La primera noche (20 page)

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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

BOOK: La primera noche
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—¿Espera su visita?

—Pues no exactamente.

—Entonces los recibirá a tiros. El holandés es una mala persona, nunca habla, ni siquiera te da los buenos días, es un tipo huraño y solitario. Cuando viene al pueblo, una vez a la semana, para hacer la compra, no habla con nadie. Hace dos años, la familia que vive en la granja vecina a la suya tuvo un problema. La mujer dio a luz en plena noche, y hubo complicaciones en el parto. Había que ir a buscar al médico, y el coche de su marido no quería arrancar. El hombre cruzó la landa para pedirle ayuda, un kilómetro bajo la lluvia, y el holandés le disparó con su escopeta. El bebé no sobrevivió. Hágame caso, es una mala persona. El día que lo lleven al cementerio, en su entierro no estarán más que el cura y el carpintero.

—¿Por qué el carpintero? —quise saber.

—Porque el coche fúnebre es suyo, y lo tira su caballo.

Le relaté mi conversación a Keira, y decidimos ir a dar un paseo por la costa para pensar en una estrategia de acercamiento.

—Iré yo sola —declaró Keira.

—¡Sí, hombre, ni hablar!

—No disparará a una mujer, no tiene ninguna razón para sentirse amenazado. Mira, las historias de mala vecindad abundan en las islas, seguro que este hombre no es el monstruo que todos dicen que es. Conozco a más de uno que dispararía a una silueta que se acercara a su casa en mitad de la noche.

—¡Pues vaya gente conoces tú!

—Déjame delante de su propiedad y luego ya seguiré a pie.

—¡Ni hablar!

—No me disparará, créeme. Me da más miedo el vuelo de vuelta que conocer a ese hombre.

Mientras paseábamos, seguimos intercambiando argumentos. Caminábamos bordeando el acantilado y descubrimos calitas salvajes. Keira se encaprichó de una nutria; el animal no rehuía el contacto humano, al contrario, hasta parecía divertirle nuestra presencia pues nos seguía a unos cuantos metros de distancia. A fuerza de jugar, nos hizo andar durante más de una hora; el viento era gélido, pero no llovía, y el paseo resultaba agradable. Por el camino nos cruzamos con un hombre que volvía de pescar. Le pedimos que nos indicara cómo llegar.

Su acento era aún peor que el de los granjeros.

—¿Adonde van? —masculló.

—A Burravoe.

—Está a una hora de camino, a su espalda —dijo, alejándose.

Keira me dejó allí plantado y lo siguió.

—Es una bonita región —le dijo al alcanzarlo.

—Si usted lo dice —contestó el hombre.

—Pero me imagino que los inviernos serán duros —prosiguió ella.

—¿Tiene muchas más tonterías como ésas que decirme? Quiero ir a prepararme la comida.

—¿Señor Thornsten?

—No conozco a nadie con ese nombre —contestó el hombre, apretando el paso.

—No hay mucha gente en esta isla, me cuesta creerlo.

—Crea lo que le dé la gana y déjeme en paz. Querían que les indicara el camino, ya le he dicho que le están dando la espalda, de modo que den media vuelta y estarán en la dirección adecuada.

—Soy arqueóloga. Hemos venido desde muy lejos para verlo.

—Me trae sin cuidado que sea usted arqueóloga o no, ya le he dicho que no conozco a ningún Thornsten.

—Sólo le pido que me dedique unas horas. He leído sus investigaciones sobre las grandes migraciones del paleolítico y necesito que me ilumine sobre el tema.

El hombre se detuvo y miró a Keira de arriba abajo.

—Tiene usted toda la pinta de alguien que sólo sabe hacer perder el tiempo a la gente, y a mí no me gusta que me hagan perder el tiempo.

—Y usted tiene toda la pinta de un amargado y un antipático.

—Estoy de acuerdo con usted —respondió el hombre, sonriendo—, razón de más para que no nos conozcamos. ¿En qué lengua tengo que decirle que me deje en paz?

—¡Inténtelo en holandés! Me imagino que poca gente de por aquí tiene un acento como el suyo.

El hombre le dio la espalda a Keira y se alejó. Ella lo siguió y no tardó en alcanzarlo.

—Es usted un terco, pero me da igual, lo seguiré hasta su casa si es necesario. ¿Qué hará cuando lleguemos a la puerta, me echará de ahí a tiros?

—¿Eso se lo han contado los granjeros de Burravoe? No crea todas las tonterías que oiga en esta isla, aquí la gente se mete mucho conmigo, ya no saben qué inventar.

—Lo único que me interesa —prosiguió Keira—, es lo que puede usted contarme, nada más.

Por primera vez, el hombre pareció interesarse por mí. Hizo caso omiso de Keira por un momento y se volvió hacia mí.

—¿Siempre es así de pelma, o es que hoy estoy de suerte?

Yo no lo habría formulado así, pero me contenté con sonreír y le confirmé que Keira era de naturaleza bastante tenaz.

—¿Y usted qué hace en la vida aparte de seguirla?

—Soy astrofísico.

Su mirada cambió de pronto; sus ojos, de un azul profundo, se abrieron un poco más.

—Me gustan mucho las estrellas —dijo bajito—, en el pasado me guiaron…

Thornsten se miró la puntera de los zapatos y mandó una piedra lejos de una patada.

—Me imagino que a usted también deben de gustarle, si ésa es su profesión, ¿no? —añadió.

—Me imagino que sí —le contesté.

—Síganme, vivo al final del camino. Les ofrezco algo de beber a cambio de que me hable un poco del cielo, y luego me dejan en paz, ¿trato hecho?

Nos estrechamos la mano y sellamos así el pacto.

Una alfombra raída sobre el suelo de madera, una vieja butaca delante de la chimenea, en una pared, dos librerías que reventaban de libros y de polvo, en un rincón, una cama de hierro cubierta por una vieja colcha de retales, una lámpara y una mesita de noche, en eso consistía la habitación principal de su humilde vivienda. El hombre nos acomodó a la mesa de su cocina; nos ofreció un café sin leche, de un amargor tan intenso como su color, que era negro negrísimo. Encendió un cigarro de papel de maíz y nos miró a los dos fijamente.

—¿Qué es lo que han venido a buscar exactamente? —dijo, y apagó la cerilla de un soplo.

—Información sobre las primeras migraciones humanas que transitaron por la zona del Ártico para llegar hasta América.

—Esos flujos migratorios son muy polémicos; la población del continente americano es mucho más compleja de lo que parece. Pero todo eso está en los libros, no necesitaban desplazarse hasta aquí.

—¿Cree usted posible —prosiguió Keira— que un grupo de personas pudiera abandonar la cuenca mediterránea para llegar hasta el estrecho de Bering y el mar de Beaufort pasando por el Polo?

—Menudo paseíto —se burló Thornsten—, Y según usted, ¿hicieron el viaje en avión?

—No hace falta que me hable con tanto desprecio, sólo le pido que responda a mi pregunta.

—¿Y en qué época habría tenido lugar esa epopeya, según usted?

—Entre cuatro y cinco mil años antes de nuestra era.

—Nunca había oído hablar de eso, ¿por qué en ese período en concreto?

—Porque es el que me interesa.

—Los glaciares eran más abundantes que ahora, y el océano, mucho más pequeño; desplazándose en las épocas del año más favorables, sí, habría sido posible. Y ahora, pongamos las cartas sobre la mesa, dice haber leído mis investigaciones, no sé cómo habrá hecho tal prodigio porque publiqué muy poco y es usted demasiado joven para haber asistido a alguna de las escasísimas conferencias que di sobre el tema. Si de verdad se ha interesado por mis escritos, entonces me ha hecho una pregunta cuya respuesta ya conocía antes de venir, puesto que ésas son precisamente las teorías que yo defendí. Me valieron que se me expulsara de la Sociedad de Arqueología; de modo que me toca a mí ahora hacerle a usted dos preguntas: ¿qué ha venido a buscar de verdad hasta mi casa y con qué objetivo?

Keira se tomó el café de un tirón.

—De acuerdo —convino—, pongamos las cartas sobre la mesa. Nunca he leído ningún artículo suyo. Hasta la semana pasada ignoraba incluso la existencia de sus investigaciones. Un amigo mío que es profesor me aconsejó que viniera a verlo, me dijo que usted podría informarme sobre esas grandes migraciones que tanta polémica suscitan entre sus colegas de profesión. Pero yo siempre he seguido investigando vías que el resto de mis colegas habían descartado. Y hoy busco un camino por el que un grupo de hombres pudiera atravesar la región del Ártico en los milenios IV o V antes de nuestra era.

—¿Por qué habría emprendido ese viaje ese grupo de personas? —preguntó Thornsten—, ¿Qué les habría empujado a poner en peligro sus vidas? Ésa es la pregunta clave, joven, cuando pretende uno interesarse por las migraciones. El hombre sólo emigra por necesidad, porque tiene hambre o sed, porque lo persiguen, es su instinto de supervivencia lo que lo empuja a desplazarse. Usted, por ejemplo, ha abandonado la comodidad de su hogar para venir a este agujero perdido porque necesitaba algo, ¿no es así?

Keira me miró, buscando en mis ojos la respuesta a una pregunta que yo adivinaba. ¿Debíamos sí o no confiar en este hombre, asumir el riesgo de enseñarle nuestros fragmentos, reunirlos de nuevo para que asistiera al fenómeno? Yo ya me había fijado en que, cada vez que lo hacíamos, la intensidad de su color azul disminuía. Prefería no malgastar la energía y me parecía que, cuanta menos gente estuviera al corriente de lo que tratábamos de descubrir, mejor sería. Le hice un gesto con la cabeza que ella comprendió y se volvió hacia Thornsten.

—¿Y bien? —insistió éste.

—Para llevar un mensaje —contestó Keira.

—¿Qué clase de mensaje?

—Una información importante.

—¿Y a quién?

—A los magisterios de las civilizaciones establecidas en cada uno de los grandes continentes.

—¿Y cómo habrían podido adivinar que a tan grandes distancias existían otras civilizaciones aparte de las suyas?

—No podían tener ninguna certeza, claro, pero no conozco explorador que sepa, en el momento de marchar, lo que encontrará al llegar. Sin embargo, aquellos en los que estoy pensando se habían cruzado con suficientes pueblos diferentes del suyo para suponer que existían otros que vivían en tierras lejanas. Ya tengo la prueba de que tres viajes de esa índole se llevaron a cabo en la misma época, y que abarcaron distancias considerables. Uno hacia el sur, otro hacia el este, hasta China, y un tercero hacia el oeste. Sólo queda demostrar que hubo otro hacia el norte para confirmar mi teoría.

—¿De verdad tiene la prueba de que existieron tales viajes? —preguntó Thornsten, receloso.

Su voz había cambiado. Acercó su silla a Keira y apoyó la mano en la mesa, arañando la madera con las uñas.

—No le mentiría —afirmó Keira.

—¿Quiere decir que no me mentiría dos veces seguidas?

—Antes es que quería ganarme su confianza, dicen que no es fácil acercarse a usted.

—¡Vivo recluido, pero no soy un animal!

Thornsten miró a Keira fijamente. Sus ojos estaban rodeados de arrugas y su mirada era tan profunda que resultaba difícil sostenerla; se levantó y nos dejó solos un momento.

—Después hablaremos de sus estrellas, no he olvidado nuestro trato —gritó desde el salón.

Volvió con un largo tubo del que sacó un mapa que extendió sobre la mesa. Sujetó las esquinas, que buscaban volver a enrollarse, con nuestras tazas de café y un cenicero.

—Veamos —dijo, y señaló el norte de Rusia sobre el gran planisferio—. Si ese viaje existió de verdad, sus mensajeros pudieron optar entre varios caminos. Uno, subiendo por Mongolia y Rusia para llegar hasta el estrecho de Bering, como sugería usted misma. En esa época, los pueblos sumerios ya sabían fabricar embarcaciones lo bastante resistentes como para poder seguir la ruta de los icebergs y llegar hasta el mar de Beaufort, pero nada demuestra que lo hicieran. Otro camino posible sería pasando por Noruega, las islas Feroe, Islandia, y luego, cruzando o bordeando la costa de Groenlandia y la bahía de Baffin, podrían haber llegado al mar de Beaufort. Siempre y cuando hubieran sobrevivido a temperaturas polares y se hubieran alimentado pescando por el camino sin ser ellos mismos alimento de los osos, pero todo es posible.

—¿Posible o plausible? —insistió Keira.

—Defendí la tesis de que, más de veinte mil años antes de nuestra era, grupos de hombres caucásicos emprendieron viajes así; también sostuve que la civilización de los sumerios no apareció en las orillas del Tigris y del Éufrates simplemente porque hubieran aprendido a almacenar espelta, y nadie me creyó.

—¿Por qué me habla de los sumerios? —quiso saber Keira.

—Porque esa civilización es una de las primeras, si no la primera, en haber elaborado la escritura, una de las primeras en haberse dotado de una herramienta que les permitiera escribir su lengua. Con la escritura, los sumerios inventaron la arquitectura y construyeron barcos dignos de ese nombre. Busca pruebas de un gran viaje que tuvo lugar hace milenios, ¿y espera dar con ellas como por encanto, como si Pulgarcito hubiera dejado un rastro de pequeñas piedras? Su ingenuidad resulta insultante. Sea lo que sea lo que de verdad busca, si ha existido, es en los textos donde encontrará rastro de ello. ¿Quiere ahora que le cuente algo más o todavía tiene intención de interrumpirme para no decir nada?

Tomé la mano de Keira y la estreché entre las mías, era mi manera de suplicarle que lo dejara proseguir su relato.

—Algunos sostienen que los sumerios dejaron de ser nómadas y se instalaron a orillas del Tigris y del Éufrates porque la espelta crecía allí en abundancia y porque habían aprendido a almacenar este cereal. Podían conservar las cosechas que los alimentarían durante las estaciones frías e infértiles, y ya no necesitaban vivir como nómadas para conseguir el alimento cotidiano. Es lo que le explicaba antes, el hecho de que un pueblo se haga sedentario da fe de que el hombre pasa del estado de supervivencia al estado de vida a secas. Y en cuanto se hace sedentario empieza a mejorar su vida cotidiana; es entonces, y sólo entonces, cuando empiezan a evolucionar las civilizaciones. Si un incidente geográfico o climático destruye este orden, si el hombre no encuentra ya su pan cotidiano, entonces de inmediato vuelve a ponerse en camino. Éxodos o migraciones, se trata de la misma lucha, el mismo motivo: la eterna supervivencia de la especie. Pero los conocimientos de los sumerios estaban ya muy desarrollados como para que se tratara de simples granjeros que de pronto se hubieran vuelto sedentarios. Avancé la teoría según la cual su civilización, notablemente evolucionada, nació de la reunión de varios grupos, portador cada uno de su propia cultura. Unos procedían del subcontinente indio, otros llegaron por el mar bordeando el litoral iraní y, por último, un tercer grupo vino de Asia Menor. Azov, Negro, Egeo y Mediterráneo, esos mares no estaban nada lejos unos de otros, cuando no se comunicaban entre sí. Todos esos emigrantes se unieron para fundar esa extraordinaria civilización. ¡Si pudo un pueblo emprender el viaje del que me habla, sólo pudo ser éste! Y, si así fue, entonces tienen que haberlo narrado. Encuentre las tablillas de esas escrituras y tendrá la prueba de que lo que busca existe.

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