La princesa prometida (22 page)

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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

BOOK: La princesa prometida
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—Ha venido vuestro amor, y no está solo —le dijo entonces.

Buttercup no comprendió.

El hombre de negro señaló hacia el sendero por el que acababan de pasar.

Buttercup miró fijamente y, al hacerlo, notó que las aguas del Canal de Florin parecían tan llenas de luz como lleno de estrellas estaba el cielo.

—Debió de haber enviado a todos los barcos de Florin en vuestra búsqueda —comentó el hombre de negro—. Nunca había visto nada parecido.

Observó ensimismado cómo, al avanzar los barcos, se movían sus fanales.

—Jamás podréis huir de él —le dijo Buttercup—. Si me dejáis marchar, os prometo que no os harán daño.

—Sois muy generosa; jamás aceptaría semejante ofrecimiento.

—Os he ofrecido vuestra vida, creo que he sido bastante generosa.

—¡Alteza! —exclamó el hombre de negro, y le echó las manos al cuello—. Soy el único aquí que puede hablar de quién ha de vivir o morir.

—Seríais incapaz de matarme. No me habéis arrebatado de manos de unos criminales para asesinarme vos mismo.

—Una conclusión sabia y enternecedora a la vez —dijo el hombre de negro.

Tiró de ella, la obligó a ponerse en pie y echaron a correr por el borde del enorme barranco. Tenía cientos de metros de altura, estaba lleno de piedras, árboles y sombras crecientes. De pronto, el hombre de negro se detuvo, miró hacia abajo y estudió la Armada.

—Para ser sincero —dijo—, no había esperado que fueran tantos.

—Mi príncipe es imprevisible; por eso es el más grande de los cazadores.

—Me pregunto si los dejará a todos en un grupo o si dividirá sus efectivos y enviará a un grupo a registrar la costa y a otro a seguir vuestro rastro por tierra. ¿Qué suponéis vos?

—Sólo sé que me encontrará. Y si antes no me habéis devuelto mi libertad, no esperéis un trato gentil.

—Imagino que habrá hablado con vos de ciertos temas. De la emoción de la cacería. ¿Qué ha hecho en el pasado con tantos barcos?

—No hablamos de cacería, os lo puedo asegurar.

—No habláis ni de cacería ni de amor, ¿de qué habláis pues?

—Ocurre que no nos vemos con demasiada frecuencia.

—Qué pareja más tierna.

Buttercup sintió que comenzaba el enfado.

—Siempre somos muy sinceros el uno con la otra. No todo el mundo puede decir lo mismo.

—¿Puedo deciros una cosa, alteza? Sois muy fría…

—No es verdad…

—… muy fría y muy joven, y si seguís viviendo, creo que os volveréis como la escarcha…

—¿Por qué me atormentáis así? He llegado a un acuerdo con la vida, y eso es asunto mío… Juro que no soy fría, pero he tomado ciertas decisiones, y es mejor que haga caso omiso de las emociones, porque no he sido feliz cuando las he sentido… —Su corazón era un jardín secreto con muros muy altos—. Amé una vez —dijo Buttercup al cabo de un rato—, pero me fue mal.

—¿Otro hombre acaudalado? Sí, y os dejó por una mujer más rica.

—No. Era pobre. Pobre, y murió.

—¿Lo lamentasteis? ¿Sentisteis dolor? Reconoced que no sentisteis nada…

—¡No os burléis de mi dolor! Aquel día dejé de existir.

La Armada comenzó a disparar cañonazos de aviso. El eco de las explosiones se perdió en las montañas. El hombre de negro observó como los barcos comenzaban a cambiar de formación.

Y, mientras observaba los barcos, utilizando el resto de las fuerzas que le quedaban, Buttercup lo empujó.

Por un momento, el hombre de negro se tambaleó al borde del barranco. Sus brazos giraron como molinos de viento mientras luchaba por recuperar el equilibrio. Giraron y se aferraron al aire, y entonces comenzó la caída.

El hombre de negro cayó.

Giró, se tambaleó, trató de frenar el descenso con las manos, pero el barranco era demasiado profundo, y no hubo nada que hacer.

Cayó y cayó.

Rodó por las piedras, girando como una peonza, perdido todo control.

Buttercup se quedó mirando fijamente lo que acababa de hacer.

Finalmente, el hombre de negro quedó tendido allá en el fondo, sin moverse ni decir palabra.

—Por mí como si os morís —dijo la princesa, y comenzó a alejarse.

Unas palabras la siguieron. Susurradas desde lejos, débiles, cálidas y familiares.

—Como… desees…

Amanecía en las montañas. Buttercup regresó al sitio de donde provenía el sonido y miró hacia el fondo; bajo las primeras luces, vio que el hombre de negro luchaba por despojarse de la máscara.

—Oh, mi dulce Westley. ¿Qué te he hecho?

Desde el fondo del barranco le llegó sólo el silencio.

Buttercup no vaciló un solo instante. Se lanzó tras él, haciendo lo imposible por mantener los pies bien firmes, y cuando comenzó a bajar, creyó oír que le gritaba una y otra vez, pero no logró descifrar el sentido de sus palabras, porque en su interior llevaba el retumbar de paredes que se derrumban, y aquello ya hacía bastante ruido.

Además, no tardó en perder el equilibrio y el barranco la engulló. Cayó deprisa y se hizo daño, pero ¿qué importancia tenía? Se habría lanzado gustosamente desde una altura de trescientos metros para caer sobre un lecho de clavos, si Westley la hubiera estado esperando en el fondo.

Cayó y cayó.

Dando tumbos, girando como una peonza, golpeándose, rasgándose el vestido, sin control, rodó y dio mil y una volteretas, descendió hacia lo que quedaba de su amado…

Desde su puesto al frente de la Armada, el príncipe Humperdinck levantó la vista hacia los Acantilados de la Locura. Aquello era una cacería más. Se obligó a olvidarse de la presa. No importaba si uno iba tras un antílope o una futura esposa, los procedimientos seguían siendo válidos. Había que reunir pruebas. Luego había que actuar. Se analizaba el terreno y luego se tomaban medidas. Si el análisis era escueto, había muchas posibilidades de que las medidas que se tomaran fuesen demasiado tardías. Había que tornarse su tiempo. Y así, inmovilizado por la reflexión, siguió mirando hacia la escarpada pared de los Acantilados.

Era obvio que hacía muy poco alguien los había escalado. A lo largo de la pared de piedra había marcas de pies que ascendían en línea recta, lo cual indicaba, casi sin lugar a dudas, que habían utilizado una cuerda, y habían subido lenta y trabajosamente los trescientos metros de cuerda, dando de vez en cuando unas pataditas con los pies para reajustar el equilibrio. Semejante escalada exigía fuerza y planificación, de modo que el príncipe fijó en su mente esos dos datos; mi enemigo es fuerte: mi enemigo no es impulsivo.

Sus ojos se posaron entonces en un punto ubicado a unos noventa metros de la cima. Allí la cosa comenzaba a ponerse interesante. Las marcas de los pies eran más profundas, más frecuentes y no seguían una línea ascendente directa. O bien alguien había dejado intencionadamente la cuerda a noventa metros de la cima, cosa que carecía de sentido, o la cuerda fue cortada mientras ese alguien se encontraba aún a noventa metros de la seguridad que ofrecía la cima. Pues estaba claro que esa última parte de la escalada había sido realizada directamente en la pared de roca. Pero ¿quién poseería semejante talento? ¿Y por qué se habría visto obligado a emplearlo en un momento tan peligroso, a doscientos diez metros por encima del desastre?

—Debo explorar la cima de los Acantilados de la Locura —dijo el príncipe sin volverse.

A sus espaldas, el conde Rugen se limitó a contestar:

—Eso está hecho —y esperó más instrucciones.

—Enviad la mitad de la Armada hacia el sur, por la costa, y a la otra mitad hacia el norte. Deberán reunirse al atardecer, cerca del Pantano de Fuego. Nuestro barco navegará hasta el sitio más próximo en el que podamos desembarcar, y vos me seguiréis con vuestros soldados. Preparad a los blancos.

El conde Rugen le hizo una seña al artillero, y las instrucciones del príncipe retumbaron por los Acantilados. Al cabo de unos minutos, la Armada había comenzado a dividirse; la gigantesca nave del príncipe navegaba sola al frente, cerca de la costa, en busca de un sitio donde desembarcar.

—¡Allí! —ordenó el príncipe poco después, y su barco comenzó las maniobras para entrar en la cala y encontrar allí un sitio seguro donde anclar.

Les llevó cierto tiempo, aunque no demasiado, porque el capitán era muy diestro y, como el príncipe solía perder pronto la paciencia, nadie se atrevía a correr ese riesgo.

Humperdinck saltó de la nave a la costa; bajaron una plancha y los blancos fueron conducidos a tierra firme. De todas sus proezas, ninguna complacía más al príncipe como aquellos caballos. Algún día, contaría con un ejército de caballos blancos, pero lograr la perfección en las castas era algo lento. Poseía ya cuatro blancos y eran idénticos. Sobre terreno llano, nada podía alcanzarlos, e incluso en las colinas y en terreno accidentado, sólo los corceles árabes lograban asemejárseles. Cuando llevaba prisa, el príncipe montaba los cuatro animales a pelo: su única manera de cabalgar; primero cabalgaba en uno y llevaba los otros tres detrás y cambiaba de cabalgadura en pleno tranco, para que ningún animal se cansara de tener que soportar su peso.

Montó y se perdió de vista.

Tardó bastante menos de una hora en llegar al borde de los Acantilados de la Locura. Desmontó, se arrodilló y comenzó a estudiar el terreno. Alrededor de un roble gigante habían atado una cuerda. La corteza de la base estaba rota y raspada, de manera que quien llegó primero a la cima desató la cuerda, y quien estuviera colgado en la cuerda en ese momento, se encontraba a noventa metros de la cima, pero de algún modo había logrado concluir la escalada.

Un sinfín de huellas de pisadas entremezcladas le causaron un gran problema. Resultaba difícil determinar qué había ocurrido. Una reunión quizá, porque había dos pares de pisadas que parecían alejarse mientras que un par de ellas había dejado un rastro junto al borde del acantilado. Luego, al borde del acantilado aparecían dos pares de huellas. Humperdinck examinó las pisadas hasta que se aseguró de dos cosas: 1) que había tenido lugar un duelo, y 2) que ambos combatientes eran unos maestros. La longitud del paso, la rapidez de las fintas, todo se ofrecía claramente a sus ojos certeros, permitiéndole reafirmar su segunda conclusión. Ambos combatientes tenían por lo menos el nivel de maestros. Quizá algo más.

Luego cerró los ojos, se concentró y olió a sangre. Sin duda, en un enfrentamiento de semejante ferocidad, debieron de haber derramado sangre. A partir de ese momento, debía limitarse a entregar todo su cuerpo al sentido del olfato. El príncipe había practicado durante muchos años, después de que una tigresa herida lo había sorprendido saltando desde la rama de un árbol cuando le seguía el rastro. En aquella ocasión había dejado que sus ojos siguieran el rastro de sangre, y había estado a punto de no contarlo. Ahora confiaba enteramente en sus órganos olfativos. Si a una distancia de cien metros había sangre, él la encontraría.

Abrió los ojos, y sin vacilaciones avanzó hacia un grupo de enormes peñascos hasta que encontró las gotas de sangre. Había unas pocas, y estaban secas. Pero habían caído allí hacía menos de tres horas. Humperdinck sonrió. Cuando uno cabalgaba en los blancos, tres horas eran un simple chasquido de dedos.

Volvió a repasar las huellas del suelo, porque lo tenían confundido. Al parecer, los contrincantes habían ido del borde del acantilado al centro, para volver después de nuevo al borde. En ocasiones era el pie izquierdo el que dirigía y a veces el derecho, lo cual no tenía ningún sentido. Estaba claro que los espadachines se habían cambiado la espada de mano, pero para qué iba un maestro a hacer algo así, a menos que su brazo bueno estuviera herido al punto de quedar inutilizado, y estaba claro que eso no había ocurrido, porque una herida de ese calibre habría dejado rastros de sangre y en la zona no había sangre suficiente que así lo indicara.

Raro, muy raro. Humperdinck continuó su vagabundeo. Muy, pero muy raro; la lucha no pudo haber terminado con la muerte de uno de los contrincantes. Se arrodilló junto a la marca dejada por un cuerpo. Era evidente que allí había yacido un hombre desmayado. Pero una vez más, ni rastros de sangre.

—Hubo aquí un duelo prodigioso —dijo el príncipe Humperdinck, dirigiéndose al conde Rugen, que por fin había logrado darle alcance junto con un contingente de cien caballeros armados—. Supongo que… —el príncipe hizo una pausa mientras seguía las pisadas—, supongo que quien cayó aquí, se fue huyendo por allí —y señaló hacia un lado—, y que quien venció se fue por el sendero de montaña, justo en dirección contraria. Opino, además, que el vencedor siguió el camino que tomó la princesa.

—¿Los seguimos a los dos? —inquirió el conde.

—Creo que no —respondió el príncipe Humperdinck—. El que haya escapado carece prácticamente de importancia, puesto que a quien seguimos es al que tiene en su poder a la princesa. Y dado que desconocemos la naturaleza de la trampa a la que quizá nos estén conduciendo, necesitamos que todas las armas de las que disponemos se concentren en un solo grupo. Está claro que todo esto ha sido planeado por nativos de Guilder, y no debemos subestimarlos jamás.

—¿Creéis entonces que se trata de una trampa? —preguntó el conde.

—Siempre creo que todo es una trampa hasta que se prueba lo contrario —replicó el príncipe—. Razón por la que sigo con vida.

Dicho eso, volvió a montar en un blanco y partió al galope.

Al llegar al sendero de montaña donde había tenido lugar la lucha cuerpo a cuerpo, el príncipe ni siquiera se molestó en desmontar. Desde su montura logró ver todo lo que había que ver.

—Alguien ha derrotado a un gigante —dijo cuando el conde se hubo acercado lo suficiente—. El gigante ha huido, ¿lo veis?

Obviamente, el conde no vio más que piedras y un sendero de montaña.

—Jamás se me ocurriría dudar de vos.

—¡Mirad allí! —gritó el príncipe, porque por primera vez, entre las piedras del camino de montaña, descubrió unas huellas de mujer—. ¡La princesa está viva!

Como el rayo, los blancos volvieron a galopar por la montaña.

Cuando el conde volvió a darle alcance, el príncipe se encontraba arrodillado junto al cuerpo inerte de un jorobado. El conde desmontó.

—Oled esto —le ordenó el príncipe alcanzándole la copa.

—Nada —anunció el conde—. No huele a nada.

—Iocaína —dijo el príncipe—. Apostaría mi vida a que es iocaína. No conozco ninguna otra sustancia que mate tan limpiamente. —Se puso en pie—. La princesa continúa con vida; sus pisadas siguen el sendero. —Dirigiéndose a los cien hombres montados, les ordenó—: ¡Si ella muere, Guilder padecerá lo indecible!

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