—¡Se equivoca, no puede tratarse del Egorov al que nosotros buscamos, tiene que ser alguien con el mismo apellido! —exclamó Keira, tapando con la mano el teclado del teléfono.
Ni siquiera yo acertaba a creer una palabra de lo que nos decía ese hombre. Éste sonrió y volvió a marcar el mismo número.
—¡Pare, maldita sea! ¿Cree de verdad que si me dedicara al tráfico de antigüedades iría a pedir la dirección de mi contacto a la Academia de las Ciencias? ¿Tan tonta parezco?
—Tengo que reconocer que no sería una maniobra muy sutil —dijo el hombre, colgando el teléfono—, ¿Quién le recomendó que se entrevistaran con él y con qué fin?
—Un viejo arqueólogo, y por los motivos que le he explicado con total sinceridad.
—Entonces se ha reído de usted. Pero quizá pueda informarla yo o ponerla en contacto con alguno de nuestros especialistas en el tema. Varios de nuestros colaboradores se interesan por las migraciones humanas que poblaron Siberia. Hasta estamos preparando un congreso sobre el tema, que se celebrará el verano que viene.
—Necesito ver a ese hombre, no volver a la universidad —contestó Keira—. Busco pruebas, y su pseudotraficante quizá las tuvo en su poder.
—¿Puedo ver un momento sus pasaportes? Si tengo que ayudarlos a ponerse en contacto con esa clase de individuo, al menos querría comunicarles sus nombres a los agentes de aduanas, no se lo tomen a mal, es una manera de protegerme.
Sea lo que sea lo que han venido a hacer a nuestro país, no quiero verme involucrado, y aún menos que me acusen de complicidad. Así que les ofrezco un toma y daca: ustedes me dan una fotocopia de sus documentos, y yo les doy la dirección que buscan.
—Pues me temo que entonces tendremos que volver —le dijo Keira—, le hemos entregado nuestros pasaportes al recepcionista del hotel a nuestra llegada, y todavía no nos los ha devuelto.
—Es la verdad —dije, interviniendo por primera vez en la conversación—, llame al hotel si no nos cree, tal vez puedan mandarle por fax las primeras páginas.
Llamaron a la puerta y un joven intercambió unas palabras con nuestro interlocutor.
—Discúlpenme —dijo—, en seguida vuelvo. Mientras tanto, utilicen el teléfono que está sobre mi mesa y pidan que me envíen por fax a este número las primeras páginas de sus pasaportes.
Garabateó una serie de números en una hoja de papel y me la tendió antes de salir. Keira y yo nos quedamos solos.
—¡Qué mal nacido este Thornsten!
—Bueno, no tenía por qué contarnos el pasado de su amigo —dije en su defensa—, y además nada nos asegura que él participara en sus tejemanejes.
—¿Y los cien dólares, te crees que eran para comprar caramelos? ¿Sabes lo que eran cien dólares en los años setenta? Anda, haz esa llamada para que podamos irnos cuanto antes, este despacho me da mala espina.
Como no me movía, Keira descolgó ella misma el teléfono, pero yo se lo quité de las manos y lo devolví a su sitio.
—Esto no me gusta nada, pero nada de nada —le dije.
Me levanté y fui hacia la ventana.
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
—Estaba pensando en esa cornisa en el monte Hua Shan, a dos mil quinientos metros de altura, ¿te acuerdas? ¿Te sientes capaz de repetir la hazaña, pero a sólo dos plantas de distancia del suelo?
—¿De qué estás hablando?
—Yo diría que nuestro anfitrión ha ido a recibir a la policía al pie de la escalinata de la Academia, y supongo que vendrán a detenernos dentro de unos minutos. Tienen el coche aparcado en la calle, justo debajo de esta ventana, un Ford con sirena y todo. ¡Cierra la puerta con pestillo y sígueme!
Arrimé una silla a la pared, abrí la ventana y calculé la distancia que nos separaba de la escalera de incendios situada en una esquina del edificio. Por la nieve, la superficie de la cornisa estaría resbaladiza, pero tendríamos más puntos de apoyo a los que agarrarnos entre las piedras de la fachada que en las paredes tan lisas del monte Hua Shan. Ayudé a Keira a trepar hasta el alféizar y la seguí. Cuando ya nos aventurábamos por la cornisa, oí llamar a la puerta del despacho; no tardarían mucho tiempo en descubrir nuestra evasión.
Keira se desplazaba por la pared con una agilidad pasmosa; el viento y la nieve frenaban su avance, pero ella resistía, y yo también. Unos minutos después, nos ayudamos mutuamente a saltar la barandilla de la escalera de incendios. Todavía teníamos que bajar unos cincuenta escalones de hierro, cubiertos por una buena capa de hielo. Keira se cayó cuan larga era en el rellano de la primera planta y se levantó apoyándose en la barandilla, maldiciendo el invierno ruso. El empleado del servicio de limpieza, que sacaba brillo al parqué del gran pasillo de la Academia, se quedó de piedra al vernos al otro lado de la ventana. Le hice un gesto tranquilizador y alcancé a Keira. La última parte de la salida de incendios consistía en una escalera de mano que bajaba mediante unas bisagras hasta la acera. Keira tiró de la cadena que la liberaba pero el mecanismo estaba atascado y nos quedamos atrapados a tres metros del suelo, demasiada altura como para intentar saltar sin riesgo de partirnos las piernas. Me acordé de un compañero que, al saltar desde un primer piso para salir sin permiso del colegio, se había visto en el suelo con las dos tibias fracturadas; ese recuerdo, aunque fugaz, me hizo renunciar a jugar a James Bond o al especialista que lo doblaba en las escenas peligrosas. Intenté romper el hielo que atascaba el mecanismo de la escalera a base de puñetazos mientras Keira saltaba encima con todo su peso gritando «¡Cede ya, cabrón!»… ¡Palabras textuales! Algo de efecto debieron de tener, porque el hielo cedió de golpe, y vi a Keira, agarrada a la escalera, precipitarse hacia la acera a velocidad de vértigo.
Se levantó del suelo maldiciendo. Nuestro anfitrión acababa de asomar la cabeza por la ventana de su despacho; él también parecía furioso. Me reuní con Keira, y corrimos como dos fugitivos hacia la boca de metro más próxima, que estaba a unos cien metros de allí. Keira corrió por el subterráneo y subió la escalera que llevaba al otro lado de la avenida. En Moscú, muchos automovilistas utilizan su propio coche como taxi improvisado para poder llegar a fin de mes. Basta levantar la mano para que uno de estos coches se pare, y, si se llega a un acuerdo sobre el precio, hay trato. A cambio de veinte dólares, el dueño de un Zil aceptó llevarnos.
Comprobé su nivel de inglés diciéndole con una gran sonrisa que su coche olía a tigre, que él era idéntico a mi tatarabuela y, por último, que con unos dedos como los suyos hurgarse la nariz no debía de ser tarea fácil. Como me contestó tres veces
«Da»,
concluí que podía hablar con Keira con total tranquilidad.
—¿Y ahora qué hacemos? —le pregunté.
—Pasamos por el hotel a recuperar nuestro equipaje e intentamos coger un tren antes de que nos detenga la policía. Después de mi experiencia en la cárcel china, prefiero matar a alguien antes que volver al trullo.
—¿Y adónde vamos?
—Al lago Baikal, Thornsten lo mencionó.
El coche aparcó delante del Metropole-Intercontinental. Nos precipitamos a la recepción, donde una empleada encantadora nos devolvió nuestros pasaportes. Le pedí que fuera preparándonos la cuenta, me disculpé por tener que acortar así nuestra estancia y aproveché para preguntarle si podía reservarnos dos plazas en un coche-cama del Transiberiano. Se inclinó hacia mí para decirme en voz baja que dos policías acababan de pedirle que les imprimiera la lista de los clientes ingleses alojados en el hotel. Estaban sentados en un sofá del vestíbulo, consultándola. Añadió que su novio era británico, que se la llevaba a vivir con él a Londres, donde pensaban casarse en primavera. Le di la enhorabuena por tan excelente noticia, y ella me murmuró
«God Save the Queen»,
guiñándome el ojo en un gesto de complicidad.
Arrastré a Keira hacia los ascensores, tuve que prometerle dos veces por el camino que no había coqueteado con la recepcionista y le expliqué por qué teníamos muy poco tiempo para largarnos de allí.
Una vez hecho el equipaje, estábamos a punto de salir de la habitación cuando sonó el teléfono. La recepcionista me confirmó que teníamos dos plazas en el vagón número 7 del Transiberiano que salía de la estación central a las 23.24 horas. Me dio el localizador de nuestra reserva, ya no teníamos más que recoger los billetes en la estación, los había añadido a nuestra cuenta y ya me lo había cobrado todo a mi tarjeta de crédito. Si cruzábamos el bar, podríamos salir del hotel sin tener que pasar por el vestíbulo…
Con el informativo de la noche en pantalla, Ivory apagó el televisor y se acercó a la ventana. Había dejado de llover. Una pareja salía del Dorchester, la mujer subió a un taxi y el hombre esperó a que se hubiera alejado el coche antes de volver al hotel. Una anciana, que paseaba a su perro por Park Lañe, saludó al aparcacoches al pasar.
Ivory abandonó su puesto de observación, abrió el mini-bar, cogió una chocolatina, le quitó el papel y la dejó sobre la mesa baja. Fue al cuarto de baño, rebuscó en su neceser, encontró un tubo de somníferos, sacó un comprimido y se miró al espejo.
—Viejo estúpido, ¿es que acaso ignorabas lo que estaba en juego? ¿O es que ni siquiera sabías a qué juego jugabas?
Se tomó el comprimido, se sirvió un vaso del agua del grifo del lavabo y volvió al salón para instalarse ante el tablero de ajedrez.
Les dio un nombre a cada uno de los peones contrarios: Amsterdam, Atenas, Estambul, El Cairo, Moscú, Pekín, Río, Tel Aviv, Berlín, Boston, París y Roma; al rey le puso el nombre de Londres, y a la reina, el de Madrid. Entonces, de un manotazo, lanzó despedidas todas las piezas del contrario, salvo aquella a la que había bautizado con el nombre de Amsterdam. Ésta la envolvió en su pañuelo y la guardó con cuidado en el fondo de su bolsillo. El rey negro retrocedió una casilla, el caballo y el peón no se movieron, pero Ivory hizo avanzar los dos alfiles hasta la tercera línea. Contempló el tablero, se quitó los zapatos, se tendió sobre el sofá y apagó la luz.
La reunión acababa de terminar, los invitados se reunían ya en torno al bufé. La mano de Isabel rozó de manera subrepticia la de sir Ashton, que se había mostrado particularmente brillante aquella noche. Si bien en el último consejo la mayor parte de las voces se había pronunciado a favor de proseguir las investigaciones, esta vez el lord inglés había logrado atraer a su bando a una mayoría de los participantes, y el aliado más valioso del momento aceptaba cooperar sin reservas: Moscú haría cuanto obrara en su poder para localizar y detener a los dos científicos. Serían repatriados a Londres en el primer avión, y no se les volvería a otorgar ningún visado para Rusia en el futuro. Ashton habría preferido medidas más radicales, pero sus colegas todavía no estaban preparados para votar ese tipo de moción. Para aplacar las conciencias, Isabel había emitido una idea que había sido del gusto de todos. Si hasta entonces no habían podido disuadir a los dos investigadores mediante la fuerza, ¿por qué no apartarlos de su búsqueda haciéndole a cada uno proposiciones que los alejaran de facto el uno del otro? La coacción no siempre era el mejor método. La presidente de la sesión acompañó a sus invitados hasta el pie de la torre. Una hilera de limusinas abandonó la plaza de Europa y se dirigió al aeropuerto de Barajas; Moscú le ofreció a sir Ashton disfrutar de su avión privado, pero el lord tenía aún algunos asuntos pendientes en España.
A mi juicio había demasiados policías en la estación Iaroslav para considerar la situación como normal. Ya fuéramos hacia los andenes, hacia las hileras de pequeños puestos de venta ambulante o hacia la consigna, estaban ahí, en grupos de cuatro, escudriñando la multitud. Keira percibió mi inquietud y me tranquilizó.
—¡Ni que hubiéramos desvalijado un banco! —me dijo—. Que un policía lleve su investigación hasta nuestro hotel es una cosa, ¡pero de ahí a imaginar que han cerrado estaciones y aeropuertos como si fuéramos criminales peligrosos, vamos, hombre, no exageres! Y además, ¿cómo sabrían que estamos aquí?
Me arrepentí de haber reservado los billetes por mediación del Intercontinental. Si el inspector que nos seguía se había hecho con una copia de nuestra factura, y tenía buenos motivos para pensar que así era, no le daba ni diez minutos para hacer cantar a la recepcionista. Por ello, no compartía el optimismo de Keira y temía que todo ese despliegue policial fuera por nuestra causa. La hilera de máquinas para sacar títulos de transporte estaba tan sólo a unos metros. Lancé una rápida ojeada a las taquillas; si mis sospechas eran ciertas, los empleados debían de estar alerta, y en cuanto se presentara un extranjero para sacar un billete, avisarían a la policía.
Un limpiabotas deambulaba delante de nosotros, con su material en bandolera, en busca de un cliente al que lustrarle los zapatos. Ya había pasado dos veces por delante de mí, mirando de reojo mis botas, así que le hice un gesto y le propuse un trato de otra índole.
—¿Qué estás haciendo? —quiso saber Keira.
—Voy a comprobar una cosa.
El limpiabotas se guardó los dólares que le había dado por adelantado. En cuanto sacara nuestros billetes de la máquina y nos los entregara, le daría el resto que habíamos convenido.
—Es una faena que comprometas a este tipo enviándolo a hacer tus recados.
—¡No corre ningún riesgo puesto que, según tú, no somos criminales peligrosos!
En cuanto el limpiabotas terminó de teclear el localizador de nuestros billetes en la pantalla de la máquina, oí el zumbido de los walkies-talkies de varios policías y una voz que gritaba instrucciones cuyo significado, por desgracia, yo presentía muy bien. Keira comprendió lo que pasaba y no pudo evitar gritarle al limpiabotas que se escapara. Tuve el tiempo justo de agarrarla del brazo y arrastrarla a un rincón. Cuatro hombres de uniforme pasaron por delante de nosotros y echaron a correr hacia la hilera de máquinas. Keira estaba paralizada de miedo, no podíamos hacer gran cosa por el limpiabotas, al que ya habían esposado. La tranquilicé, la policía lo retendría unas horas como mucho, pero él no tardaría en dar nuestra descripción.
—¡Quítate el abrigo! —le ordené, a la vez que me quitaba también el mío.
Los guardé en la maleta, le pasé a Keira un jersey de lana gruesa y me puse yo otro. Luego la llevé a la consigna, cogiéndola de la cintura. La besé y le pedí que me esperara detrás de una columna. Abrió unos ojos como platos cuando vio que me dirigía hacia las máquinas automáticas. Pero era justamente el lugar donde los policías nos buscarían menos. Me abrí paso entre la gente, me disculpé cortésmente para que un policía me dejara pasar y me dirigí a una máquina que, por suerte para mí, ofrecía a los turistas instrucciones en inglés. Reservé dos billetes a bordo de un tren, pagué en metálico y volví a reunirme con Keira.