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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

La primera noche (6 page)

BOOK: La primera noche
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A las seis, los monjes dejan de trabajar y emprenden el camino de regreso. En cuanto desaparecen tras la cresta de un cerro, abandono mi escondite y corro a campo traviesa. Me zambullo en el río y bebo hasta aplacar mi sed.

De vuelta en la orilla, pienso bien dónde pasar la noche.

Dormir en el sotobosque no me tienta en absoluto. Volver hacia la llanura, con mis amigos nómadas, sería como admitir mi fracaso y, peor aún, abusar de su hospitalidad. Alimentarme dos noches seguidas ha debido de suponer ya un gran esfuerzo para ellos.

Por fin descubro un hueco en la pared rocosa del cerro. Allí excavaré mi madriguera; bien acurrucado bajo la tierra y tapándome con mi equipaje, debería poder sobrevivir a la noche. Mientras aguardo a que oscurezca del todo, termino lo que me queda de carne y espero la aparición de la primera estrella, como se espera la venida de una amiga que te ayudará a ahuyentar toda sensación de desánimo.

Llega la noche. Estremecido por el enésimo escalofrío, me quedo dormido.

¿Cuánto tiempo ha pasado hasta que me despierta un sonido ahogado? Algo se acerca a mí. Tengo que resistir el miedo; si un animal salvaje caza por estos parajes, no pienso ser su presa; tengo más oportunidades de escapar si sigo escondido en mi agujero que si me pongo a correr de un lado a otro en la oscuridad. Una idea muy sensata, pero resulta difícil ponerla en práctica cuando el corazón te late a mil por hora. ¿De qué depredador se tratará? ¿Y qué pinto yo aquí, acurrucado en este agujero en la tierra, a miles de kilómetros de mi casa? ¿Qué pinto yo aquí, con la cabeza mugrienta, los dedos congelados y la nariz llena de mocos? ¿Qué pinto yo aquí perdido en tierra extranjera, corriendo detrás del fantasma de una mujer de la que estoy enamorado hasta la médula cuando no hace ni seis meses no era nada en mi vida? Quiero volver con Erwan, a mi meseta de Atacama, quiero volver al calor de mi hogar, a las calles de Londres, quiero estar en otra parte, no quiero que un maldito lobo me haga trizas las entrañas. No debo moverme, ni temblar, ni respirar, tengo que cerrar los párpados para evitar que la luna se refleje en el blanco de mis ojos. Ideas todas estas muy sensatas, pero resulta imposible ponerlas en práctica cuando el miedo te agarra por el cuello y te sacude con violencia. Me siento como si tuviera doce años, indefenso e inseguro. Distingo una antorcha, entonces tal vez no sea más que un merodeador que quiere mis escasas posesiones. Pero ¿qué me impide defenderme?

Tengo que salir de este agujero, abandonar la noche y afrontar el peligro. No he recorrido todo este camino para dejarme desvalijar por un ladrón o para que me hagan pedazos como una vulgar presa.

He abierto los ojos.

La antorcha avanza en dirección al río. El que la sostiene sabe perfectamente dónde va; sus pasos seguros no temen ninguna trampa, ningún bache. Ahora la llama está plantada en la tierra húmeda de una zanja. Dos sombras aparecen a la luz de la antorcha. Una algo más menuda que la otra, dos cuerpos cuyas siluetas parecen las de dos adolescentes. Uno se queda inmóvil, el otro llega hasta la orilla, se quita la túnica y entra en el agua fría. El miedo deja paso a la esperanza. Estos dos monjes tal vez se hayan saltado las normas para venir a bañarse al amparo de la noche, estos dos ladrones de tiempo quizá sepan ayudarme a franquear las murallas de la ciudad fortificada. Repto entre la hierba, acercándome al río y, de pronto, me quedo sin respiración.

De ese cuerpo grácil no hay forma que me sea desconocida. El trazo de las piernas, la redondez de las nalgas, la curva de la espalda, el vientre, los hombros, la nuca y ese porte de cabeza algo altanero.

Estás aquí, bañándote desnuda en un río semejante a aquel en el que te vi morir. Tu cuerpo, iluminado por el claro de luna, es como una aparición, te habría reconocido entre otras mil. Estás aquí, a tan sólo unos metros, pero ¿cómo acercarme a ti? ¿Cómo presentarme ante ti en el estado en el que me encuentro sin asustarte, sin que grites y des la alerta? El río te llega hasta las caderas, tus manos sacan agua para bañar con ella tu rostro. A mi vez avanzo hacia el río, a mi vez me enjuago la cara con su agua clara para limpiarme la tierra.

El monje que te acompaña no hace nada por impedírmelo, puesto que está de espaldas a ti. Permanece a una distancia prudente, quizá tema fijar la mirada en tu desnudez. El corazón me late desbocado en el pecho, veo borroso, pero sigo acercándome a ti. Tú vuelves hacia la orilla, caminas directa hacia mí. Cuando tus ojos se cruzan con los míos, interrumpes el paso, tu cabeza se inclina hacia un lado, me escudriñas, pasas delante de mí y prosigues tu camino, como si yo no existiera.

Tu mirada era ausente, peor aún, no era tu mirada lo que he visto en tus ojos. Te has puesto la túnica, en silencio, como si de tu garganta no pudiera salir palabra alguna, y has vuelto hacia aquel que te ha escoltado hasta aquí. Tu compañero ha cogido la antorcha y habéis subido el sendero. Os he seguido sin que pudierais sospechar mi presencia; tan sólo una vez quizá, cuando un guijarro ha rodado bajo mi pie, el monje se ha dado la vuelta, pero habéis seguido caminando. Al llegar delante del monasterio, habéis bordeado la muralla y dejado atrás las grandes puertas; después he visto vuestras siluetas desaparecer en una zanja. La llama vacilaba y luego se ha apagado. He esperado cuanto he podido, muerto de frío. Por fin me he lanzado hacia el repliegue por el que habéis desaparecido, esperando encontrar ahí un pasadizo, pero no había más que una pequeña puerta de madera cerrada a cal y canto. Me he agachado un rato, hasta decidir qué hacer a continuación, y he vuelto a mi escondite en el lindero del bosque, como un animal.

Un poco más tarde, por la noche. Una sensación de ahogo me saca del letargo en el que me he sumido. Tengo los miembros entumecidos. La temperatura se ha desplomado. No consigo mover los dedos para deshacer el nudo que cierra mi bolsa y coger algo con lo que abrigarme. El agotamiento ralentiza mis gestos. Vuelven a mi memoria esas historias de alpinistas a los que la montaña acuna despacio antes de que se duerman para siempre. Estamos a cuatro mil metros, ¿cómo he sido tan insensato al pensar que podría sobrevivir a la noche? Voy a morir aquí, en un bosquecillo de avellanos y de olmos, del lado equivocado de una muralla, a pocos metros de ti. Dicen que, en el momento de morir, se abre ante ti un túnel oscuro al final del cual brilla una luz. Yo no veo nada de eso, mi único fulgor será el de haberte visto bañándote en el río.

En un último sobresalto de conciencia, siento que unas manos me agarran y me sacan de mi agujero. Tiran de mí, no consigo incorporarme, no consigo levantar la cabeza para ver quiénes me llevan a rastras. Me sujetan por los brazos, avanzamos por un sendero, y sé que pierdo el conocimiento muchas veces. La última imagen que recuerdo es la de una muralla y una gran puerta que se abre ante nosotros. Tal vez estés muerta y por fin me reúno contigo.

Atenas

—Si no estuviera tan preocupado no habría corrido usted el riesgo de venir hasta aquí. Y no me diga que me ha invitado a cenar porque no le apetecía estar solo. Estoy seguro de que el servicio de habitaciones del King George es mucho mejor que este restaurante chino. De hecho, me parece muy poco delicado por su parte haber elegido este sitio, dadas las circunstancias.

Ivory se quedó mirando largo rato a Walter, cogió una rodajita de jengibre confitado y le ofreció una a su invitado.

—Me ocurre como a usted, empieza a pesarme tanta espera. Lo peor es no poder hacer nada.

—¿Sabe sí o no si Ashton está detrás de todo esto? —preguntó Walter.

—No tengo ninguna certeza. Me cuesta imaginar que haya podido llegar hasta ese extremo. La desaparición de Keira debería haberle bastado. A menos que se haya enterado del viaje de Adrian y haya decidido ir un paso por delante. Es un milagro que no haya logrado su propósito.

—Por muy poco —masculló Walter—, ¿Cree que el lama habrá podido informar a Ashton sobre Keira? Pero ¿por qué lo habría hecho? Si su intención no era ayudar a Adrian a encontrarla, entonces ¿qué sentido tenía enviarle sus efectos personales?

—Nada prueba de manera definitiva que el lama esté detrás de ese regalito. Alguien de su entorno podría haber cogido la cámara, fotografiar a nuestra amiga la arqueóloga mientras se bañaba en el río y volver a dejarlo todo en su lugar sin que nadie se diera cuenta de nada.

—¿Quién sería ese mensajero entonces, y por qué arriesgarse tanto?

—Basta con que uno de los monjes de la comunidad haya presenciado su baño y se haya negado a que se traicionen los principios que ha jurado respetar.

—¿Qué principios?

—No mentir nunca es uno de ellos, pero puede ser que el lama, obligado a guardar el secreto, haya incitado a uno de sus discípulos a adoptar el papel de mensajero.

—Lo siento pero no lo entiendo.

—Debería aprender a jugar al ajedrez, Walter, para ganar no basta con llevar una jugada de ventaja, sino tres o cuatro, sin anticipación no hay victoria posible. Volvamos a nuestro lama; quizá se sienta dividido entre dos preceptos que, en una situación concreta, ya podrían no ser conciliables. No mentir y no hacer nada que pueda atentar contra una vida. Imaginemos que la supervivencia de Keira dependa del hecho de que se la crea muerta; esto para nuestro sabio sería una situación muy incómoda, un dilema moral. Si dice la verdad, pone su vida en peligro y contradice así lo más sagrado de su fe. Por otro lado, si miente, dejando creer que está muerta cuando está viva, al hacerlo infringe otro precepto. Una situación muy embarazosa, ¿no le parece? En ajedrez, a eso se le llama estar «ahogado». Mi amigo Vackeers detesta eso.

—¿Cómo hicieron sus padres para engendrar a alguien tan retorcido como usted? —preguntó Walter, cogiendo a su vez una rodaja de jengibre del cuenco.

—Me temo que mis padres no tienen culpa de nada, me hubiera encantado otorgarles ese mérito, pero no los conocí. Si no le importa, le contaré mi infancia otro día, por el momento no es mi vida la que está en juego.

—¿Supone usted que nuestro lama, enfrentado a un dilema de esas características, pueda haber incitado a uno de sus discípulos a revelar la verdad, mientras él mismo seguía protegiendo la vida de Keira con su silencio?

—Lo que nos interesa en este razonamiento no es el lama. Espero que no se le haya escapado este detalle.

Walter hizo una mueca que disipó toda duda: el razonamiento de Ivory se le escapaba por completo.

—Amigo mío, usted acabaría con la paciencia de un santo.

—Quizá, pero fui yo quien reparó en la particularidad de la fotografía que alguien había puesto en evidencia entre todas las demás, fui yo quien la comparó con las otras y quien sacó las conclusiones que ahora conocemos.

—Se lo concedo, pero como usted mismo acaba de decir, ¡alguien la había puesto en evidencia entre todas las demás, colocándola la primera del montón!

—Más me valdría haber cerrado el pico, como el lama. Ahora no estaríamos esperando ansiosos noticias de Adrian, rezando porque todavía pueda darnos alguna.

—¡Aún a riesgo de repetirme, esa fotografía era la primera del montón! Resulta difícil creer que se trate de una simple coincidencia, sólo puede ser un mensaje. Sólo queda saber si Ashton ha logrado enterarse a la vez que nosotros.

—¡O también puede tratarse de un mensaje que nosotros queríamos ver a toda costa! Le habríamos otorgado la misma importancia aunque lo hubiéramos encontrado en los posos de una taza de café. Usted habría sido capaz de resucitar a Keira con tal de empujar a Adrian a proseguir su investigación…

—¡Por favor, déjese de acusaciones, sobre todo si son tan burdas como ésa! ¿Preferiría ver cómo su amigo malgasta su talento, enterrado en esa isla, en el estado lamentable en que lo hemos visto? —intervino Ivory, alzando la voz a su vez—, ¿Me cree usted tan cruel como para mandarlo en busca de su amiga si de verdad no creyera sinceramente que está viva? ¿Me toma por un monstruo?

—No es eso lo que quería decir —replicó Walter con la misma vehemencia.

Su breve altercado atrajo la atención de los clientes que cenaban en la mesa de al lado. Walter continuó, en voz más baja.

—Ha dicho que no era el lama quien nos interesaba. Entonces, si no es él, ¿quién?

—Quien ha puesto en peligro la vida de Adrian, quien temía que pudiera encontrar a Keira, quien, si así fuera, estaría dispuesto a cualquier cosa. ¿Se le ocurre quién puede ser?

—No hace falta que me trate con ese desprecio, no soy su subalterno.

—Reparar el tejado de la Academia cuesta una verdadera fortuna, y me parece que el generoso benefactor que equilibra milagrosamente su presupuesto, evitando así que quienes lo mantienen a usted en su puesto de trabajo se enteren de la mediocridad de su gestión, merece algún respeto, ¿no cree?

—Está bien, he captado el mensaje. ¡De modo que acusa usted a sir Ashton!

—¿Sabe Ashton que Keira está viva? Es posible. ¿No habrá querido correr ningún riesgo? Es probable. Debo confesar que si hubiese pensado antes en este razonamiento, no habría enviado a Adrian a primera línea de fuego. Ahora ya no me preocupa sólo Keira, sino sobre todo él.

Ivory pagó la cuenta y se levantó de la mesa. Walter fue a buscar sus gabardinas y se reunió con él en la calle.

—Tenga, su gabardina, ya se le olvidaba.

—Me pasaré mañana —dijo Ivory, parando un taxi.

—¿Le parece prudente?

—He venido hasta aquí para eso, además, me siento responsable, tengo que verlo. ¿Cuándo sabremos más sobre su estado?

—Cada mañana conocemos nuevos resultados de sus análisis. Va mejorando, lo peor parece haber pasado, pero siempre queda el peligro de una recaída.

—Llámeme al hotel cuando lo juzgue necesario, pero sobre todo no lo haga con su móvil, sino desde una cabina.

—¿De verdad cree que escuchan mis llamadas?

—No tengo ni idea, mi querido Walter. Buenas noches.

Ivory se subió a su taxi. Walter decidió volver a pie. El tiempo todavía era agradable en Atenas a finales de otoño, un viento ligero soplaba en la ciudad, un poco de frescor lo ayudaría a poner en orden sus ideas.

Al llegar a su hotel, Ivory le pidió al recepcionista que le subieran a la habitación el juego de ajedrez que había en el bar; a esas horas de la noche no creía que ningún otro cliente fuera a utilizarlo.

Una hora más tarde, sentado en el saloncito de su suite, Ivory abandonó la partida que jugaba contra sí mismo y se acostó. Tendido en la cama, con los brazos cruzados detrás de la nuca, pasó revista a todos los contactos que había hecho en China a lo largo de su carrera. La lista era larga, pero lo que lo contrariaba en ese inventario de índole tan particular era que ninguno de los que recordaba seguía vivo. El anciano encendió la luz y apartó la manta, que le daba demasiado calor. Se sentó en el borde de la cama, se puso las zapatillas y se contempló en el espejo de la puerta del armario.

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