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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (48 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—Mi señora, el campamento está montado y los turnos de guardia de noche distribuidos.

—Gracias, Giorgios. Ahora quédate a cenar conmigo.

—Te lo agradezco, pero debo revisar los puestos de guardia.

El ateniense ardía en deseos de estar con su amada, pero quiso demostrarle que no echaba en falta su presencia.

—No es un ruego: es una orden. Cumple primero con tu obligación y ven pronto; te espero.

Un golpe de sangre estalló en las sienes del general.

Cuando regresó ante su presencia los eunucos habían preparado la cena: excelentes buñuelos de harina de trigo y especias, un sabroso guiso de ave con salsa picante, vino rojo de Bosra y dátiles con miel.

—Te echo de menos —le dijo Zenobia tras apurar su copa.

—Siempre me tienes cerca; y sabes que en cuanto me llames acudiré a tu lado como un perrillo fiel.

—He organizado esta cacería para estar contigo aquí, en el desierto, fuera de Palmira.

—No era necesario, hubiera acudido a palacio…

—Allí soy tu reina y así me tratas; aquí quiero que me veas sólo como la mujer que amas.

Acabaron la cena y salieron del pabellón; había oscurecido por completo. Sobre sus cabezas titilaba una enorme estrella blanca y justo a su izquierda lucían las estrellas de una hermosa constelación.

—Capella y la constelación de Perseo, nuestro mayor héroe —señaló Giorgios—. El niño, nacido de la hermosa Dánae, fecundada por Zeus convertido en lluvia de oro, creció sin conocer su origen. Fue él quien mató a Medusa, la más horrible de las diabólicas gorgonas, de cabellera llena de serpientes, boca negra con enormes dientes y larga lengua, tan monstruosa que quien la miraba a los ojos quedaba convertido en estatua de piedra.

—Si no podía ver su rostro, ¿cómo pudo matarla?

—Atenea le regaló un escudo bruñido como un espejo y Perseo lo utilizó para ver el reflejo de Medusa; Hermes le proporcionó una hoz de diamante para cortarle la cabeza.

—Entonces todo solucionado: Andrómeda y Perseo se casaron y fueron felices.

—En el mundo que rigen los inmortales nada es tan fácil. Se casaron, sí, pero un antiguo pretendiente de Andrómeda se sintió relegado y se produjo una gran pelea en la que Perseo liquidó a sus contrincantes y se convirtió en rey de Argos, de Tirinto y de Micenas. Y ocupó un lugar relevante en el cielo; ahí. —Giorgios volvió a señalar la constelación.

—¿Está con Andrómeda?

—Pues no; está junto a Casiopea, la madre de Andrómeda. Es esa constelación de cinco estrellas en forma de montaña de dos picos. Casiopea conspiró para que asesinaran a su yerno y así poder entregar a su hija a quien a ella le conviniera.

—Tus dioses son crueles. Perseo está condenado a contemplar todas las noches a la culpable de sus desventuras.

Giorgios la estrechó entre sus brazos mientras la besaba y se imaginaba los momentos de placer que vendrían después.

Pasaron toda la noche juntos, amándose en el silencio del desierto, entre los cobertores de seda y lana primorosamente bordados por las mejores hilanderas de Ctesifonte.

La luz del sol los despertó arrumbados en el lecho, abrazados como dos palmeras solitarias que se inclinan una hacia la otra esperando el momento de rozarse.

—Mi único dios —comentó Zenobia ante los primeros rayos solares.

—Mitra, el dios de los soldados, de los guerreros —precisó Giorgios.

—Mitra, Zeus, Bel, Helios, Ra, Yarhibol… ¡Su nombre qué más da! Se trata del único dios, el que nos da la luz, el calor, la vida… Un solo dios, único, tolerante y bondadoso para con sus hijos; un dios que no siente odio, ni deseos de venganza, ni recela de los hombres; que armoniza el universo, que lo fecunda con su fuerza, que lo pacifica con su poder. En ese dios es en el que creo; el que me enseñó a venerar mi padre; el que mi familia adoraba en el santuario de Emesa, de donde procede mi linaje.

La voz reconocible de uno de los eunucos avisó tras una cortina de que el desayuno estaba preparado.

Zenobia lanzó una almohada contra esa cortina y ordenó que no volvieran a molestarla. Nadie lo hizo durante el resto de la mañana. Volvieron a hacer el amor mientras el sol calentaba la tierra y templaba el aire de aquella luminosa jornada.

A mediodía, Giorgios salió del pabellón real; se había aseado y lavado un poco con agua dentro de la tienda, pero sus ojos apenas pudieron resistir la luz del sol, que brillaba con fuerza en lo alto.

—Hoy no habrá cacería; tal vez mañana —le dijo a su segundo—. Informa a los hombres que la reina saldrá a cabalgar a media tarde, pero que no preparen las armas para la caza.

El lugarteniente de Giorgios lo saludó militarmente y se alejó envidiando a su jefe por haber pasado la noche con la mujer más hermosa del mundo.

Durante toda una semana cazaron poco y se amaron mucho; una noche, pese al peligro de las fieras, de las alimañas y de los animales venenosos que abundan en el desierto, se alejaron del campamento para amarse bajo la luz de las estrellas. Giorgios tomó la precaución de coger una manta y su espada de combate, pues había escuchado el lejano aullido de un lobo.

Zenobia estaba feliz como una niña a la que acabaran de regalar su primer vestido de seda bordado con encajes de hilo de oro. Salvo por volver a mecer en sus brazos a su hijo Vabalalo, no sentía ganas de regresar; se encontraba a gusto en el desierto, al lado de aquel mercenario griego que la miraba y la amaba como si se tratara de una verdadera diosa, que le contaba leyendas de su tierra en las que los protagonistas eran héroes y dioses que sentían, amaban y sufrían como los seres humanos; le gustaba cómo la abrazaba aquel hombre, como si en sus manos tuviera la posesión más preciosa, pues la acariciaba con la tierna delicadeza que sólo el tremor de los dedos del enamorado es capaz de dibujar sobre la piel de la amada.

Zenobia era feliz y reía, y por una vez no le importó que los soldados de su escolta y que los eunucos del palacio supieran que se acostaba con un hombre que no era su esposo. Nadie volvió a acordarse de los dos osos que habían provocado que salieran de caza.

Palmira, primavera de 270;

1023 de la fundación de Roma

No hizo falta que sus informadores en la partida de caza se lo confirmaran para cerciorarse de que Zenobia y Giorgios habían pasado todas las noches juntos. Zabdas supo lo que había ocurrido en el desierto en cuanto la vio. Su rostro lucía diferente, igual de bello, más todavía si cabe pero, sobre todo, mucho más humano.

—¿Alguna novedad, general? —le preguntó cuando éste acudió a recibirla a unas pocas millas al oeste de Palmira.

—Ninguna importante, mi señora.

—¿Hay noticias de Egipto?

—Esta semana ha llegado una caravana. Traía un mensaje de Antioco: Egipto permanece fiel a tu persona y Anofles se comporta con lealtad. En algunos templos de Tebas, de Menfis y de Alejandría han colocado estatuas con tu efigie y se te venera como a los dioses tradicionales. Hay quien dice que no sólo eres la nueva Cleopatra sino también la mismísima diosa Isis, y que Vabalato es la encarnación del joven dios Horns, el sol naciente.

—Y de Roma, ¿qué se sabe?

—He ordenado que me mantengan permanentemente informado desde los puestos de observación en la costa y en Anatolia, y no se atisba ningún movimiento de tropas romanas. El emperador Claudio sigue muy ocupado en evitar que los bárbaros penetren por la frontera del Danubio y se le cuelen en sus provincias del norte. ¿Y la caza, ha ido bien?

—Escasa. Esperemos que los dioses sean más generosos a comienzos del verano.

—Los sacerdotes del santuario de Bel han pedido que los recibas, señora; alegan que es muy urgente.

—¿Qué quieren?

—Creo que se trata de un asunto relacionado con los cristianos; parece que no les gusta el contenido de los discursos de esos clérigos barbudos. Denuncian que los seguidores de Cristo no cesan de insultarlos en sus sermones, que alientan a la gente a rebelarse contra los dioses de Palmira y que incitan a los palmirenos para que acaten la voluntad del que dicen que es el único y verdadero dios, el suyo, claro.

—Comunícales que vengan pasado mañana; los recibiré a mediodía.

El viejo y maleable Shagal había muerto. Elabel, el nuevo sumo sacerdote del gran santuario del dios Bel, era bajito y obeso. Había entrado al servicio del templo siendo un adolescente y había logrado convertirse en el gran sacerdote del principal de los templos de Palmira gracias a su tesón y a la enconada defensa que había hecho de la vieja religión de los palmirenos. Como el resto de sus colegas, llevaba el cráneo rapado y lo decoraba con una cinta verde de la que colgaba un camafeo de ámbar a la altura de la frente.

Zenobia no había puesto ningún inconveniente al nombramiento de Elabel como sumo sacerdote porque estaba convencida de que podría manejar a aquel individuo a su antojo, como antes hiciera con Shagal.

—Me dice Zabdas que has presentado ciertas quejas contra los cristianos; ¿de qué se trata?

—Mi reina… —Elabel se inclinó ante su soberana pero no se tumbó completamente boca abajo sobre el suelo, como ya hacían en las recepciones oficiales los súbditos de Zenobia, que la saludaban imitando el protocolo de la corte de Persia—. Un peligro muy grave acecha Tadmor: los cristianos.

Elabel hablaba con una impostada solemnidad, como si estuviese revelando el más importante de los secretos.

Zenobia sonrió con ironía.

—¿Estás seguro de que son un peligro tan temible?

—Sí, mi reina. Hace ya algún tiempo que andan difundiendo por la ciudad sus mentiras y sus embustes. Conspiran en secreto, como ratas escondidas que devoran poco a poco nuestras provisiones. Andan minando las bases de nuestras creencias, socavando el suelo bajo nuestros pies y denunciando que nuestros dioses son falsos.

—¿Tienes pruebas?

—Por supuesto. Hay decenas de palmirenos, honrados ciudadanos de Tadmor, que están dispuestos a declarar las maléficas intenciones de esa apestada secta de palestinos. Hemos descubierto su pérfida estrategia: primero quieren eliminar a nuestros dioses y sustituirlos por su hombre-dios para después establecer su propio reino en la tierra. Así lo predican en sus sermones.

—¿Cuántos son?

—Por el momento no muchos. Los hemos observado y hemos identificado a un centenar de acólitos. Se reúnen en casa de un orfebre llamado Mogino. Hace varios años, unos cuarenta según he podido saber, que utilizan la casa de esa familia de artesanos para celebrar sus demoníacos ritos. Allí adoran a su hombre-dios en unos diabólicos rituales durante los cuales afirman que beben su sangre y comen su carne. Dicen que el plato favorito en sus ceremonias es la carne de un niño, al que previamente han degollado y trinchado como a un pollo, rebozada en harina y frita en aceite. En esos sangrientos banquetes es donde conspiran contra los dioses de Tadmor y contra ti, mi señora.

—Conozco a algunos cristianos, Elabel. Uno de mis consejeros es Pablo de Samosata, jefe de su comunidad en Antioquía, aunque ahora reside aquí en Tadmor, y te aseguro que, a pesar de la vehemencia con la que suele expresarse en ocasiones, no lo imagino devorando a niños.

—Mi reina, te ruego que intervengas con contundencia contra los cristianos o todos lo lamentaremos; esas ratas no son de fiar.

—¿No confías en el poder de los dioses de Tadmor? ¿Crees que ese hombre-dios es más poderoso que Bel?

—¡No, claro que no! Cualquiera de nuestros dioses es más poderoso: el gran Marduk, regidor del universo, Bel, señor del mundo, Nebo, que rige la escritura y la sabiduría de los hombres, Malakbel, que fertiliza las palmeras y los cultivos, nuestros venerados Yarhibol y Agilbol, que rigen el día y la noche, Ashtar, que genera la hermosura…

—En ese caso, ¿por qué temes a un puñado de cristianos que rezan a un falso dios?

—Porque son como la carcoma, mi señora, como el veneno invisible que mata lentamente sin que la víctima se percate de que está siendo emponzoñada.

—Haré una cosa: visitaré ese templo cristiano, hablaré con el jefe de su comunidad e intentaré averiguar el peligro que suponen para Tadmor.

—Allá donde han establecido comunidades estables, los cristianos han provocado enfrentamientos y disturbios, han roto familias, han quebrado linajes y han alterado el orden natural de las cosas. Para evitarlo, algunos emperadores de Koma tuvieron que perseguirlos y acabar con los peores de ellos, y aun con todo aquí siguen entre nosotros, como una inevitable pesadilla.

—Déjalo en mis manos. Te prometo que haré todo lo posible para que no constituyan ningún problema.

El sacerdote de Bel se retiró calmado por las palabras de Zenobia, que hizo llamar de inmediato a Giorgios.

El general había salido al frente de un escuadrón de caballería a realizar algunos ejercicios ecuestres; sabía que Roma atacaría Palmira tarde o temprano y quería que sus hombres estuvieran preparados para la batalla que sin duda se produciría. Tardaron en localizarlo, pero al fin recibió la orden de que se presentara en palacio.

Sudoroso y lleno de polvo, apenas tuvo tiempo para asearse un poco en los baños de la gran calle, y se dirigió presuroso a Zenobia. Por cómo le comunicaron que se presentara ante la reina intuyó que en esta ocasión no iba a producirse precisamente un encuentro amoroso. Temió lo peor y supuso que el emperador romano ya había dado la orden de atacar Palmira.

Zenobia estaba risueña.

—He venido todo lo deprisa que he podido, mi señora. —Llamarla así se le hacía extraño tras los dulces días pasados junto a ella en el desierto—. ¿Ocurre algo grave?

—No según mi criterio, pero sí para el del nuevo sumo sacerdote del santuario de Bel.

—No entiendo…

—Se trata de los cristianos. Elabel, el sucesor de Shagal al frente del santuario, está convencido de que los seguidores de esa secta tratan de acabar con el reino de Palmira y me pide que actúe contra ellos.

El ateniense se sorprendió.

—Pero si son apenas un puñado, y creo que inofensivos.

—Y además están enfrentados. El grupo minoritario de Pablo de Samosata cree que el fundador de su religión fue un profeta, pero la mayoría de los cristianos cree que fue un dios. Quiero visitar a la comunidad de cristianos de Palmira, y deseo que me acompañes; eres uno de mis consejeros.

—Yo entiendo de caballos y de batallas, no de dioses. Tal vez Longino sepa…

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