quede entre nosotros, yo no te he dicho nada.

Dicho esto, agotado, apagué la luz.

El viernes de esa misma semana, Walter me acompañó al aeropuerto. El vuelo salió sin retraso. Cuando el avión se elevaba en el cielo de Atenas contemplé el mar Egeo desaparecer bajo las alas y experimenté una extraña sensación de
déjà-vu.
Diez horas después estaría en China…

Pekín

En cuanto pasé todos los trámites de la aduana cogí un vuelo con destino a Chengdu.

A mi llegada al aeropuerto me esperaba un joven intérprete enviado por las autoridades chinas. Me condujo hasta el palacio de justicia, situado en el otro extremo de la ciudad. Sentado en un banco de lo más incómodo, pasé largas horas esperando a que el juez encargado del caso de Keira tuviera a bien recibirme. Cada vez que daba una cabezada —llevaba veinte horas sin pegar ojo—, mi acompañante me pegaba un codazo; cada vez que eso ocurría, lo veía suspirar, para darme a entender que juzgaba mi comportamiento inaceptable en ese lugar. Por la tarde, la puerta ante la que esperábamos con tanta paciencia se abrió por fin. Un hombre corpulento salió del despacho, con un montón de carpetas bajo el brazo, sin prestarme la más mínima atención. Me levanté de un salto y corrí tras él para indignación de mi intérprete, que recogió sus cosas de prisa y corriendo y se precipitó detrás de mí.

El juez se detuvo para mirarme de arriba abajo, como si yo fuera un extraño animal. Le expliqué el motivo de mi visita, estaba convenido que debía presentarle el pasaporte de Keira para que él pudiera invalidar la sentencia pronunciada contra ella y autorizar su liberación. El intérprete cumplía con su tarea lo mejor posible, su voz insegura delataba el profundo respeto que le inspiraba la autoridad de aquel al que yo me dirigía. El juez estaba impaciente. Yo no había concertado una cita con él, no tenía tiempo para mí. Se marchaba al día siguiente a Pekín, su nuevo destino, y todavía tenía mucho trabajo.

Le corté el paso; me sentía muy cansado, lo que no era de gran ayuda, antes al contrario, contribuyó a que perdiera la paciencia y los nervios.

—¿Necesita mostrarse cruel e indiferente para hacerse respetar? ¿No le basta con hacer justicia? —le pregunté.

Mi intérprete palideció, tanto que temí por su salud. Tartamudeó, se negó categóricamente a traducir mis palabras y me arrastró a unos pasos de allí para hablarme a solas.

—¿Ha perdido la razón? ¿Es que no sabe con quién está hablando? Si traduzco lo que acaba de decir, los que pasaremos la noche en la cárcel seremos nosotros.

Me traían sin cuidado sus advertencias, lo empujé a un lado y eché a correr de nuevo hacia el juez que había aprovechado el despiste para darnos esquinazo. Una vez más volví a cortarle el paso.

—Esta noche, cuando descorche una buena botella para celebrar su ascenso, dígale a su esposa que se ha convertido en un personaje tan poderoso, tan importante, que la suerte de una inocente ya no tiene por qué alterar su conciencia. Mientras se esté atiborrando a pasteles, piense un momento en sus hijos, hábleles del sentido del honor, de la moral, de la respetabilidad, del mundo que su padre les legará, un mundo en el que mujeres inocentes pueden pudrirse en la cárcel porque algunos jueces tienen cosas mejores en qué ocupar su tiempo que hacer justicia, ¡dígale todo eso a su familia, así me parecerá que participo un poco de la fiesta, y Keira también!

Esta vez mi intérprete me alejó de allí a rastras, suplicándome que me callara. Mientras me sermoneaba, el juez nos miró y se dirigió por fin a mí.

—Hablo su lengua perfectamente, estudié en Oxford. Su intérprete lleva razón, no tiene usted educación, pero desde luego no le falta audacia.

El juez consultó su reloj.

—Deme ese pasaporte y espéreme aquí, voy a ocuparme de usted.

Le tendí el documento, que me arrancó de las manos antes de volver con paso presuroso a su despacho. Cinco minutos más tarde surgieron detrás de mí dos policías; apenas me dio tiempo a darme cuenta de su presencia cuando ya me habían puesto las esposas y me estaban sacando a la fuerza de allí. Mi intérprete, al borde de una crisis de nervios, me siguió, jurando que al día siguiente a primera hora avisaría a mi embajada. Los policías le ordenaron que se alejara, y a mí me arrojaron sin miramientos al interior de una furgoneta. Después de tres horas por una carretera llena de baches, llegué al patio de la prisión de Garther, que no se parecía en nada al majestuoso monasterio que yo había imaginado en mis peores pesadillas.

Me confiscaron la maleta, el reloj y el cinturón. Liberado de las esposas, me condujeron, vigilado por varios guardias, hasta una celda, donde conocí a mi compañero de reclusión. Debía de tener por lo menos sesenta años y no le quedaba un solo diente en la boca. Me habría encantado saber qué crimen había cometido para estar encerrado ahí, pero la conversación se anunciaba difícil. Ocupaba la litera de arriba, de modo que me instalé en la de abajo, lo que me daba igual hasta que vi una rata bien gorda en el pasillo. No sabía qué iba a ser de mí, pero Keira y yo estábamos reunidos en el mismo edificio, y ese pensamiento me ayudó a no venirme abajo en ese establecimiento cuya única estrella era roja y estaba cosida en la gorra de los carceleros.

Una hora más tarde, abrieron la puerta y yo seguí a mi compañero de celda, que se unió a una larga fila de presos que bajaban a buen ritmo la escalera que llevaba al comedor. Llegamos a una inmensa sala donde la palidez de mi piel causó sensación. Los presos, sentados ya a las mesas, me observaron, y yo me imaginé lo peor, pero después de burlarse de mí cada uno de ellos volvió a meter la nariz en su plato. La sopa, en la que flotaban un poco de arroz y un tropezón de carne, me quitó el apetito nada más verla. Aprovechando que todas las cabezas estaban bajadas, miré hacia la larga reja que nos separaba de la parte del comedor que ocupaban las mujeres. Mi corazón se puso a latir con más fuerza, Keira debía de estar en alguna parte entre las hileras de presas que cenaban a pocos metros de nosotros. ¿Cómo advertirle de mi presencia sin que me vieran los guardias? Estaba prohibido hablar, mi vecino se había llevado un porrazo en la nuca por haberle pedido a otro preso que le pasara la sal. Pensé que me llevaría el mismo castigo, pero, como ya no aguantaba más, me levanté de un salto, grité «¡Keira!» en mitad del comedor y volví a sentarme al instante.

Se hizo un silencio total, ya no se oía un solo ruido, ni de cubiertos ni de mandíbulas. Los guardias escrutaron la sala, sin moverse. Ninguno de ellos había logrado localizar al interno que se había atrevido a infringir la norma. Ese silencio, pesado como el plomo, duró aún unos segundos, y de pronto oí una voz conocida gritar «¡Adrian!».

Todos los presos volvieron la cabeza hacia las presas, y todas las presas, a su vez, dirigieron la mirada hacia los presos, hasta los guardias y las carceleras hicieron lo mismo; a cada lado de la gran sala, todo el mundo se observaba.

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