—Empieza por la mala.
—¡Imposible! Si no te digo antes la buena, no entenderás la mala.
—Bueno, pues si no puedo elegir, dime entonces primero la buena…
—¡Keira está viva, ya no es una hipótesis sino una certeza!
Di un salto en la cama.
—Bueno, ya que lo principal está dicho, ¿qué te parece una pequeña pausa, un intermedio hasta que venga tu madre, o los médicos, o los dos?
—Walter, déjate de historias de una vez, ¿cuál es la mala noticia?
—A ver, cada cosa a su tiempo, primero me has preguntado qué hacías aquí, así que déjame que te lo explique. Que sepas que has desviado la ruta de un 747, que no es moco de pavo. Le debes la vida a la serenidad y la profesionalidad de una azafata. Una hora después de que tu avión despegara, empezaste a encontrarte muy mal. Es probable que, desde tu bañito en el río Amarillo, te pasees con una bacteria, y has tenido una infección pulmonar de padre y muy señor mío. Pero volvamos al vuelo a Pekín. Parecías dormir plácidamente, sentado en tu asiento, pero cuando te trajo la bandeja de la comida, a la azafata en cuestión le llamó la atención lo pálido que estabas y el sudor que te bañaba la frente. Intentó despertarte, pero fue en vano. Respirabas con dificultad y apenas tenías pulso. Ante la gravedad de la situación, el piloto dio media vuelta, y te trasladaron de urgencia a este hospital. Yo me enteré de la noticia al día siguiente de mi regreso a Londres y vine en seguida.
—¿No llegué a aterrizar en China?
—No, lo siento pero no.
—¿Y dónde está Keira?
—La salvaron los monjes que os acogieron cerca de ese monte cuyo nombre no recuerdo.
—¡Hua Shan!
—Si tú lo dices… La curaron, pero por desgracia, en cuanto se restableció del todo, fue detenida por la policía. Ocho días después de su detención compareció ante un tribunal y fue juzgada por haber entrado y circulado en territorio chino sin documentación y, por lo tanto, sin autorización gubernamental.
—¡Claro que no podía llevar la documentación encima, estaba en el coche, en el fondo del río!
—Por supuesto. Pero me temo que su abogado de oficio no prestó mucha atención a esos detalles en su defensa. Keira ha sido condenada a dieciocho meses de reclusión; está encarcelada en Garther, un antiguo monasterio transformado en penal, en la provincia de Sichuan, no muy lejos del Tíbet.
—¿Dieciocho meses?
—Sí, y según nuestros servicios consulares, con los que me he entrevistado, podría haber sido mucho peor.
—¿Peor? ¡Dieciocho meses, Walter! ¿Te das cuenta de lo que es pasar dieciocho meses en una celda china?
—Una celda es una celda, china o no china, pero vamos, reconozco que tienes razón.
—Intentan asesinarnos, ¿y resulta que la que acaba en la cárcel es ella?
—Para las autoridades chinas, Keira es culpable. Iremos a las embajadas a pedir ayuda, haremos cuanto esté en nuestra mano. Te ayudaré todo lo que pueda.
—¿De verdad crees que nuestras embajadas se van a mojar y a arriesgarse a comprometer sus intereses económicos para liberarla?
Walter volvió a la ventana.
—Mucho me temo que ni su situación ni la tuya conmuevan a mucha gente. Quizá haya que armarse de paciencia y rezar para que soporte lo mejor posible su sentencia. Lo siento de verdad, Adrian, sé lo terrible que es esta situación, pero… ¿qué haces con ese catéter?
—Me largo de aquí. Tengo que ir a la cárcel de Garther, tengo que decirle a Keira que voy a hacer todo lo que pueda por liberarla.
Walter se precipitó hacia mí y me sujetó ambos brazos con una fuerza contra la que, en el estado en el que me encontraba, no podía luchar.
—Escúchame bien, Adrian, cuando llegaste aquí no tenías ninguna defensa inmunitaria, la infección iba ganando terreno cada hora que pasaba y se temía por tu vida. Has delirado durante días, con episodios de fiebre que podrían haberte matado varias veces. Los médicos han tenido que inducirte un coma artificial durante un tiempo para proteger tu cerebro. Yo he estado cuidándote, turnándome con tu madre y tu deliciosa tía Elena. Tu madre ha envejecido diez años en diez días, ¡así que déjate de chiquilladas y empieza a comportarte como un adulto!
—Vale, Walter, he captado el mensaje, ya puedes soltarme.
—¡Te lo aviso, como vea que vuelves a acercar la mano a ese catéter, te pego una bofetada!
—Te prometo que ya no me muevo.
—Así está mejor, ya me he tragado bastantes delirios tuyos estos últimos días.
—No te imaginas los sueños tan raros que he tenido.
—Créeme, en mis ratos entre la visita diaria de los médicos y las comidas inmundas en la cafetería del hospital, me ha dado tiempo a escuchar bastantes de las tonterías que has podido decir. Mi único consuelo en este infierno han sido los dulces que me traía tu deliciosa tía Elena.
—Perdona, Walter, pero ¿qué es esa manera de hablar de Elena?
—No sé a qué te refieres.
—Eso de mi «deliciosa» tía…
—Tengo derecho a encontrarla deliciosa, ¿no? Tiene un humor delicioso, su cocina es deliciosa, su risa es deliciosa, su conversación es deliciosa, ¡y no veo dónde está el problema!
—Te saca veinte años…
—¡Bravo, qué mentalidad la tuya, no sabía que fueras tan estrecho de miras! Keira tiene diez menos que tú, pero como es una mujer no importa, ¿no? ¡Sectario, eso es lo que eres!
—¿No estarás diciéndome que te has rendido a los encantos de mi tía? ¿Y qué hay de la señorita Jenkins?
—Con la señorita Jenkins no hemos pasado de hablar de nuestros respectivos veterinarios, así que reconoce que, en cuestión de sensualidad, no es el nirvana que digamos.
—¿Ah, porque, con mi tía, en cuestión de sensualidad…? ¡No, sobre todo no me contestes, no quiero saber nada!
—¡Y tú no me hagas decir cosas que no he dicho! Con tu tía hablamos de un montón de cosas y lo pasamos muy bien. No irás a reprocharnos que nos distraigamos un poco, después de todas las preocupaciones que nos has dado. Es que vamos, sería el colmo.
—Haced lo que os dé la gana. A mí qué me importa, al fin y al cabo…
—Me alegro de oírte decir eso.
—Walter, tengo una promesa que cumplir, no puedo quedarme aquí sin hacer nada; tengo que ir a China a buscar a Keira porque tengo que llevarla al valle del Omo, de donde nunca debería haberla alejado.
—Tú empieza por recuperarte, y luego ya veremos. Están ¡i punto de venir los médicos, te dejo descansar mientras voy a hacer unos recados.
—¿Walter?
—¿Qué?
—¿Qué decía cuando deliraba?
—Has nombrado a Keira mil setecientas sesenta y tres veces, aunque bueno, es una cifra aproximada, me habré perdido más de una; por el contrario, a mí sólo me has llamado tres veces, lo cual me parece bastante humillante. En fin, sobre todo decías cosas incoherentes. Entre dos crisis de convulsiones, a veces abrías los ojos con la mirada perdida en el vacío, daba miedo verte… y luego volvías a quedarte inconsciente.
Una enfermera entró en mi habitación. Walter sintió alivio.
—Por fin se ha despertado —me dijo, y me cambió la botella de suero. Me metió un termómetro en la boca, me tomó la tensión y apuntó mis constantes en una hoja—. Luego pasarán los médicos a verlo —añadió.
Su rostro y su corpulencia me recordaban vagamente a alguien. Cuando salió de la habitación contoneándose me pareció reconocer a la pasajera de un autocar que circulaba por la carretera de Garther. Un miembro del personal de mantenimiento del hospital estaba limpiando el pasillo, pasó delante de mi puerta y nos miró a los dos con una gran sonrisa. Llevaba un jersey y una gruesa chaqueta de lana, y se parecía muchísimo al marido de la dueña de un restaurante al que había conocido en mis delirios por culpa de la fiebre.
—¿Ha venido alguien a visitarme?
—Tu madre, tu tía y yo. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada. He soñado contigo.
—¡Qué horror! ¡Te ordeno que nunca se lo cuentes a nadie!
—No seas idiota. Estabas con un viejo profesor con el que coincidí en París, un conocido de Keira, ya no sé dónde está la frontera entre sueño y realidad.
—No te preocupes, poco a poco las cosas se irán aclarando, ya lo verás. En cuanto a ese viejo profesor, lo siento pero no tengo ninguna explicación. Pero no le diré nada a tu tía, que podría ofenderse si se entera de que, en sueños, la ves convertida en un anciano.
—Será la fiebre, me imagino.
—Probablemente, pero no creo que eso le baste como excusa… Y ahora descansa, hemos hablado demasiado. Volveré a verte a última hora de la tarde. Me voy a llamar a nuestro consulado para darles la tabarra con lo de Keira, lo hago todos los días a la misma hora.
—¿Walter?
—¿Qué pasa ahora?
—Gracias.
—¡Hombre, menos mal!
Walter salió de la habitación y yo intenté levantarme. Me tambaleaba, pero apoyándome primero en el respaldo de la butaca que había junto a mi cama, luego en la mesita de ruedas y, por último, en el radiador, conseguí llegar hasta la ventana.
Es verdad que la vista era bonita. El hospital, encaramado en lo alto de la colina, dominaba la bahía. A lo lejos se divisaba el Pireo. Había visto ese puerto muchas veces desde que era niño sin mirarlo nunca de verdad, la felicidad te vuelve distraído. Hoy, desde la ventana de la habitación 307, en el hospital de Atenas, lo miro de otra manera.
Abajo, en la calle, veo a Walter entrar en una cabina telefónica. Estará llamando al consulado.
Pese a su aire torpe, es un tipo fantástico, tengo suerte de que sea mi amigo.
Ivory se levantó y contestó al teléfono.
—¿Qué noticias hay?
—Una buena y otra que lo va a contrariar un poco.
—Entonces empiece por la segunda.
—Es extraño…
—¿El qué?
—Esa manía de elegir siempre primero la mala… Yo voy a empezar por la buena, ¡porque si no la otra no tendría ningún sentido! Se le ha pasado la fiebre esta mañana y ya no delira.
—Desde luego es una noticia maravillosa que me alegra profundamente. Me siento liberado de un enorme peso.
—Sobre todo será un alivio enorme para usted, sin Adrian toda esperanza de poder proseguir sus investigaciones se habría desvanecido, ¿verdad?
—Me preocupaba de verdad su recuperación. ¿Cree si no que me habría arriesgado a ir a visitarlo?
—Pues quizá no debería haberlo hecho. Temo que hayamos hablado demasiado cerca de su cama, parece que le han llegado retazos de nuestras conversaciones.
—¿Y las recuerda? —quiso saber Ivory.
—Son reminiscencias demasiado vagas como para que les conceda importancia; lo he convencido de que estaba delirando.
—Es una torpeza imperdonable, no he sido prudente.
—Quería verlo sin ser visto, y los médicos nos aseguraron que estaba inconsciente.
—La medicina sigue siendo una ciencia algo aproximativa. ¿Está usted seguro de que no sospecha nada?
—Quédese tranquilo, Adrian tiene otras cosas en qué pensar.
—¿Era ésta la noticia que iba a contrariarme?
—No, lo que me preocupa es que está decidido a marcharse a China. Se lo dije, nunca se quedará dieciocho meses de brazos cruzados esperando a que vuelva Keira. Preferirá pasarlos bajo la ventana de su celda. Mientras esté presa, sólo le interesará su liberación. En cuanto le den el alta, cogerá un avión para Pekín.
—Dudo mucho que obtenga un visado.
—Iría a Garther cruzando Bután a pie si fuera necesario.
—Tiene que reanudar la investigación, no puedo esperar dieciocho meses.
—Me ha dicho exactamente lo mismo con respecto a la mujer a la que quiere; y mucho me temo que, como él, tendrá usted que esperar y tener paciencia.
—A mi edad, dieciocho meses tienen un valor muy distinto, ignoro si puedo presumir de tener una esperanza de vida así.
—Vamos, vamos, si está usted hecho un chaval. Y la vida es mortal en el cien por cien de los casos —añadió Walter—, a mí podría atropellarme un autobús al salir de esta cabina.
—Reténgalo cueste lo que cueste, disuádalo de hacer lo que sea en los próximos días. Sobre todo no permita que se ponga en contacto con un consulado, y menos aún con las autoridades chinas.
—¿Por qué?
—Porque el juego que nos traemos entre manos exige diplomacia, y no se puede decir que Adrian sea brillante en ese terreno.
—¿Se puede saber lo que trama usted?
—En el ajedrez, a esta jugada se la llama enroque; le daré más detalles dentro de un par de días. Adiós, Walter, y tenga cuidado al cruzar la calle…
Una vez terminada la conversación, Walter salió de la cabina y se marchó a dar un paseo.
El taxi negro se detuvo delante de la elegante fachada victoriana de un palacete. Ivory se bajó, pagó la carrera, cogió su equipaje y esperó a que el coche se alejara. Tiró de una cadena que colgaba del lado derecho de una puerta de hierro forjado. Tintineó una campanilla, Ivory oyó pasos que se acercaban y un mayordomo le abrió la puerta. Ivory le entregó una tarjeta de visita con su apellido.
—Si es tan amable, entréguele esto al señor, por favor, y dígale que quisiera que me recibiera. Se trata de un asunto relativamente urgente.
El mayordomo se lamentó de que el amo no estuviera en la ciudad, y temía que le fuera imposible contactar con él.
—Ignoro si sir Ashton se encuentra en su residencia en Kent, en su pabellón de caza o en casa de alguna de sus amantes y, si quiere que le diga la verdad, me trae sin cuidado. Lo que sé es que si me voy de aquí sin que me haya recibido, el amo, como usted lo llama, podría reprochárselo durante mucho tiempo. De modo que le invito a contactar con él; voy a dar mía vuelta a su noble manzana de casas y cuando vuelva a llamar a esta puerta me comunicará usted la dirección en la que sir Ashton desea reunirse conmigo.
Ivory bajó la escalinata que lo separaba de la calle y se fue a dar un paseo con su maletín en la mano. Diez minutos después, cuando caminaba tranquilamente delante de las verjas de un parque, una lujosa berlina aparcó en la acera. De ella salió un chófer, que le abrió la puerta: había recibido orden de llevarlo a un lugar a dos horas de Londres.
La campiña inglesa era tan hermosa como la recordaba Ivory, no tan vasta ni tan verde como los pastos de su tierra natal, Nueva Zelanda, pero, con todo, tenía que reconocer que el paisaje que desfilaba ante sus ojos era bastante agradable.