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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (104 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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A fines del siglo ni el Imperio romano parecía abocado a su desaparición, pero gracias a las reformas de Diocleciano logró sobrevivir a las terribles crisis del siglo ni y su existencia se alargó durante doscientos años más.

Uno de sus sucesores, Constantino, legalizó el cristianismo en el año 313 y otro emperador, Teodosio, lo convirtió en la religión oficial en el año 380. A su muerte en 405 el Imperio se dividió en dos.

En el año 476 un tal Odoacro, un caudillo de la poco relevante tribu germánica de los hérulos, decidió deponer de su endeble trono al joven Rómulo Augústulo, un niño de poco más de diez años, el último emperador romano de Occidente. En esa época ya hacía tres cuartos de siglo que el Imperio se había dividido en dos mitades, Occidente y Oriente. Para muchos, este hecho supuso el final del mundo antiguo y el origen de la llamada Edad Media.

La mitad oriental todavía sobrevivió durante mil años más como Imperio bizantino, hasta que en 1453 fue conquistado por los turcos otomanos. Para muchos, este hecho supuso elfinal del mundo medieval y el origen de la llamada Edad Moderna.

Para entonces, la reina Zenobia de Palmira se había convertido en una leyenda.

La recreación de las ciudades, monumentos y paisajes que aparecen en el texto es fiel a la realidad arqueológica, así como los utensilios, alimentos, vestidos y demás enseres de la vida cotidiana que aquí aparecen descritos. Para ello he examinado los restos arqueológicos datados en el siglo ni y conservados en diversos museos del mundo, con especial atención a los de Palmira y Damasco. Las descripciones de las ciudades de Alejandría y Palmira están basadas en las fuentes que se conservan de estas dos ciudades. Para el caso de Palmira, el plano del siglo ni se sigue perfectamente a partir de las excavaciones realizadas en los últimos decenios. En esta ciudad pude visitar algunas de las tumbas excavadas y en proceso de excavación arqueológica por misiones científicas de Alemania, Francia, Japón y la propia Siria; de esas visitas proceden las descripciones de las tumbas, de los edificios y de la antigua ciudad de Palmira, así como de los paisajes y de otros yacimientos arqueológicos de la zona. Por el contrario, la composición del plano antiguo de Alejandría ofrece más dificultades, pues la ciudad actual se erige sobre la antigua, que sufrió numerosas destrucciones y determinantes cambios urbanísticos entre los siglos III y IX, a lo que habría que añadir considerables modificaciones en la línea de costa y en el lago interior con respecto al pasado.

Para la reconstrucción de los ejércitos romano, persa y palmireno y de las batallas libradas me he basado en la disposición clásica del ejército romano en el siglo ni. En esa época el Imperio disponía de entre 30 y 35 legiones operativas. Una legión tipo estaba integrada por 10 cohortes de infantería, cada una de ellas con 480 hombres, salvo la primera, que la formaban 800; a su vez, una cohorte se dividía en 6 centurias, y 2 centurias configuraban un manípulo. Además, formaba en cada legión un batallón de caballería de entre 120 y 300 jinetes. Estas fuerzas, que alcanzaban la cifra de 5 000 soldados, se completaban con tropas llamadas auxiliares, reclutadas entre los pueblos aliados de Roma, en número variable. En ocasiones el número total de efectivos de una legión podía elevarse hasta los 10 000 hombres, incluyendo las tropas auxiliares y los encargados de la intendencia, aunque el número de efectivos variaba mucho en función de todos esos parámetros.

El jefe supremo de la legión era el legado senatorial, al que ayudaban cinco o seis tribunos de rango ecuestre, al menos uno de ellos de familia senatorial. Al frente de cada centuria había un oficial llamado centurión; el más antiguo, habitualmente del orden ecuestre y jefe de la primera centuria, mandaba toda la cohorte y se denominaba
primer pilus
. Cada cohorte enarbolaba su bandera específica y cada manípulo disponía de su propio soldado portaestandarte, el signario, que custodiaba un emblema con varios medallones e insignias. La caballería la mandaba un comandante y los oficiales eran los prefectos.

Los legionarios debían ser ciudadanos romanos, al menos según el derecho. Servían en el ejército durante veinte años, a veces hasta veinticinco, y recibían un salario de 10 ases diarios (unos 250 denarios o 1 000 sestercios al año), en tres pagos anuales; de la paga se descontaban el vestido, las armas y las tiendas. Cuando se proclamaba un nuevo emperador solían recibir una paga extra. Al licenciarse se les entregaba un lote de tierra o una paga de 3 000 denarios.

En total, a mediados del siglo in Roma tenía enrolados en el ejército entre 300 000 y 350 000 soldados, entre legionarios y tropas auxiliares, lo que significaba un gasto muy oneroso para las arcas del Estado.

Para elaborar los relatos sobre los mitos griegos y romanos me he basado en las obras de los autores clásicos griegos Homero y Hesíodo, además de en numerosos trabajos contemporáneos, en especial los de Robert Graves y Carlos García Guai.

Algunas cuestiones tratadas en esta obra pueden resultar asombrosas para la época en que está enmarcada la novela, como los animales fabulosos, las personas metamorfoseadas en asnos, los poderes y las propiedades atribuidas a las piedras preciosas y las creencias en sus efectos sobre el cuerpo humano, los habitantes en la Luna, etc., y pueden parecer fruto de mi imaginación, más aún tratándose de un texto ambientado en el siglo m, pero forman parte de la literatura de la época y están integradas en los tratados que se escribieron en el mundo romano sobre la naturaleza y en algunas de las novelas escritas en la época romana por autores como Luciano de Samosata o Apuleyo, entre otros.

La monumental y enigmática ciudad de Palmira, llamada Tadmor por los árabes, la ciudad de las palmeras, fue construida en pleno desierto sirio en un oasis a mitad de camino entre la costa mediterránea y el río Eufrates. Centro de las caravanas que recorrían la Ruta de la Seda entre China, India y el Mediterráneo floreció extraordinariamente entre los siglos I y III. Gracias al comercio y al tránsito de mercaderes se enriqueció de tal modo que en la tercera centuria fue considerada la ciudad más rica y lujosa del mundo, y llegó a estar poblada por varias decenas de miles de habitantes, ocupando una superficie en torno a las cuatrocientas hectáreas.

Merced a sus ingentes recursos económicos la ciudad se dotó de templos, edificios públicos y calles y plazas monumentales, y sus ciudadanos construyeron lujosas mansiones y fastuosas tumbas.

Capital de un gran imperio bajo el gobierno de la reina Zenobia, el emperador Aureliano la conquistó en el año 272 y fue parcialmente destruida en 273. El emperador Diocleciano restauró algunos barrios unos años después, pero Palmira ya no recuperó su pasado esplendor. Se cristianizó a principios del siglo IV y durante esa centuria llegó a disponer de obispo propio, que en 325 acudió al decisivo concilio de Nicea, donde se fijó el dogma de la Trinidad y el de la divinidad de Jesucristo.

A comienzos del siglo V pasó a ser parte del Imperio bizantino y en el siglo vii se incorporó al Imperio islámico. Lentamente fue agudizándose su decadencia hasta que en el siglo XI resultó gravemente afectada por un terremoto. Palmira jamás volvió a recuperarse y quedó reducida a una pequeña aldea de campesinos y beduinos.

Hoy sus ruinas monumentales, descubiertas por viajeros europeos en el siglo XVII y excavadas y restauradas en los últimos cien años, surgen en medio del desierto de Siria, junto al palmeral y a los manantiales que le dieron vida, como mudos pero grandiosos testigos de un pasado de ensoñación y leyenda.

Comencé a imaginar este relato sobre Zenobia en octubre del año 2007, en el transcurso de un viaje a Siria al que fui invitado por el gobierno de ese país gracias a la mediación de Juan Carlos Benavides, alcalde de la acogedora ciudad andaluza de Almuñécar.

Durante varios días de aquel mes recorrí Siria y entré en contacto profundo con la cultura y la historia de esa laboriosa nación. La visita a Palmira, Tadmor en árabe, me impactó de manera extraordinaria, y no sólo por las monumentales ruinas, el épico paisaje de epopeya en el que se erigen y la mágica aura de misterio que las envuelve, sino también por los cálidos atardeceres otoñales y por un amanecer prodigioso que compartí entre las ruinas con mi amigo, el magnífico novelista y relevantísimo historiador, José Calvo Poyato. Ambos contemplamos asombrados y conmovidos desde la gran calle de columnas el clarear del horizonte oriental minutos antes del alba y disfrutamos del tornasolado cambio de colores y de la rutilante invasión de la luz solar surgiendo entre las tupidas palmeras hasta bañar con una preciosa y etérea pátina ambarina las doradas piedras de Palmira, todo ello en el transcurso de la más rutilante alborada que pueda presenciarse. En ese lugar y en ese momento supe que algún día escribiría este libro sobre Palmira y sobre su reina Zenobia.

Esta obra debe mucho a los citados Juan Carlos Benavides y José Calvo Poyato, pero también a las autoridades sirias que en el otoño de 2007 ocupaban los siguientes cargos: la vicepresidenta de Siria, la señora Nayah Al Attar, que nos recibió en audiencia y con la que comentamos aspectos puntuales de la historia común de Siria y España; el ministro de Cultura, doctor Riyad Nassan Agha, que nos facilitó el tránsito por el país y el acceso a museos y monumentos en condiciones privilegiadas; el embajador de Siria en España, doctor Mohsen Bilal; el director del Centro Cultural Árabe Sirio en Madrid, doctor Rifaat Atfé; el conservador del Museo de Palmira, doctor Khalil al-Hariri, que nos explicó con erudición y orgullo las ruinas de Palmira, las tumbas y el museo de la ciudad; y también los funcionarios del Ministerio de Cultura, los responsables del patrimonio y directores de los museos de Palmira, Damasco y Alepo, y los intérpretes que nos acompañaron por todo el país. A todos ellos mi agradecimiento y mi consideración.

Estoy en deuda con muchos de los habitantes de la República Árabe de Siria, un hermoso país que, pese a los problemas que afectan a la región de Oriente Medio, se desarrolla entre la tradición y la modernidad, orgulloso de su pasado y de su cultura, con un patrimonio de ensueño y unos paisajes de leyenda, poblado por gentes laboriosas y serviciales, herederas de una civilización varias veces milenaria, que son amables y acogedores como el más hospitalario de los pueblos de la Tierra.

Por último quiero agradecer la confianza depositada en mí por Carlos Revés y Marcela Serras, de la Editorial Planeta, y, por supuesto, a Ana D’Atri por su trabajo y su aliento y a Purificación Plaza, gracias a la cual esta novela es mejor.

José Luis Corral Lafuente
(Daroca, Provincia de Zaragoza, 13 de julio de 1957).

Profesor de Historia Medieval y director del Taller de Historia en la Universidad de Zaragoza (España), es el historiador aragonés de mayor éxito en el género de la novela. Ha dirigido diversos programas de radio y televisión de divulgación histórica. Ha centrado su labor investigadora en la Edad Media en España, y producto de este trabajo es una extensísima obra historiográfica.

Autor de novelas históricas, ha publicado numerosos artículos y colaborado en programas de radio y televisión. Ha sido asesor histórico de la película 1492: La conquista del paraíso de Ridley Scott.

En 1992 obtuvo la medalla de plata en el XXXIV Festival Internacional de Vídeo y Televisión de Nueva York como director histórico de la serie Historia de Aragón en vídeo.

Wikipedia

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