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Authors: Marc Levy

Tags: #Aventuras, romántico

La primera noche (23 page)

BOOK: La primera noche
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—Es muy amable por tu parte, Martyn, y muy halagador también, pero si te tranquiliza en algo, que sepas que eres el único que lo ve así. No sé lo que está pasando, nadie me ha dicho que estuviera despedido, sólo que he perdido temporalmente mi plaza como titular.

—Abre los ojos, Adrian, te han puesto en la calle y ya está. He recibido dos llamadas en relación contigo, ya ni siquiera tengo autorización para hablar contigo por teléfono, nuestros superiores se han vuelto locos.

—A base de comer asado todos los domingos y
fish and chips
año tras año, era inevitable —dije sin reírme.

—Esto no tiene nada de gracia, Adrian, ¿qué vas a hacer ahora?

—No te preocupes, Martyn, no tengo ningún otro trabajo a la vista, y casi no me queda dinero en el banco, pero desde hace algún tiempo me despierto junto a la mujer a la que quiero, me sorprende, me hace reír, me altera y me apasiona. Su entusiasmo me fascina todo el día, y de noche, cuando se desnuda, me… cómo decirte… me conmueve. Ya ves que no puedo quejarme de nada y no lo digo por fanfarronear, sinceramente, nunca había sido tan feliz como ahora.

—Pues me alegro mucho por ti, Adrian. Soy tu amigo, me siento culpable de haber cedido a las presiones y de haber roto el contacto contigo. Entiéndelo, no puedo permitirme perder mi puesto de trabajo, yo no comparto mi cama con nadie y no tengo más pasión que mi profesión para acompañarme en la vida. Si por casualidad necesitaras hablar conmigo, déjame un recado en el observatorio bajo el nombre de Gilligan, y yo te llamaré en cuanto pueda.

—¿Quién es Gilligan?

—Mi perro, un maravilloso basset artesiano. Por desgracia tuve que sacrificarlo el año pasado. Hasta pronto, Adrian.

Acababa de colgar tras una conversación que me había dejado pensativo cuando una voz a mi espalda me hizo dar un respingo en plena calle.

—¿De verdad piensas todo eso de mí?

Me volví y vi a Keira. Había vuelto a ponerse uno de mis jerséis y me había robado un abrigo.

—He visto tu notita en la cocina, me ha apetecido reunirme contigo en la agencia para que me lleves a algún sitio a desayunar; en tu nevera no hay más que verdura, y a mí los calabacines, por la mañana, como que no… Parecías tan enfrascado en la conversación que me he acercado sin hacer ruido para sorprenderte en plena charla con tu amante.

La llevé a un café donde servían unos deliciosos croissants; los pasaportes podían esperar.

—¿De modo que, de noche, cuando me desnudo, te pongo?

—¿No tienes ropa propia, o es que la mía tiene algo especial que te atrae?

—¿Con quién hablabas antes al teléfono para darle tantos detalles sobre mí?

—Con un viejo amigo. Sé que te parecerá extraño, pero el caso es que estaba preocupado de que me hubieran despedido.

Entramos en el café, y mientras Keira se atiborraba a croissants con almendras, yo me preguntaba si era sensato compartir con ella mi inquietud, que no tenía nada que ver con mi situación profesional.

Dentro de dos días estaríamos a bordo de un avión con destino a Moscú; la idea de alejarnos de Londres no me disgustaba en absoluto.

Amsterdam

No había por así decir casi nadie esa mañana en ese cementerio, casi nadie para seguir el coche fúnebre que albergaba un largo féretro de madera brillante. Un hombre y una mujer caminaban despacio detrás. Ningún sacerdote oficiaba delante de la tumba, cuatro empleados municipales bajaron el ataúd con unas largas cuerdas. Cuando tocó el fondo, la mujer lanzó una rosa blanca y un puñado de tierra; el hombre que la acompañaba la imitó. Se despidieron, y cada uno se fue por su lado.

Londres

Sir Ashton reunió la serie de fotografías colocadas en hilera sobre su escritorio. Las guardó en un sobre y cerró la carpeta.

—Está muy guapa en estas fotos, Isabel. El luto le sienta de maravilla.

—Ivory no es tonto.

—Eso espero, se trataba de hacerle llegar un mensaje.

—Ashton, no sé si ha…

—¡Le pedí que eligiera entre Vackeers y los dos científicos, y usted eligió al viejo! Ahora no me venga con reproches.

—¿De verdad era necesario?

—¡No entiendo que todavía pueda dudarlo siquiera! ¿Es que soy el único verdaderamente consciente de las consecuencias de sus actos? ¿Se da usted cuenta de lo que ocurriría si los dos protegidos de Ivory lograran sus fines? ¿No cree que lo que está en juego bien vale sacrificar los últimos años de un anciano?

—Ya lo sé, Ashton, ya me lo ha dicho.

—Isabel, no soy un viejo loco sanguinario, pero cuando lo exige la razón de Estado, no vacilo. Ninguno de nosotros, incluida usted, vacila. La decisión que hemos tomado tal vez salve muchas vidas, empezando por la de estos dos exploradores, si es que Ivory se decide por fin a renunciar. No me mire así, Isabel, nunca he actuado más que por el interés de la mayoría. Mi carrera tal vez no me abra las puertas del cielo, pero…

—Por favor, Ashton, no sea sarcàstico, hoy no. Yo apreciaba mucho a Vackeers, de verdad.

—Yo también lo apreciaba, aunque hayamos tenido algún encontronazo que otro en el pasado. Lo respetaba, y quiero pensar que este sacrificio, tan difícil para mí como para usted, dará el fruto que esperamos.

—Ivory parecía hundido ayer por la mañana, nunca lo había visto así, ha envejecido diez años en una sola noche.

—Si pudiera envejecer diez más y dejar esta vida, nos vendría muy bien a todos.

—Entonces, ¿por qué no haberlo sacrificado a él en lugar de a Vackeers?

—¡Tengo mis razones!

—¿No me diga que ha conseguido protegerse de usted? Yo que lo creía intocable…

—Si Ivory muriera, ello reforzaría la motivación de la arqueóloga. Es impetuosa y demasiado lista como para creer que fuera un accidente. No, estoy seguro de que ha elegido usted bien, hemos retirado de la partida el peón adecuado, pero se lo advierto, si luego el curso de los acontecimientos no le diera la razón, si prosiguieran las investigaciones, no necesito precisarle quién estaría a continuación en nuestra línea de mira.

—Estoy segura de que Ivory habrá comprendido el mensaje —suspiró Isabel.

—En caso contrario, usted, Isabel, sería la primera en saberlo, es la única en quien confía todavía.

—Nuestro numerito en Madrid estuvo bien.

—Le he permitido acceder a la presidencia del consejo, me lo debía, creo yo.

—No actúo por gratitud hacia usted, Ashton, sino porque comparto su punto de vista. Es demasiado pronto para que el mundo conozca la verdad, demasiado pronto. No estamos preparados.

Isabel cogió su bolso y se dirigió a la puerta.

—¿Debemos recuperar el fragmento que nos pertenece? —preguntó antes de salir.

—No, está muy seguro allí donde se encuentra, quizá más aún incluso ahora que Vackeers ha muerto. Además, nadie sabe cómo acceder al lugar, que es lo que todos queríamos. Se ha llevado su secreto a la tumba, mejor que mejor.

Isabel asintió con la cabeza y se marchó. Mientras el mayordomo la acompañaba hasta la puerta del palacete de sir Ashton, su secretario entró en el despacho con un sobre en la mano. Ashton lo abrió y levantó la cabeza.

—¿Cuándo han obtenido estos visados?

—Anteayer, señor, así que a estas horas ya deben de estar en el avión. Bueno, no —rectificó el secretario al consultar su reloj—, ya habrán aterrizado en Sheremetyevo.

—¿Y cómo es que no nos han avisado antes?

—No lo sé, si lo desea puedo abrir una investigación. ¿Quiere que llame a su invitada si aún no ha salido de la casa?

—No, no es necesario. En cambio sí quiero que alerte a nuestros hombres allí. Los dos pajaritos no deben, en ningún caso, pasar de Moscú. Ya estoy más que harto. Que eliminen a la chica. Sin ella, el astrofísico es inofensivo.

—Después de la experiencia tan desagradable que tuvimos en China, ¿está seguro de querer actuar así?

—Si pudiera librarme de Ivory no lo dudaría ni un segundo, pero es imposible, y no estoy seguro de que eso zanjara definitivamente nuestro problema. Haga lo que le he pedido y diga a nuestros hombres que no escatimen medios. Esta vez prefiero la eficacia antes que la discreción.

—En ese caso, ¿debemos avisar a nuestros amigos rusos?

—De eso me ocupo yo.

El secretario se retiró.

Isabel dio las gracias al mayordomo por abrirle la puerta del taxi. Se volvió para admirar la majestuosa fachada de la residencia londinense de sir Ashton y le pidió al taxista que la llevara al aeropuerto de la City.

Sentado en un banco del pequeño parque situado justo en frente de la casa victoriana, Ivory siguió al taxi con la mirada mientras se alejaba. Había empezado a lloviznar, se apoyó en su paraguas para ponerse de pie y se marchó a su vez.

Moscú

La habitación del hotel Intercontinental olía a tabaco. Nada más llegar, y pese a una temperatura de apenas cero grados, Keira abrió la ventana de par en par.

—Lo siento, es la única habitación libre de todo el hotel.

—Apesta a puro, es horroroso.

—Y de mala calidad, además —añadí yo—, ¿Quieres que cambiemos de hotel? Si no, también puedo pedir más mantas o unos anoraks, ¿quieres?

—No perdamos tiempo, vamos en seguida a la Sociedad de Arqueología; cuanto antes demos con ese tal Egorov, antes nos marcharemos de aquí. Ay, Dios, cuánto echo de menos los aromas del valle del Omo…

—Te prometí que volveríamos algún día, cuando todo esto haya terminado.

—A veces me pregunto si todo esto, como tú dices, terminará algún día —masculló Keira, y cerró la puerta de la habitación.

—¿Tienes la dirección de la Sociedad de Arqueología? —le pregunté en el ascensor.

—No sé por qué Thornsten sigue llamándola así. Al final de la década de 1950 la rebautizaron como Academia de las Ciencias.

—¿Academia de las Ciencias? Qué nombre más bonito, a lo mejor encuentro trabajo allí, nunca se sabe.

—¿En Moscú? ¡Sí, hombre, lo que faltaba!

—Pues ¿sabes?, en Atacama habría podido trabajar perfectamente en el seno de una delegación rusa. A las estrellas eso les trae al pairo por completo.

—Claro, sería muy práctico para tus artículos. Ya me dirás cómo te las ibas a apañar con un teclado en alfabeto cirílico.

—Tener razón para ti, ¿qué es, una necesidad o una obsesión?

—¡Ambas cosas no son incompatibles! Bueno, qué, ¿nos vamos ya?

El viento era helador, así que nos refugiamos rápidamente en un taxi. Keira le explicó cómo pudo al conductor dónde íbamos, pero como éste no entendía una palabra, desplegó un plano de la ciudad y le señaló el lugar. Quienes dicen que los taxistas de París no son amables es porque nunca han cogido un taxi en Moscú. Las calles de la ciudad ya estaban cubiertas por una buena capa de hielo, pero eso no parecía molestar a nuestro conductor. Su viejo Lada daba bandazos, pero cada vez lo enderezaba sin problemas de un volantazo.

Keira se presentó en la puerta de la Academia, dijo quién era y que era arqueóloga. El portero la dirigió hacia la administración. Una joven asistente investigadora, que hablaba un inglés más que correcto, nos recibió con mucha amabilidad. Keira le explicó que queríamos contactar con un tal Egorov, que era profesor y que había dirigido la Sociedad de Arqueología en la década de 1950.

La joven parecía extrañada, nunca había oído hablar de esa sociedad, y los archivos de la Academia de las Ciencias sólo se remontaban al año de su creación, 1958. Nos pidió que la esperáramos un momento y volvió media hora después con uno de sus superiores, un hombre de unos sesenta años por lo menos. Se presentó y nos pidió que lo acompañáramos a su despacho. La joven, que respondía al nombre de Svetlana y que era preciosa, dicho sea de paso, se despidió de nosotros antes de retirarse. Keira me dio una patada mientras me preguntaba si necesitaba su ayuda para averiguar el teléfono de la chica.

—No sé de qué me hablas —suspiré, frotándome la pantorrilla.

—¡Encima no me tomes por tonta!

El despacho en el que entramos habría hecho palidecer de envidia a Walter. Un gran ventanal dejaba entrar una luz muy bonita, y se veían caer gruesos copos de nieve al otro lado del cristal.

—No es la mejor época del año para visitarnos —dijo el hombre a la vez que nos invitaba a sentarnos—. Prevén una buena tormenta de nieve para esta noche o mañana por la mañana como muy tarde.

El hombre abrió un termo y nos sirvió un vasito de té ahumado.

—Puede que haya dado con este tal Egorov al que buscan —nos dijo—, ¿Puedo saber por qué quieren entrevistarse con él?

—Investigo las migraciones humanas en Siberia en el IV milenio y me han dicho que él conoce muy bien el tema.

—Es posible —dijo el hombre—, aunque tengo mis reservas.

—¿Por qué? —quiso saber Keira.

—La Sociedad de Arqueología era un nombre ficticio atribuido a una rama muy particular de los servicios secretos. En época de la Unión Soviética, los científicos no eran menos vigilados que los demás ciudadanos, al contrario. Al amparo de tan bonito nombre, esta célula tenía la misión de controlar las investigaciones llevadas a cabo en el ámbito de la arqueología, y en especial de hacer inventario y confiscar todo aquello que pudiera encontrarse bajo tierra. Muchos tesoros arqueológicos desaparecieron… La corrupción y la codicia —añadió el hombre ante nuestro aire extrañado—. La vida era difícil en este país entonces, y lo sigue siendo ahora, pero comprendan que, entonces, una moneda de oro encontrada en una excavación podía asegurarle meses de supervivencia a su propietario, y lo mismo ocurría con los fósiles, que cruzaban las fronteras con más facilidad que las personas. Desde el reinado de Pedro
el Grande,
que fue el que verdaderamente impulsó las excavaciones arqueológicas en Rusia, nuestro patrimonio ha sufrido un saqueo continuo. Por desgracia, la loable organización que Kruchev instauró para protegerlo se saldó con uno de los mayores tráficos de antigüedades de la historia. En cuanto se desenterraban, los tesoros que ocultaba nuestra tierra se repartían entre los
apparatchiks
y salían del país para engrosar las colecciones de los ricos museos occidentales, cuando no se vendían a particulares. Todo el mundo sacaba partido, desde el arqueólogo más ramplón hasta el jefe de la misión, pasando por los agentes de la Sociedad de Arqueología que supuestamente debían vigilarlos. Este tal Vladenko Egorov al que buscan probablemente fuera uno de los peces más gordos de estas siniestras redes en las que todo valía, incluso matar, por supuesto. Si hablamos del mismo hombre, ése con el que piensan entrevistarse es un antiguo criminal que sólo debe su libertad a las personalidades influyentes que siguen aún en el poder, excelentes clientes que sentirían mucho que se jubilara ya. Si quieren enemistarse con todos los arqueólogos honrados de mi generación, no tienen más que mencionarles el nombre de Egorov. Por ello, antes de darles su dirección, querría saber qué objeto esperaban sacar de Rusia. Estoy seguro de que la policía estará muy interesada, a no ser que prefieran decírselo ustedes mismos —nos sugirió el hombre al tiempo que descolgaba el teléfono.

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