La primera noche (10 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: La primera noche
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Cómodamente sentado detrás, Ivory aprovechó el trayecto para descansar un poco. Era apenas mediodía cuando el crujido de los neumáticos sobre la grava lo sacó de su ensimismamiento. El coche recorría una majestuosa avenida bordeada de setos de eucalipto perfectamente podados. Se detuvo bajo un porche con columnas invadidas por rosales trepadores. Un empleado lo condujo hasta el saloncito donde lo esperaba su anfitrión.

—¿Coñac,
burbon,
ginebra?

—Me conformo con un vaso de agua; buenos días, sir Ashton.

—¿Cuánto hace que no nos vemos, veinte años?

—Veinticinco, y no me diga que no he cambiado; no queramos engañarnos, ambos estamos más viejos.

—Me imagino que no es eso lo que lo trae por aquí.

—¡Pues sí que lo es, mire usted por dónde! ¿Cuánto tiempo nos da?

—Dígamelo usted, ya que se ha autoinvitado.

—Me refería al tiempo que nos queda en este mundo. A nuestra edad, ¿diez años como mucho?

—¿Cómo quiere que lo sepa? Además, no tengo ganas de pensar en eso.

—Qué lugar más hermoso —añadió Ivory a la vez que contemplaba el gran parque que se extendía al otro lado de los ventanales—. Según parece, su residencia de Kent no tiene nada que envidiarle a ésta.

—Felicitaré a mis arquitectos de su parte. ¿Esto sí era el objeto de su visita?

—Lo único malo de todas estas propiedades es que no puede uno llevárselas a la tumba. Esta acumulación de riquezas obtenida a costa de tanto esfuerzo, tantos sacrificios, todo ello resulta vano al final de nuestras vidas. Aunque aparcara su precioso Jaguar en la puerta del cementerio, entre nosotros, ¡la tapicería de cuero y el revestimiento de madera poco importarían ya!

—Pero estas riquezas, mi querido Ivory, se las legaremos a las generaciones que nos sucederán, como nos las legaron a nosotros nuestros padres.

—Hermosa herencia en lo que a usted respecta, en efecto.

—No es que su compañía me sea desagradable, pero tengo una agenda muy ocupada, así que, si tuviera a bien decirme adonde quiere llegar…

—Mire usted, los tiempos han cambiado, lo pensaba ayer, sin ir más lejos, mientras leía el periódico. Los dueños de las grandes fortunas dan con sus huesos en la cárcel y se pudren, hasta el final de sus días, en minúsculas celdas. Adiós a sus palacios y a sus lujosas residencias, nueve metros cuadrados como máximo, ¡y eso en las prisiones VIP! Y mientras tanto, sus herederos derrochan hasta el último céntimo, tratando de cambiarse de nombre para lavar la deshonra heredada de sus padres. Lo peor es que ya nadie se libra, la impunidad se ha convertido en un lujo desorbitado, incluso para los más ricos y los más poderosos. Ruedan cabezas, todas, una tras otra; está de moda. Lo sabe usted mejor que yo, los políticos ya no tienen ideas, y cuando las tienen, son inadmisibles. De modo que, ¿qué hay mejor para enmascarar la carencia de verdaderos proyectos sociales que alimentar la venganza popular? La riqueza extrema de unos es responsable de la pobreza de otros, eso hoy en día lo sabe todo el mundo.

—¿No habrá venido a importunarme a mi casa para darme la tabarra con su prosa revolucionaria o su sed de justicia social?

—¿Prosa revolucionaria? Me malinterpreta usted, a mí a conservador no hay quien me gane. En cuanto a la justicia, por el contrario, su comentario me honra.

—Vaya al grano, Ivory, empieza usted a aburrirme seriamente.

—Tengo un trato que ofrecerle, algo justo, como usted mismo menciona. Le doy la llave de la celda donde podría acabar sus días si envío al
Daily News
o al
Observer
el expediente que obra en mi poder sobre usted a cambio de la libertad de una joven arqueóloga. ¿Entiende ahora a lo que me refería antes?

—¿Qué expediente? ¿Y con qué derecho viene usted a amenazarme a mi propia casa?

—Tráfico de influencias, actividad prohibida a un funcionario, financiación oculta de la Cámara de Diputados, conflictos de intereses en sus distintas sociedades, apropiación indebida, evasión fiscal, es usted todo un fenómeno, mi querido amigo, no se detiene ante nada. Tampoco supone para usted ningún problema encargar el asesinato de un científico. ¿Qué tipo de veneno utilizó su matón para quitar a Adrian de en medio, y cómo se lo inoculó? ¿En algo que bebió en el aeropuerto, en el zumo que le ofrecieron antes de despegar? ¿O se trata de un veneno de contacto? ¿Un pequeño pinchazo mientras lo cacheaban en el momento de pasar el control de seguridad? ¡Ahora ya puede decírmelo, tengo curiosidad!

—Es usted ridículo, mi querido amigo.

—Embolia pulmonar a bordo de un vuelo con destino a China. El título es un poco largo para una novela policíaca, ¡sobre todo porque el crimen dista mucho de ser perfecto!

—Sus acusaciones gratuitas e infundadas me traen sin cuidado, lárguese de mi propiedad antes de que mis hombres lo echen a patadas.

—Hoy en día, la prensa escrita no tiene tiempo de comprobar lo que publica, el rigor editorial de otro tiempo se consume en el altar de los titulares que venden periódicos a porrillo. No se les puede reprochar nada, la competencia es encarnizada en la era de internet. ¡Un lord como usted en la picota, eso sí que tiene que vender! No crea usted que por su edad avanzada no vería el desenlace de una comisión de investigación. El verdadero poder no está ya en los pretorios, ni en las asambleas: los periódicos alimentan los procesos, proporcionan las pruebas, se hacen eco de los testimonios de las víctimas; a los jueces luego ya sólo les queda dictar sentencia. En cuanto a amigos y conocidos, ya no se puede contar con nadie. Ninguna autoridad se arriesgaría a comprometerse, sobre todo por uno de sus miembros. La gangrena da demasiado miedo. Ahora la justicia es independiente, ¿no es ésa precisamente la nobleza de nuestras democracias? Mire si no a ese financiero estadounidense responsable de la mayor estafa del siglo, en dos o tres meses se liquidó todo.

—¿Qué quiere de mí, maldita sea?

—Pero ¿es que no me escucha? Acabo de decírselo, utilice su poder para liberar a esa arqueóloga. Yo, por mi parte, tendré la amabilidad de no contarles a los demás lo que ha tramado usted contra ella y su amigo, ¡pobre insensato! Si revelara que, no contento con haber intentado asesinarla, además ha conseguido su encarcelación, lo echarían del consejo y lo sustituirían por alguien más respetable.

—Es usted totalmente ridículo, e ignoro de qué me está hablando.

—En ese caso, sólo me queda despedirme, sir Ashton. ¿Me permite abusar un poco más de su generosidad? Quizá podría su chófer acompañarme, al menos hasta una estación; no es que me asuste la caminata, pero si me ocurriera algo por el camino, de regreso de haber ido a visitarlo, el hecho causaría muy mala impresión.

—Mi automóvil está a su disposición, pida que lo lleven donde le venga en gana, pero ahora ¡largo de aquí!

—Es muy generoso por su parte, lo que me incita a mí a serlo también con usted. Le dejo que sopese mi trato hasta esta noche; me alojo en el Dorchester, no dude en llamarme allí. Los documentos que esta mañana le he confiado a mi mensajero no llegarán a sus destinatarios hasta mañana, a menos que, de aquí a entonces, le avise de que no los entregue, por supuesto. Le aseguro que, visto lo que pueden revelar, mi petición es más que razonable.

—Si cree que puede chantajearme de esta manera tan burda, comete un grave error.

—¿Quién habla de chantaje? Yo no saco ningún beneficio personal de este pequeño trato. Hace un día espléndido, ¿verdad? Le dejo para que pueda disfrutarlo al máximo.

Ivory cogió su maletín y recorrió él solo el pasillo que llevaba a la puerta principal. El chófer estaba fumándose un cigarro junto a la rosaleda. Al verlo llegar, se precipitó hacia la berlina y le abrió la puerta.

—Termínese el cigarro tranquilamente —le dijo Ivory al saludarlo—, no tengo ninguna prisa.

Desde la ventana de su despacho, sir Ashton observó, furioso, a Ivory subir al asiento trasero de su Jaguar y alejarse por el camino de grava. Una puerta disimulada en la biblioteca se abrió, y entró un hombre en la habitación.

—Me he quedado sin habla, tengo que reconocer que esto no me lo esperaba.

—Ese viejo estúpido ha venido a amenazarme a mi propia casa, pero ¿quién se cree que es?

El invitado de sir Ashton no contestó.

—¿Qué pasa? ¿Por qué pone esa cara? ¡No empezará ahora usted también! —bramó sir Ashton—. Si ese viejo chocho se atreve a acusarme públicamente de lo que sea, una legión de abogados lo despellejará vivo, no tengo estrictamente nada que reprocharme. ¿No habrá creído lo que cuenta ese viejo loco, espero?

El invitado de sir Ashton cogió una botella de Oporto y se sirvió una gran copa que se bebió de un tirón.

—¡Contésteme de una vez! —se enfadó sir Ashton.

—Prefiero no pronunciarme, así al menos nuestra amistad no se verá dañada más que unos días, unas semanas como mucho.

—Largo de aquí, Vackeers, salga de aquí y llévese consigo su arrogancia.

—Le aseguro que no había arrogancia en mis palabras. Siento sinceramente lo que le ha pasado, yo en su lugar no subestimaría a Ivory. Como bien ha dicho usted mismo, está un poco loco, lo que lo convierte en un enemigo tanto más peligroso.

Y Vackeers se retiró sin añadir nada más.

Londres, hotel Dorchester, a última hora de la tarde

Sonó el teléfono, Ivory abrió los ojos y miró la hora en el reloj que había en la repisa de la chimenea. La conversación fue breve. Esperó unos instantes antes de hacer, a su vez, una llamada desde su teléfono móvil.

—Quería darle las gracias. Me ha llamado, acabo de colgar; me ha sido usted de grandísima ayuda.

—No he hecho gran cosa.

—Al contrario. ¿Qué me dice de una partida de ajedrez? En Amsterdam, en su casa, el jueves que viene, ¿le apetece?

Una vez terminada su conversación con Vackeers, Ivory hizo una última llamada. Walter escuchó con atención las instrucciones que el viejo profesor le daba y lo felicitó por ese golpe maestro.

—No se haga muchas ilusiones, Walter, todavía no podemos cantar victoria. Aunque consiguiéramos que Keira volviera, aún así seguiría estando en peligro. Sir Ashton no renunciará, le he dado un buen golpe, en su terreno además, pero no tenía elección. Fíese de mi experiencia, se tomará la revancha en cuanto tenga ocasión. Sobre todo, esto tiene que quedar entre usted y yo, es inútil preocupar a Adrian por ahora, es mejor que no sepa nada de lo que lo ha llevado al hospital.

—Y en lo que concierne a Keira, ¿cómo debo presentarle la situación?

—Invéntese algo, diga que es cosa suya.

Atenas, al día siguiente

Elena y mi madre pasaron la mañana cuidando de mí; como cada día desde mi hospitalización, cogieron el primer ferry, que salía de Hydra a las siete de la mañana. Al llegar al Pireo, a las ocho, se dieron prisa para llegar a tiempo a tomar el autobús, que las dejó, media hora más tarde, en la puerta del hospital. Después de desayunar en la cafetería, entraron en mi habitación, cargadas de provisiones, de flores y de mensajes de ánimo de parte de la gente del pueblo. Como cada día, se marcharían a última hora de la tarde, volverían a tomar el autobús y embarcarían, en el Pireo, a bordo del último ferry para regresar a su casa. Desde mi enfermedad, Elena no había vuelto a abrir su tienda, mi madre se pasaba el tiempo en la cocina, y los platos que preparaba con tanto amor como esperanza mejoraban la vida cotidiana de las enfermeras que cuidaban de su hijo.

Ya era mediodía, y creo que su charla incesante me agotaba más que las secuelas de mi maldita neumonía.

Pero cuando llamaron a la puerta, ambas callaron. Nunca había asistido aún a ese fenómeno, tan sorprendente como si el canto de las cigarras se interrumpiera en mitad de un día soleado. Nada más entrar, Walter reparó en mi expresión de pasmo.

—¿Qué pasa? —me preguntó.

—Nada, nada en absoluto.

—Sf, claro que pasa algo, te lo leo en la cara.

—Nada de nada, de verdad, estaba charlando con mi deliciosa tía Elena y con mi madre cuando has entrado tú, nada más.

—¿Y de qué charlabais?

Mi madre intervino en seguida.

—Estaba diciendo que quizá esta enfermedad deje secuelas que ahora no sabemos.

—¿Ah, sí? —preguntó Walter, inquieto—, ¿Qué han dicho los médicos?

—Oh, los médicos… Han dicho que podría salir la semana que viene, pero lo que dice su madre es que su hijo se ha vuelto un poco idiota, ése es el balance médico, ya que lo pregunta. Debería irse a tomar un café con mi hermana, Walter, mientras yo hablo un momento con Adrian.

—Me encantaría, pero antes tengo que decirle una cosa a su hijo. No se moleste, pero tengo que hablarle de hombre a hombre.

—¡Bueno, pues ya que las mujeres no somos bienvenidas, nos vamos! —dijo Elena.

Se llevó a mi madre y nos dejó solos.

—Tengo excelentes noticias para ti —dijo Walter al sentarse en el borde de mi cama.

—Empieza de todas maneras por la mala.

—¡Necesitamos un pasaporte de aquí a seis días, y es imposible conseguirlo en ausencia de Keira!

—No entiendo de qué me estás hablando.

—Ya me lo imaginaba, pero me has pedido que empiece por la mala. Este pesimismo sistemático tuyo es una pesadez, de verdad. Bueno, escúchame, porque cuando te digo que tengo una buena noticia para ti, es que es buena de verdad. ¿Te había dicho que conozco a un par de personas muy influyentes que pertenecen al consejo de administración de nuestra Academia?

Walter me explicó que nuestra Academia había desarrollado programas de investigación y de intercambio con ciertas universidades chinas importantes. Yo no lo sabía. Me dijo también que, al hilo de viajes repetidos, por fin se habían establecido ciertas relaciones en distintos peldaños de la jerarquía diplomática. Walter me confió haber logrado, gracias a sus contactos, poner en marcha un engranaje silencioso cuyas ruedas no habían dejado de girar… Desde una alumna china que estaba terminando el doctorado en la Academia y cuyo padre era un juez que gozaba del favor del poder, hasta varios diplomáticos empleados en el servicio de visados concedidos por Su Majestad, pasando por Turquía, donde un cónsul que había desarrollado gran parte de su carrera en Pekín conocía todavía a algunos altos dignatarios, los engranajes seguían girando, de país en país, de continente en continente, hasta una última rueda que había dado una vuelta decisiva en la provincia de Sichuan. Las autoridades locales, que se habían vuelto algo más benévolas, se preguntaban desde hacía poco si el abogado que había defendido a una joven occidental no había tenido alguna carencia léxica en el momento de las entrevistas previas al juicio. Algunos problemas de interpretación con su cliente podían explicar que omitiera decirle al juez encargado del caso que la ciudadana extranjera condenada por ir indocumentada sí tenía, en realidad, un pasaporte en regla. Siendo de rigor en este caso un poco de buena voluntad, y habiendo recibido el magistrado un oportuno ascenso, Keira recibiría el indulto bajo la condición de presentar rápidamente esta nueva prueba ante el tribunal de Chengdu. Entonces ya no quedaría más que ir a buscarla y conducirla al otro lado de las fronteras de la república popular.

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